miércoles, 14 de octubre de 2015

Un argumento sobre la belleza



pp. 21-31

Cuando al fin respondió, en abril de 2002, al escándalo creado por la revelación de innumerables encubrimientos de sacerdotes depredadores sexuales, el papa Juan Pablo II comentó a los cardenales estadounidenses citados en el Vaticano: “Una gran obra de arte puede ser mancillada, pero su belleza permanece; esta es una verdad que reconoce todo crítico de inteligencia honrada”.

¿Es extraño que el papa compare la Iglesia católica con una gran --es decir, hermosa-- obra de arte? Acaso no, pues esta comparación inane le permite transformar los aberrantes delitos en algo así como las raspaduras en la copia de una película muda o las grietas en la superficie de una pintura de un gran maestro, imperfecciones que por reflexión eliminamos o superamos. Al Papa le gustan las ideas venerables. Y “la belleza”, en cuanto término que indica (como la salud) excelencia indiscutible, ha sido un recuro perenne cuando se dictan evaluaciones perentorias.

La permanencia, sin embargo, no es uno de los atributos más evidentes de la belleza; y su contemplación, cuando es experta, puede estar envuelta en patetismo, el drama que Shakespeare desarrolla en muchos sonetos. Las celebraciones tradicionales de la belleza en Japón, como el roto anual de contemplación de los cerezos en flor, son profundamente elegiacas: la belleza más conmovedora es la más evanescente. Volver imperecedera la belleza en algún sentido precisó de muchos retoques y transposiciones conceptuales, pero la idea era simplemente demasiado seductora, demasiado poderosa, para desperdiciarla en el elogio a encarnaciones superiores. El propósito era multiplicar la noción, permitir diversos tipos de belleza, belleza con adjetivos, ordenada en una escala ascendente de valor e incorruptibilidad, en la que los usos metaforizados (“belleza intelectual” “belleza espiritual”) tenían prelación sobre lo que el lenguaje ordinario encomia como bello: un goce de los sentidos.

La belleza menos “enaltecedora” del rostro y de cuerpo aún es el sitio más comúnmente visitado de lo bello. Pero apenas cabría esperar que el Papa invocara ese sentido de la belleza en particular mientras intenta elaborar un informe exculpatorio de varias generaciones de sacerdotales abusos sexuales infantiles y de protección de los acosadores. Más a propósito —su propósito— es la “elevada” belleza del arte. Por más que el arte parezca una cuestión de superficies y de recepción de los sentidos, se le ha concedido en general ciudadanía honoraria en el dominio de la belleza “interna” (en oposición a la “externa”). La belleza, al parecer, es inmutable, al menos cuando se encarna -se fija- en forma de arte, porque en el arte la belleza como idea, una idea eterna, toma cuerpo mejor. La belleza (si se opta por emplear la palabra de ese modo) es profunda, no superficial; oculta, a veces, más que evidente; consoladora, no perturbadora; indestructible, como en el arte, más que efímera, como en la naturaleza. La belleza, de la clase que se estipula enaltecedora, perdura.


 La mejor teoría de la belleza es su historia. Pensar en la historia de la belleza significa concentrare en su uso en manos de comunidades específicas.

Las comunidades dedicadas por sus líderes a contener lo que se percibe como una corriente nociva de opiniones innovadoras no tienen interés alguno en modificar el baluarte que ofrece la noción de belleza en cuanto encomio y consuelo anodinos. No sorprende que Juan Pablo II –y la institución de amparo y protección en nombre de la que habla-- se sienta tan cómodo con la belleza como con la idea de bien.

Asimismo, parece inevitable que cuando, hace casi un siglo, las más prestigiosas comunidades artísticas dedicadas a las bellas artes se implicaran en proyectos de innovación drástica, la belleza estuviera en primera fila entre las nociones que era preciso desacreditar. La belleza no podía sino parecer un criterio conservador a los creadores y proclamadores de lo nuevo: Gertrude Stein sostenía que llamar bella a una obra de arte significa que está muerta. Bello ha llegado a significar “solo” bello: no hay elogio más insulso o filisteo.

En otros lugares la belleza todavía reina, incontenible. (¿Cómo podría ser de otro modo?) Cuando ese conocido amante de la belleza, Oscar Wilde, anunció en La decadencia de la mentira, “Nadie verdaderamente culto […] habla jamás en la actualidad de la belleza del crepúsculo: los crepúsculos son más bien anticuados”, estos se tambalearon con el impacto, luego se recuperaron. Les beaux arts, conminad por una llamada semejante a ponerse al día, no lo hicieron. La exclusión de la belleza como criterio del arte no es ni mucho menos indicio de que la autoridad de la belleza esté en decadencia. Más bien testimonia el declive de la creencia de que hay algo llamado arte.

Incluso cuando la belleza fue un innegable criterio de valor en las artes, se la definía de manera lateral, evocando alguna otra cualidad como la pretendida esencia o sine qua non de algo bello. Una definición de lo bello no era más (o menos) que un encomio de lo bello. Cuando Lessing, por ejemplo, equiparaba la belleza con la armonía, estaba proporcionando otra idea general de lo excelente o deseable. 


A falta de una definición en sentido estricto, se suponía que había un órgano o capacidad para registrar la belleza (es decir, el valor) en las artes, llamado “gusto”, y un canon de obras discernido por gente con criterio, buscadores de gratificaciones más enrarecidas, adeptos entre los entendidos. Pues en las artes –a diferencia de la vida-- no se suponía que la belleza fuera por necesidad visible, evidente, obvia.

El problema con el gusto era que, por más que derivara en periodos de amplio acuerdo en el seno de las comunidades de los amantes del arte, surgía de respuestas al arte privadas, inmediatas e irrevocables. Y el consenso, a pesar de su firmeza, nunca era más que local. Para tratar ese defecto, Kant –un consagrado universalizador-- propuso una facultad del “juicio” distintiva, con principios discernibles de carácter general y perdurable; los gustos legislados por esa facultad del juicio, si se habían meditado como es debido, deberían ser propiedad de todos. Pero el “juicio” no tuvo el efecto previsto de reforzar el “gusto” o de volverlo, en algún sentido, más democrático. Por una parte, el gusto como juicio fundado en principios era difícil de aplicar, pues su relación con las obras de arte consideradas irrefutablemente grandes o bellas era muy endeble, a diferencia del flexible criterio empírico del gusto. Y el gusto es en la actualidad una noción mucho más endeble y vulnerable que a finales del siglo XVIII. ¿El gusto de quién? O, con más insolencia: ¿Quién lo afirma?

A medida que la posición relativista en asuntos culturales ejercía mayor presión en las antiguas valoraciones, las definiciones de la belleza –las descripciones de su esencia-- se vaciaron más. La belleza ya no podía ser algo tan positivo como la armonía. Para Valéry, la naturaleza de la belleza es que no puede definirse; la belleza es precisamente “lo inefable”.

El fallo de la idea de belleza refleja el descrédito del prestigio del juicio mismo como algo posiblemente imparcial u objetivo, y no siempre interesado o autorreferencial. También refleja el discurso de los discursos en las artes. La belleza se define como la antítesis de lo feo. Es evidente que no se puede afirmar que algo es bello si no se está dispuesto a afirmar que algo es feo. Pero cada vez hay más tabúes relativos a calificar algo, cualquier cosa, de feo. (Para explicarlo: no se vea primero el avance de lo llamado “políticamente correcto”, sino el desarrollo de la ideología del consumismo y luego la complicidad de ambos.) el meollo es encontrar lo bello en lo que hasta entonces no había sido así (o: la belleza en lo feo).

De igual modo, hay cada vez más resistencia a la idea de “buen gusto”, es decir, a la dicotomía buen gusto / mal gusto, salvo en ocasiones que permiten celebrar la derrota del esnobismo y el triunfo de lo que se menospreciaba como “mal gusto”. En la actualidad, el buen gusto parece una idea aún más retrógrada que la de belleza. El arte y la literatura, difíciles, austeros, de la “modernidad” parecen ya anticuados, una conspiración esnob. La innovación es ahora relajación; el arte facilón actual ha dado luz verde a todo. En el ambiente cultural de años recientes que favorece el arte más fácil de usar, lo bello parece, si no obvio, pretencioso. La belleza continúa recibiendo una paliza en las denominadas, de modo absurdo, nuestras batallas culturales.

Que la belleza se aplicara a algunas cosas y no a otras, que fuera un principio de discriminación, fue antaño su fuerza y su atractivo. La belleza pertenecía a la familia de nociones que establecen rangos y concordaba con un orden social impenitente respecto de la condición, la clase, la jerarquía y el derecho a la exclusión.



Lo que había sido una virtud del concepto se convirtió en su lastre. La belleza, que antaño había parecido vulnerable por demasiado general, laxa, porosa, se reveló –por el contrario-- demasiado excluyente. La discriminación, antaño una facultad positiva (equivalente a juicio refinado, criterios exigentes, rigor), se volvió negativa: significó prejuicio, intolerancia, ceguera ante las virtudes de lo que no era idéntico a sí mismo.

El paso más contundente y exitoso en contra de la belleza provino de las artes: la belleza –y la preocupación por la belleza--, era restrictiva; como lo expresa el giro actual, elitista. Nuestras valoraciones, al parecer, podrían ser mucho más incluyentes si afirmáramos que algo es “interesante” en lugar de bello.

Por supuesto, cuando la gente afirmaba que una obra de arte era interesante, no indicaba con ello que forzosamente le gustara; solo indicaba que creía que debía gustarle. O que le gustaba, de algún modo, aunque no fuera bella.

O podía calificar algo de interesante para evitar la banalidad de llamarlo bello. La fotografía fue el arte en el que “lo interesante” triunfó primero, y desde el principio: el nuevo modo de ver fotográfico propuso que todo fuera un tema potencial para la cámara. Lo bello no habría podido aportar esa variedad de asuntos; y pronto llegó a parecer conservador desecharlo como juicio. De la fotografía de un crepúsculo, un crepúsculo bello, cualquiera con un mínimo nivel de refinamiento verbal bien habría preferido decir: “Sí, la fotografía es interesante”

¿Qué es interesante? Sobre todo lo que antes no se ha considerado bello (o bueno). Los enfermos son interesantes, como señala Nietzsche. Los perversos también. Calificar algo de interesante implica desafiar las antiguas categorías del elogio; semejantes juicios pretenden que se les tenga por insolentes o al menos por ingeniosos. Los entendidos en “lo interesante” --cuyo antónimo es “lo aburrido”-- valoran el conflicto, no la armonía. El liberalismo es aburrido, declaró Carl Schmitt en El concepto de lo político, escrito en 1932. (Al año siguiente se unió al partido nazi.) Una política guiada por principios liberales carece de drama, sal, conflicto, en tanto que las políticas vigorosas y autocráticas –y la guerra-- son interesantes.

El uso prolongado de “lo interesante” en cuanto criterio de valor ha debilitado, de modo inevitable, su mordacidad transgresora. Lo que queda de la insolencia de antaño radica sobre todo en su desdén hacia las consecuencias de las acciones y de los juicios. En cuanto a la verdad de la atribución: eso ni siquiera se tiene en cuenta. Algo se califica de interesante precisamente para no tener que comprometer un juicio sobre la belleza (o la bondad). Lo interesante es sobre todo en la actualidad un concepto consumista, propenso a ampliar su dominio: cuantas más cosas se vuelven interesantes, más crece el mercado. Lo aburrido –entendido como una ausencia, un vacío-- implica su antídoto: las afirmaciones promiscuas y vacías de lo interesante. Su peculiar modo no concluyente de vivir la realidad.

A fin de enriquecer esta deficitaria perspectiva de nuestras vivencias, se debería aceptar una noción plena de aburrimiento: la depresión, la ira (desesperación reprimida). Entonces se podría comenzar a trabajar en pro de una noción plena de lo interesante. Pero a esa calidad de vivencia –de sentimiento-- es probable que no se quiera ya denominarla interesante.

La belleza puede ilustrar un ideal, una perfección. O puede provocar, por su identificación con las mujeres (o más precisamente, con la Mujer), la ambivalencia consabida que proviene de la añeja denigración de lo femenino. Mucho descrédito de la belleza necesita ser entendido como resultado de la inflexión de género. La misoginia, asimismo, puede subyacer al impulso de metaforizar la belleza, promoviéndola así fuera del ámbito “meramente” femenino, de lo poco serio, de lo especioso. Pues si las mujeres son veneradas por ser bellas, se las menosprecia por estar o mantenerse bellas. La belleza es teatral, está para ser contemplada y admirada; y la palabra puee aludir tanto a la industria (revistas de belleza, salones de belleza, productos de belleza) –el teatro de frivolidad femenina--, como a las bellezas del arte y la naturaleza. ¿Cómo explicar de otro modo la asociación de la belleza –es decir, las mujeres-- con la tontería? Estar preocupado por la belleza propia es exponerse a la acusación de narcisismo y frivolidad. Considérense todos los sinónimos de bello, comenzando por lo “precioso” y lo meramente “bonito”, que piden a gritos una transposición viril. Aunque “magnífico” se aplica tanto como “bello” al aspecto, parece –libre de asociaciones con lo femenino-- un modo de elogiar más sobrio y más efusivo. La belleza no se asocia por lo general con la gravedad. Así, se prefiere calificar un vehículo de imágenes punzantes de la guerra y de la atrocidad de “libro magnífico”, como hice en el prólogo a una compilación de fotografías de Don McCullin, por si calificarlo de “libro bello” (que lo era) pudiera parecer una afrenta a su tema pavoroso.

Por lo general, se supone que la belleza es, casi de modo tautológico, una categoría “estética”, lo que la enfrenta, para muchos, directamente con la ética. Pero la belleza, aun la belleza en su modo amoral, nunca está desnuda. Y la atribución de belleza siempre está mezclada con valores morales. Lejos de ser polos opuestos lo ético y lo estético, como insistieron Kierkegaard y Tolstoi, lo estético mismo es un proyecto casi moral. Los argumentos sobre la belleza desde Platón están llenos de preguntas acerca de la correcta relación con lo bello (lo irresistible, apasionadamente bello), que se cree fluye de la naturaleza misma de la belleza.

La perenne tendencia a hacer de la belleza un concepto binario, a dividirlo entre belleza “interna” y “externa”, “elevada” e “inferior”, es el modo habitual en que los juicios morales colonizan los juicios de lo bello. Desde un punto de vista nietzscheano (o wildeano), esto podrá ser erróneo, pero a mí me parece inevitable. Y la sabiduría alcanzada gracias a un profundo compromiso de por vida con lo estético no puede ser, me aventuro a afirmar, duplicada por ningún otro género de seriedad. En efecto, las diversas funciones de la belleza se aproximan a una verosímil caracterización de la virtud, y de una humanidad más plena, al menos tanto como los intentos de definir la bondad misma.

La belleza es parte de la historia de la idealización, que a su vez es parte de la historia de la consolación. Pero la belleza acaso no siempre consuele. La belleza del rostro y el cuerpo atormenta, subyuga; esa belleza es imperiosa. Tanto la belleza humana y la belleza creada (el arte) suscitan la fantasía de la posesión. Nuestro modelo de lo desinteresado proviene de la belleza de la naturaleza; una naturaleza distante, descomunal, imposeíble.

De una carta escrita por un soldado alemán que montaba guardia en el invierno ruso a finales de diciembre de 1942:
La Navidad más bella que había visto nunca, compuesta íntegramente de emociones desinteresadas y desprovista de todo ribete de oropel. Yo estaba solo bajo un enorme cielo estrellado, y recuerdo que una lágrima rodaba por mi mejilla helada, no era una lágrima de dolor ni de alegría, sino de la emoción creada por una vivencia intensa...

A diferencia de la belleza, a menudo frágil y efímera, la capacidad para sentirse abrumado por la belleza tiene un vigor asombroso y sobrevive entre las más rigurosas distracciones. Incluso la guerra, aun la perspectiva de una muerte segura, no pueden suprimirla.



La belleza del arte es mejor, “más elevada” --según Hegel-- que la belleza de la naturaleza, pues la crean seres humanos y es obra del espíritu. Pero el discernimiento de lo bello en la naturaleza es asimismo el resultado de las tradiciones de la conciencia y de la cultura; en el lenguaje de Hegel: del espíritu.

Las respuestas a la belleza en el arte y a la belleza en la naturaleza dependen entre sí. Como señaló Wilde, el arte hace mucho más que instruirnos en cómo y qué hemos de apreciar en la naturaleza. (Él pensaba en la poesía y en la pintura. En la actualidad los criterios de la belleza en la naturaleza están fijados sobre todo en la fotografía.) Lo bello nos recuerda a la propia naturaleza –lo que está más allá de lo humano y lo creado--, y por ende estimula y profundiza nuestro sentido de la mera extensión y plenitud de la realidad, tanto la palpitante como la inanimada, que nos rodea a todos.

Una feliz consecuencia de esta comprensión, si de comprensión se trata: la belleza recobra su solidez, su naturaleza inevitable, como juicio necesario para dar sentido a gran parte de las energías, afinidades y admiraciones propias; y las nociones usurpadoras parecen ridículas.

Imagínese la afirmación: “Este crepúsculo es interesante”.





 


miércoles, 5 de noviembre de 2014

"Proust", Edmund White




Proust aprobaba el idealismo, el antiintelectualismo y el culto a la belleza que profesaba Ruskin, pero sus programas morales par los pobres le dejaban indiferente. Esta diferencia era imputable en parte a la distancia política que mediaba entre Francia, cuya reforma fue siempre acérrimamente anticatólica y laica, y una cuestión de lucha política más que de compasión sentimental, e Inglaterra, donde casi todos los proyectos progresistas estaban teñidos de evangelismo cristiano (la madre de Ruskin, sumamente piadosa, le había inculcado, siendo él un niño, el estudio de la Biblia).
pp. 84-85


Entre 1909 y 1911, reescribió y amplió el primer volumen de su obra. Ahora había descubierto el sistema de agregar detalles y observaciones a su manuscrito. Su forma de reescribir, en efecto, consistía en agregar. Primero ampliaba el texto al dictarlo a sus taquígrafos. Luego hacía componer su manuscrito (Proust utilizaba cajitas del mismo modo que otras personas usan mecanógrafos o procesadores de textos). Por último comenzaba a llenar los márgenes con cada vez más pasajes nuevos, todos ellos destinados a enriquecer el dibujo y a establecer vínculos entre los diversos personajes y escenas. A veces los añadidos llegaban a ser tan abundantes que tenía que pegar con cola nuevas páginas. El coste de recomponer se disparaba, pero él lo pagaba con gusto. De hecho, si existe un escritor de la época que hubiera extraído el máximo partido de un procesador de textos ese habría sido Proust, cuyo método consistía en añadir detalles aquí y allá y en trabajar simultáneamente sobre todas las partes del libro, como uno de esos pintores que gustan de mantener un lienzo “en movimiento” en lugar de perfeccionarlo pacientemente zona por zona, una tras otra.

En 1910, Proust trabajaba en lo que sería Por el camino de Swan y El mundo de Guermantes. Al año siguiente organizó su libro en dos volúmenes, uno de los cuales se titularía El tiempo perdido y el otro El tiempo recobrado. A medida que se obsesionaba más y más con su novela, escribía menos artículos y apenas salía de casa. Su fascinación por todas las artes, sin embargo, le tentaba ocasionalmente y asistía a algún que otro concierto, iba a ver un ballet o una ópera o visitaba una galería; en esos años le intrigaban especialmente los Ballets Rusos, dirigidos por el gran empresario de la época, Sergei Diaghilev, y cuya estrella era el bailarín Nijinsky, amante de Diaghilev. La noche del estreno de La consagración de la primavera, Proust vio el revolucionario ballet y después, según una carta que escribió en aquel tiempo, cenó con Diaghilev y Nijinsky, así como con el compositor, Stravinsky, y el nuevo amigo de Proust, el entonces jovencísimo y brillante escritor Jean Cocteau. (…)

En 1911, Proust se subscribió a Théâtropfone, un servicio que conectaba a un teléfono con un concierto y que permitía a sus clientes escuchar en su casa la música a través de unos auriculares. Gracias a este sistema novedoso, pudo entonces escuchar a Wagner (el 20 de febrero de 1911, por ejemplo, escuchó el acto III de Die Meistersinger) y la ópera de Debussy Peleas y Melisanda. A medida que transcurrían los años de composición de su gran obra épica, años en que le asaltaron el desaliento y el temor de no acabarla, la comparaba con una gran iglesia gótica siempre en expansión pero inconclusa, o con el largo y ambicioso ciclo de El anillo de los nibelungos de Wagner. Proust prefería Wagner a Debussy, el libreto plenamente desarrollado a las fintas y bosquejos de Peleas y Melisanda.

De Wagner estimaba que “escupiera todo lo que conocía de un tema, ya fuese próximo o lejano, fácil o difícil”. Era evidente que también el litaratura prefería esa especie de plenitud explícita, una amplitud que oponía a la reticencia timorata del estilo neoclásico, tal como lo practicaban Anatole France y el mismo André Gide. Más importante aún es el hecho de que algunos críticos hayan señalado que la ópera de Wagner Parsifal constituye el patrón de En busca del tiempo perdido, ya que ambas obras refieren la búsqueda de un joven: en Parsifal, la del Santo Grial, y en el libro de Proust, el secreto de la literatura. Las “muchachas en flor” proustianas pueden compararse a las doncellas florales de Parsifal, el clan de Guermantes (con lejanos orígenes germánicos) con el Guernemanz de Wagner, caudillo de los caballeros del Santo Grial, y así sucesivamente.

pp. 114-116




Proust se consagró a su trabajo durante los años de la guerra. Cruzaba la ciudad intrépidamente en busca de un dato y no le dolían prendas en despertar a una familia después de medianoche para interrogar a sus miembros sobre una antigua anécdota o visitar al jefe de camareros del Ritz para que le repitiera un chascarrillo consolidado por el tiempo. Escribió literalmente miles de cartas, muchas de ellas para obtener información precisa sobre un determinado vestido que se usaba en la década de 1890 o una célebre agudeza pronunciada durante la Belle Époque.

p.135


Su vida doméstica ha sido narrada de un modo inolvidable por Céleste Albaret, su ama de llaves, en su libro de memorias “contadas” Monsieur Proust. Refiere que ella pasó a ser la única sirviente de Proust cuando su marido partió a la guerra, y cuenta cómo se adaptó a los horarios de su señor. Le dispensaba una atención solícita a lo largo de la noche, llevándole cosas de comer o de beber, llenándole sus bolsas de agua caliente y arreglándole para las raras veces en que él salía a medianoche, pues tenía miedo a salir antes de que el polvo del día se hubiese posado. Cuando salía daba a Céleste un informe completo de lo que vestían las mujeres, de quién engañaba a quién, de qué parentesco tenían con la gente que él había conocido en su juventud, etcétera. Nunca le pedía que se sentase, sino que la tenía de pie durante horas, mientras él relataba excitadamente sus impresiones desde la cama. Ella se retiraba a las ocho o las nueve de la mañana, y se despertaba alrededor de las dos de la tarde.

La gran preocupación de Céleste era el café matutino (o el de la tarde) de Marcel. Tenía que estar preparado en el momento en que él llamaba, pero en prepararlo tardaba como poco media hora, pues a él le gustaba que el agua se filtrara gota a gota a través de los granos para obtener la “esencia” de café más espesa y fuerte posible. Tampoco soportaba el café recalentado, que detectaba al instante por su sabor a quedado; si Proust no llamaba poco después de que el café estuviese hecho, había que tirarlo y empezar de nuevo todo el proceso.

p. 136


A Gide le dijo que para alcanzar el orgasmo necesitaba reunir muchos elementos infrecuentes. El voyeurismo y la masturbación parecen haber sido sus dos actividades eróticas principales, al menos con amantes ocasionales. Y en las memorias de varios escritores que le conocieron se refiere el episodio de que mientras praacticaba el sexo profanaba las fotografías de su madre, escupiendo sobre ellas o profiriendo injurias (Proust, por supuesto, jamás mencionó nada a ese respecto, si es que el hecho era cierto). Bien es verdad que esta posibilidad cobra cierta verosimilitud si se piesa en las docenas de extrañas alusiones a fotos que hace Proust en su obra, entre ellas los insultos que lanza al retrato de Vinteuil la amante de su hija lesbiana antes de que las dos mujeres se entreguen a una lujuria orgiástica. La insistencia de Marcel en que sus amigos le enviasen retratos fotográficos firmados adquiere un brillo escabroso a la luz de lo que sabemos acerca del uso que hacía de esas fotos, cuando menos en su imaginación. También estaba sumamente atento a cualquier oportunidad de perpetrar una profanación, y en una carta asegura a un corresponsal que no tenía malos pensamientos, por ejemplo, cuando hablaba del “placer” de entrar en una iglesia: un doble sentido que a ninguna otra persona se le habría ocurrido.

pp. 138-139


A diferencia de otros modernistas (Stein, Joyce, Pound), que rechazaron el estilo confesional en favor del experimento formal, Proust fue un cíclope literario, si por ello se entiende que era un ser con un único y gran “yo” en el centro de su consciencia (por mucho que el narrador en primera persona coincida solo ocasionalmente con el Marcel Proust literal). Cada página suya es la transcripción de una mente pensante; no es el desordenado flujo de consciencia de una Molly Bloom o un Stephen Dedalus, que constituyen personajes dramáticos con un vocabulario único y una gama de preocupaciones individualizada, sino más bien las cavilaciones plenamente concertadas, incesantes y disciplinadas de una mente, una voz: el intelecto soberano.

Puede que Proust sea más accesible hoy día a los lectores que en el pasado, pues a medida que su vida se aleja en el tiempo y la historia de su época se va difuminando, se le lee más como un fabulador que como un cronista, más como un creador de mitos que como artista que pronuncia el adiós a la Belle Époque. En este nuevo contexto, se nos muestra como el sinfonista supremo del espíritu. Ya no cotejamos sus relatos con una realidad que conocemos. Leemos, por el contrario, sus fábulas de castas y de lascivia, de virtud familiar y vicio social, de los estragos de los celos y los consuelos del arte no como crónicas sino como cuentos de hadas. Proust es nuestro Sahrazad.

Claro que también es un escritor popular porque escribe sobre el mundo brillante: el de los ricos, nobles, artistas. Y escribió sobre el amor. No parece importar que llegara a despreciarlo, que lo demoliese, que lo redujera a sus términos más sórdidos, más mecánicos, hasta hidráulicos, por lo cual entiendo que no sólo desmitificó el amor, sino que también lo deshumanizó, convirtiéndolo en un reflejo pavloviano. El amor que Swan siente por Odette no es en absoluto un homenaje a sus encantos o a su alma. De hecho, Swan conoce perfectamente que los atractivos de Odette se están marchitando y que su alma es vulgar. Además, como se dice a sí mismo en la última frase de Un amor de Swan: “¡Cada vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!”. 

 

Los lectores modernos apreciamos los brillantes e incansables análisis que hace Proust del amor porque tampoco damos el amor por sentado. Los lectores de hoy siempre convierten lo personal en público, lo íntimo en político, lo instintivo en filosófico.

Puede que Proust atacara el amor, pero sabía mucho al respecto. Al igual que nosotros, no daba nada por sentado. No estaba envanecido ni se sentía feliz de su experiencia. Leemos a Proust porque sabe muchísimo de los lazos entre la angustia infantil y la pasión adulta. Le leemos porque, a pesar de su inteligencia, desprecia las valoraciones razonadas y sabe que solo el tortuoso conocimiento que el sufrimiento nos reporta es realmente útil. Le leemos porque sabe que en en estadio terminal de la pasión no amamos ya al ser amado; el objeto del amor ha sido eclipsado por el amor mismo: “Y aquella enfermedad amorosa de Swan se había multiplicado tanto, se enlazó tan íntimanente a todas las costumbres de Swan, a sus actos, a sus pensamientos, a su salud, a su sueño, a su vida, a lo que deseaba para después de la muerte, que ya no formaba más que un todo con él, que no era posible arrancársela sin destruirlo a él, o, para decirlo en términos de cirugía, su amor ya no era operable”.

Puede que Proust nos esté diciendo que el amor es una quimera, una proyección de fantasías suntuosas sobre una superficie indiferente y ciertamente miesteriosa, pero esas fantasías son indudablemente hermosas, atisbos del paraíso: el paraíso artificial del arte. No sé si muchos lectores emularían el rechazo de Proust hacia la vida crepidante y dolida en favor del arte glacial e inmóvil; pero su enérgica visión de lo transitorio sin duda nos afecta. La ascensión y caída de los amores individuales, a pequeña escala, y, a gran escala, de todas las clases sociales, la revolución constante de los sentimientos y la posición social, son temas que Proust ensayó y que nosotros hemos vivido. Proust es el primer escritor contemporáneo del siglo XX porque fue el primero en describir la inestabilidad permanente de nuestro tiempo.

pp. 156-159



martes, 1 de abril de 2014

"Pongo mi espíritu", Angélica Liddell






PONGO MI ESPÍRITU


Pongo mi espíritu en la sala de autopsias
para no satisfacer el orgullo de los médicos. 
Pongo mi espíritu en la sala de autopsias
porque quiero molestar a la comunidad de los hombres
fuertes desobedeciendo. 
Desobedeceré.

Los hombres duros tienen el poder
pero yo, mujer, tengo el asco por los hombres.

Y viviré enriquecida y empobrecida por el dolor
y el desconsuelo será mi única certeza
y sólo me afligiré con los que se afligen
y sólo acompañaré a los que se sientan culpables
y sólo escicharé a los que pidan perdón
y sólo defenderé la inocencia de los dementes
y sólo abrazaré a los débiles.
Me expongo voluntariamente, yo mujer.
a vuestros insultos y humillaciones
para fortalecer la repulsión que siento por todos voso-
tros, hombres.

Jamás volveré a emplear palabras indoloras.
La venganza femenina seguirá siendo el tema principal.
Ningún hombre ha conseguido igualar en belleza a una
mujer aireada.
EL destino de la belleza está, por tanto, en mis manos.
Desobedeceré.

Y copularé con todos mis hijos para convertirlos en hom-
bres débiles.
Daré inicio de este modo a una estrirpe de incapaces.
Ninguno de ellos ejercerá más violencia que la que se 
emplea para respirar.
La guerra tiene lugar para oponerse a la muerte.
Con mi incesto doy el primer paso para oponermea la 
fuerza.
Hubo un tiempo en que los humanos eran despedaza-
dos por los tigres.
Y engullidos por los tiburones. 
Y no hacían falta sepulturas. 
Yo acabaré con los hombres fuertes sin cavar ni una sola
fosa.
SImplemente desobedeciendo.
Ofreceré resistencia armada con mi sexo. 
Desobedeceré.
Mi lanzamiento de bombas ofensivas.
Mi mano en el Mauser.
Mis hijos amados, mi Mauser. 
Mishijosyyoasombraremosalmundoconnuestroexceso.
Porque el aprendizaje no puede existir sin asombro.
Después de salir cada noche de mi cuerpo
mis hijos asombrarán al mundo de los hombres fuertes.
Con su inconmensurable bondad,
con su inconmensurable anemia,
con su inconmensurable pereza,
haré de la insignificancia un valor. 
Mis hijos serán hombres buenos que no sirvan para nada. 
Mis hijos serán hombres buenos que no sirvan para nada. 
Mis hijos serán hombres buenos que no sirvan para nada. 
Y de ese modo, vosotros, hombres fuertes
tan ansiosos de reglas y disciplina,
gordos de mentiras y promesas incumplidas,
apestados por la ambición,
ventosas arrogantes.
Vosotros,
que cuanto más culpables sois más defendéis vuestra ino-
cencia,
Vosotros,
que cuanto más atormentáis a aquellas que sabéis que os 
aman 
más defendéis vuestra inocencia.
Vosotros,
que cuento más crueles y sucios sois más defendéis vues-
tra inocencia.
Vosotros,
que cuanto más pedís y menos dais más defendéis vues-
tra puerca inocencia.
Vosotros, hombres,
que seríais capaces de prenderle fuego a una de vuestars
víctimas ya carbonizadas
y seguir defendiendo vuestra puta inocencia.
Vosotros,
cerdos egoístas de dientes blancos,
seréis vencidos por unos niños apáticos y temblorosos.
Y todo el dolor que habéis causado
os será devuelto con la rabia de una tormenta.

Defenderé mi incesto con mi aflicción.
Cuanto más frágiles sean mis hijos después de cada cópula
más bellas serán las descripciones de los paisajes.
Cuanto más atormentadas estén nuestras carnes,
más bellas serán las descripciones de los paisajes.

Dibujaremos una raya en el suelo.
Vosotros allí, hijos míos, 
y yo en el extremo opuesto reproduciendo posturas me-
lancólicas como en un gimnasio.
Los amantes infames que me hicieron perder el interés
por la vida
fríos y crudos como moluscos,
lacayos de la ingratitud,
orgullosos de su desafecto,
serán aniquilados por la grandeza de nuestra acción
y la grandeza de nuestra angustia.
Cuanto mayor sea nuestro amor, hijos míos, 
más ridículos y absurdos parecerán ellos.
La angustia vendrá en nuestra ayuda. 
No tengáis miedo.
Después de nosotros el viento será el único soldado.
Si nos ponemos de parte del viento arrancaremos las
carreteras para hacer desaparecer las direcciones.
Despedazad mi pobre anatomía.
Sin brazos y sin piernas mi cuerpo parecerá un cohete
y vosotros seréis las estrellas
y algún día moriré de una enfermedad imprecisa,
como los animales,
sin que nadie sepa que he muerto. 
Demasiados indignos he conocido ya.
Demasiado estruendo en las pocilgas.
Demasiados hombres metálicos.
Demasiados insensibles.
Será un descanso morir sola.
Venid a la cama, hijos míos,
y penetradme una vez más con vuestros sexos.
Tened cuidado.
Estamos fabricando a los hombres más frágiles del mundo.  

martes, 5 de febrero de 2013

Por favor, Mátame. Prólogo



LOU REED: comíamos copos de avena día y noche, y donábamos sangre, entre otras cosas, o posábamos para aquellos tabloides semanales que costaban diez o quince centavos. Una vez publicaron mi foto, y el texto decía que yo era un maníaco sexual de Kansas que había asesinado a catorce niños, lo había grabado todo, y escuchaba la cinta a media noche dentro de un granero. El texto que acompañaba la foto de John Cale decía que había matado a su amante porque éste iba a casarse con su hermana, y él no quería que su hermana se casara con un maricón.


JOHN CALE: En 1965, Lou Reed ya había escrito “Heroin” y “Waiting For The Man”. Conocí a Lou en una fiesta, donde tocó esas canciones con una guitarra acústica; y no le presté demasiada atención, porque la música folk me parecía un coñazo. Odiaba a Joan Baez y a Dylan. ¡Cada canción era una maldita pregunta! Pero Lou insistió en que leyera las letras, y no se parecían en nada a lo que cantaban Joan Baez y toda aquella gente.

En aquella época, yo tocaba con La Monte Young en el Dream Syndicate, y el concepto de grupo era aguantar una sola nota durante dos horas.

BILLY NAME: La Monte Young era el mejor camello de Nueva York. Tenía las mejores drogas. Unos ácidos enormes y buenísimos, opio, también tenía hierba.

Cuando ibas a casa de La Monte y Marian, pasabas allí un mínimo de siete horas, y no era raro que acabases quedándote dos o tres días. Parecía un fumadero turco; todo por el suelo, collares, y un costo muy bueno, gente de la calle que entraba y pillaba, y aquella música, aquel zumbido incesante.

La Monte daba actuaciones que se prolongaban durante días; los músicos llegaban y se iban añadiendo. Se trataba de aguantar una sola nota durante mucho tiempo. Era la época en la que John Cale rondaba por allí.

STERLING MORRISON: Al principio nos iban los tranquilizantes, tomábamos torazina y barbitúricos. Los seconales y la torazina eran muy populares. Los conseguías de los médicos, siempre había alguien que tenía una receta. Era buen material, de farmacia, fiable.

Solían dar torazina a los psicóticos peligrosos. Te subyuga. Te pone en un estado catatónico, ja, ja,
ja. Yo me la tragaba con alcohol y a la mañana siguiente miraba a ver si todavía estaba vivo.



RONNIE CUTRONE: Al salir del ascensor de la Factory, Paul Morrisey había colocado un cartel en la puerta que decía PROHIBIDO METER DROGAS. Mientras, todo el mundo se estaba inyectando en las escaleras. Dentro de la Factory nadie tomaba drogas, excepto Andy, que tomaba obetroles, unas pastillas naranjas de anfetamina. Tomaba una al día para pintar, porque era adicto al trabajo. Todos los demás nos inyectábamos en la escalera.

Pero sólo metadrina (Metanfetamina). Éramos unos puristas. Había otra gente que tomaba ácido. Por aquella época había dejado el ácido y estaba más con la metadrina, porque tenías que estar despierto. La palabra “despierto” tiene connotaciones buenas, ya sabes, como la canción de Stevie Wonder, pero nosotros la cambiamos de significado hacia algo así como “rígido” y “paranoico”. Por lo tanto: metadrina.

ED SANDERS: Yo conocía a Andy Warhol antes de que se rodease de aquellos tipos con pinta de navajeros. Por eso dejé de ir por allí, ya no me sentía cómodo. Se volvió un poco vicioso. Aquella gente me daba asco. Les llamábamos “A-Heads”, de Anfetamínicos. Porque iban todos de speed.

De hecho, mi incursión en el cine se limitó al documental que hicimos sobre los consumidores de anfetamina. Alquilé un viejo loft en la calle Allen y compré un par de onzas de anfetamina. Las puse en medio de la habitación y coloqué luce alrededor. Mi única condición era poder rodarlo todo, para hacer el documental, que se titulaba Amphetamine Head. Corrí la voz, y aquello se llenó de anfetamínicos. Disparaban tinta sobre un lienzo con sus jeringuillas y luego usaban esa mima jeringuilla para chutarse. Hubiese sido una buena película, pero la policía confiscó el metraje.


SUSAN PILE: La gente hacía cosas extrañas cuando se metían speed. Hubo un tío que apareció en el Max's Kansas City con el brazo en cabestrillo. Todo el mundo le dijo, “¿Qué te ha pasado”.

Y él dijo, “Oh, me metí speed y no pude parar de tocarme el pelo en tres días”

Imagen tridimensional de la molécula de la anfetamina

BILLY NAME: Lou, Mary Woronov y yo solíamos ir al Max's Kansas City, y luego a discotescas gay del Village, como el Stonewall. Cerraban a la cuatro, pero Lou y yo todavía llevábamos marcha por la metradina que nos habíamos metido. Entonces íbamos a los after hours donde podía seguir bailando. Luego se hacía de día, y Lou y yo nos arrastrábamos a la Factory y nos enrollábamos. No era una relación seria, sólo éramos amigos para pasar el rato.

MARY WORONOV: No queríamos ir a San Francisco, California era muy rara. No éramos como ellos para nada. Nos odiaban. Para empezar, nosotros vestíamos de cuero negro, ellos con colores chillones. Ellos decían, “¡No veas, tío, qué pasada”; nosotros leíamos a Jean Genet. Nosotros éramos sadomasoquistas y ellos pregonaban el amor libre. Nos gustaban los gays, y la Costa Oeste era totalmente homofóbica. De modo que nos veían como a unos depravados, y nosotros a ellos como unos estúpidos.

MAURENN TUCKER: No me gustaba toda aquella mierda de paz y amor.

RONNIE CUTRONE: Tienes que darte cuenta también de que íbamos puestos de metadrina nueve días a la semana. Así que incluso ahora, no sé qué era verdad y qué no, porque cuando te mantienes en pie durante nueve días seguidos, cualquier cosa puede pasar, la paranoia es tan densa que se puede cortar con un hacha.

ULTRA VIOLET: Valerie Solanis asustaba un poco, pero me gustaba, porque creo que era brillante. Si lees su Manifiesto, SCUM –siglas de The Society for Cutting Up Men- es una locura, pero es brillante e ingenioso. No soy feminista, pero cuando leí el manifiesto pensé que tenía bastantes puntos acertados, como que los hombres llevaban controlando el mundo desde Adán y que ya era hora de parar eso. 




jueves, 31 de enero de 2013

Tiempo del corazón, Correspondencia Bachmann-Celan

 




Paul Celan a Ingeborg Bachmann, Fráncfort del Meno, 9 de diciembre de 1957

Fráncfort, lunes por la noche

Ingeborg, mi querida Ingeborg:
Después volví a mirar desde el tren, tú también te habías dado la vuelta, pero yo ya estaba demasiado lejos.
Después vino el nudo en la garganta, feroz.
Y luego, cuando volví al compartimento, sucedió algo muy extraño. Fue tan extraño que me entregué, durante todo un trayecto (…)

Entonces: volví al compartimento y tomé tus poemas de la cartera. Para mí fue como ahogarse en lo totalmente claro y transparente.

Cuando levanté la vista, noté que la joven que tenía el asiento de la ventanilla sacaba Akzente, el último número, y comenzaba a hojearlo. Estuvo pasando hojas y hojas, mi mirada, que podía seguir esa hojeada, sabía que vendrían tus poemas y tu nombre. Y vinieron, y la mano que pasaba las hojas se detuvo. Y vi que ya no hojeaba más, que los ojos leían, una y otra vez. Una y otra vez. Me sentí tan agradecido. Luego pensé por un instante que podría tratarse de alguien que te había escuchado en alguno lectura, que te había vito y reconocido.

Y entonces quise saberlo. Y pregunté. Y dije que la de antes era tú.

E invité a la dama —una joven escritora que había llevado un manuscrito a Desh, en Múnich, y que también escribe poemas, según contó— a una taza de café. Y entonces me dijo cuánto te admira.

Estoy seguro de que no dije nada imprudente, Ingeborg, pero ella probablemente ya lo había adivinado, es que fue un acontecimiento para ella.

Luego le regalé mis dos libros de poemas y le pedí que los leyera cuando yo me hubiera bajado del tren.

Era una mujer joven, de unos 35 años, ahora sin duda está al tanto, pero no creo que lo divulgue. Realmente no lo creo. No te enojes, Ingeborg, por favor no te enojes.

Fue tan extraño, tan de nuestro mundo. La persona a la que se lo debo tenía derecho a saber a quién tenía enfrente. Dime algo al respecto, una palabra... ¡por favor! (…)

Tengo que volver a verte, Ingeborg, porque te quiero
Paul

(pp. 88-89)
* * * * *





Ingeborg Bachmann a Paul Celan, Uetikon am See, 5 de agosto de 1959

Mi querido Paul:

Es tanto lo que quiero responderte; empiezo por el final. Como en Roma la cosa iba tan mal, me fui de repente, a Scuol, y luego vi que era lo correcto, y ahora Max [Frisch, entonces su compañero] y yo estamos otra vez en Uetikon.

Me alegra que se hayan visto una vez más, pero ¡cuánto me hubiera gustado estar yo también! Después de ustedes enseguida empezó en gran frío en la Engadina, la encontré ya otoñal, casi invernal, en los pasos había nieve reciente. Pero cuando el tiempo mejore quizás vayamos otra vez por unos días a Sils Maria, y entonces haré el camino que me mencionaste en tu última carta. (…)

(…) Hablas de las concesiones que ya hacemos todos, eso es lo que más me ha afectado porque he tenido muy poco esa sensación con respecto a mí hasta ahora: para mí la concesión empieza con Fránfort1, porque temo hacer algo que jamás quise hacer y ahora estoy buscando una salida. Como es casi imposible cancelarlo, voy a intentar enfrentar el peligro que veo evitando explayarme sobre cuestiones literarias, evitando hablar “sobre”, para no agregar más palabrerío al palabrerío.

(…)

Hoy me llamó el señor Neske, por la colaboración para la edición en homenaje a Heidegger, y tengo que preguntarte algo al respecto porque para mí forma parte de la concesión. Por favor, dame una breve respuesta si puedes, no sé qué hacer. Hace años escribí un trabajo crítico sobre Heidegger, y aunque no le doy importancia a ese ejercicio de aplicación obligatorio, jamás cambié mi postura respecto a Heidegger, su error político sigue estando para mí fuera de toda discusión, también sigo viendo que el punto débil está en su pensamiento, en su obra, y al mismo tiempo también sé, porque realmente conozco su obra, qué importancia y qué nivel tiene esa obra, frente a la cual mi posición nunca será sino crítica. A eso se suma además que si por fin se hace la edición alemana de Wittgenstein, me gustaría hacer la introducción, y en caso de no hacerla será porque temo que mi capacidad no sea suficiente, pero sería una necesidad sincera.

Hace mucho tiempo que sé que me piden una colaboración para el homenaje, y también quería entregarla, me alegró enterarme de que Heidegger conoce mis poemas, pero la vacilación no confesada desde mace meses ahora es confesa. (Si le digo que no a Neske, será sin explicaciones, porque no quisiera un parloteo innecesario, ni ofensas, solamente quisiera comportarme correctamente ante mí misma y preguntarte. Y sobre todo no quisiera confundirte a ti, por tu aceptación, porque no hay un comportamiento esquemáticamente correcto; eso significaría privarnos de toda vitalidad.)

Te vuelvo a escribir pronto. Pienso mucho en ti.
Tuya
Ingeborg.
(pp. 134-137)

* * * * *

Paul Celan a Ingeborg Bachmann, París, 10 de agosto de 1959

No es fácil responder a tus preguntas, pero voy a intentarlo, ahora mismo.

Sobre el homenaje a Heidegger: Neske me escribió hace unos días, la carta tiene una lista adjunta, yo estoy en esa lista sin haber sido consultado, es decir, sin que Neske, a quien hace un año le dije que si me comunicaba primero los nombres de los otros participantes yo también pensaría en una colaboración, haya cumplido su promesa. Es decir que no lo hizo; más bien, yo estoy (y eso tiene sin duda sus razones —bastante baratas—) en esa lista y ahora resulta que debo Mandra mi poema lo antes posible… Ése es entonces el contexto, y ese contexto me da que pensar también en otro sentido. De modo que no voy a mandar nada. Pero así Neske me lo ha hecho fácil, seguramente no por casualidad. Veo también que no está Martin Buber, de quien Neske en su momento me dijo que también había prometido una colaboración. Hasta ahí lo inmediato. Queda Heidegger. Sin duda yo soy el último, tú lo sabes, que puede mirar para otro lado con respecto al discurso del rectorado de Friburgo y algunas cosas más; pero también me digo, sobre todo ahora que tengo mis experiencias sumamente concretas con antinazis tan patentados como Böll o Andersch, que aquel que tiene sus errores atragantados, que no hace como si jamás hubiera fallado, que no disimula la mácula que lleva adherida, es mejor que aquel que se ha instalado en la intachabilidad que mostró en su momento (tengo que preguntarme, y tengo razones para hacerlo: ¿realmente y en todas sus partes fue intachabilidad?) con toda comodidad y lucro, con tanta comodidad que puede permitirse aquí y ahora —claro que sólo “en privado” y no en público, porque eso daña el prestigio, como se sabe— las bajezas más notorias. En otras palabras: puedo decirme que Heidegger tal vez comprendió algunas cosas; veo cuánta infamia hay en un Andersch o un Böll; veo, además, que el señor Schnbel, “por una parte”, escribe un libro sobre Ana Frank y con generosidad insoslayable dona los honorarios de ese libro para no sé qué fines de reparación; y que el mismo señor Schanabel. “por otra parte”, le otorga un premio al señor Von Rezzori por su libro, que sabe presentar (¡en qué contexto!) de un modo tan bonito y tan divertido, y tan chistoso, ¿no?,) todo el antisemitismo “pre-nazi”, vale aclarar (y luego, cuando yo lo reconvengo —¿pero porque tengo que ser tan luego yo cuando se trata de este tema? —, se muestra enormemente vulnerado por la “forma” en la que lo hice).

Esto, mi querida Ingeborg, es lo que veo, es lo que veo hoy.

Y ahora tu lectorado en Fráncfort: yo tenía, tengo —y no estaría bien no decírtelo— verdaderos reparos. Dejando de lado que así el gremio (y no solamente él) “se adorna” con la poesía, por decirlo de algún modo —y perdona, pero es que eso forma parte del pavoneo de Alemania Federal, de esa manera “somos” tan refinados como en Oxford—; dejando de lado que al deleitar el ánimo con el poema (porque se tiene un programa, y de ese programa también forma parte, como todos confirman, también un “tercer canal”) se demuestra perfectamente la “capacidad” de ese ánimo; dejando de lado todo eso (y alguna otra cosa más), no creo para nada que la poética pueda ayudar a la poesía a llegar al lugar hacia el que se puso en marcha bajo nuestros cielos sombríos. Pero, y no es que lo diga porque ya no puedes cancelar todo el asunto, pero: inténtalo de todos modos, hazlo. Algo que tal vez por ahora no ves con total claridad, una pequeña invisibilidad, un tartamudeo ocular ante lo supuestamente clarísimo, te ayudará sin duda a realizar alguna que otra comunicación real. (Observación al margen: yo estoy absolutamente por lo articulado.)

(…)

¡Saluda a Max Frisch!
Tuyo
Paul

¿Vienes a Wuppertal a fines de octubre?

(pp. 137-140)

* * * * * 



 
Paul Celan a Ingeborg Bachmann, París, 12 de noviembre de 1959

Te escribí el 17 de octubre, Ingeborg, te escribí por necesidad. EL 23 de octubre, al no haber recibido todavía ninguna respuesta, le escribí, también por necesidad, a Max Frisch. Después, como la necesidad perduraba, intenté llamarlos por teléfono, varias veces. En vano.

Habías ido —lo supe por los diarios— al encuentro del Grupo 47 y cosechaste un gran éxito con un relato que se llama “Todo”.

Esta mañana llegó tu carta, esta tarde la carta de Max Frisch. Lo que tú me has escrito, Ingeborg, lo sabes.

Lo que Max Frisch me ha escrito también lo sabes.

Sabes también —o más bien: supiste alguna vez— lo que he intentado decir en la “Fuga de la muerte”. Sabes —no, sabías, por eso tengo que recordártelo ahora— que la “Fuga de la muerte” para mí también es lo siguiente: un epitafio y una tumba. Quien escribe sobre la “Fuga de la muerte” lo que el tal Blöcker ha escrito sobre ella, profana las tumbas.

También mi madre tiene sólo esa tumba.

Max Frisch sospecha que soy vanidoso y ambicioso; responde a mi línea de urgencia —sí, no era más que una línea: ¡cuánto creía (insensatamente) poder presuponer— con diversas salidas y conjeturas relativas a distintos problemas del “escritor”, relativas, por ejemplo, a “nuestro comportamiento frente a la crítica literaria en general”. No, aunque supongo que Max Frisch conserva un duplicado de su carta (yo también escribo ahora por duplicado…), tengo que ciar aquí una frase más: “Porque si en su ira llegara a haber aunque más no fuera una chispa de eso / se refiere a los “impulsos de vanidad y de ambición ofendida” /, la invocación de los campos de la muerte sería, me parece, ilícita y monstruosa”. Eso escribe Max Frisch.

Tú, Ingeborg, me ofreces el vano consuelo de mi “fama”.

Por difícil que me resulte, Ingeborg, y me resulta difícil, tengo que pedirte ahora que me escribas, que no me llames, que no me mandes libros; no ahora, no en los próximos meses: por un tiempo largo. Y el mismo pedido le dirijo, por tu intermedio, a Max Frisch. Y, por favor, no me pongan en la situación de tener que devolverles las cartas.

Aunque me vienen a la mente algunas cosas más, no prolongaré esta carta.

Tengo que pensar en mi madre.

Tengo que pensar en Gisèle y en el niño.

¡Te deseo mucha suerte de corazón, Ingeborg! ¡Adiós!

Paul

(pp. 148-149)

* * * * *

Ingeborg Bachmann a Paul Celan, Zúrich, 18 de noviembre de 1959

Mediodía del miércoles

Acaba de llegar tu carta expresa, Paúl, gracias a Dios. Se puede volver a respirar. Ayer traté de escribirle e Gisèle en mi desesperación, la carta está ahí, sin terminar; no quisiera trastornarla, pero sí pedirle ahora encarecidamente a través de ti un sentimiento fraternal, que pueda traducirte mi urgencia, el conflicto, también mi falta de libertad en la carta, que era mala, lo sé, que no podía vivir.

Los últimos días aquí, desde tu carta… Fue espantoso, un tembladeral, al borde de la ruptura, ahora cada uno le ha inferido al otro tantas heridas. Pero no puedo ni debo hablar aquí.

De nosotros tengo que hablar. No puede ser que tú y yo volvamos a desencontrarnos, me destruiría. Dices que ya no estoy contigo sino… ¡en la literatura! Pero, por favor, ¿qué idea descabellada es ésa? Estoy donde estoy siempre, sólo que muchas veces estoy a punto de acobardarme, a punto de derrumbarme por el peso. Aunque sea una sola persona, es difícil cargar con alguien a quien aíslan la autodestrucción y la enfermedad. Tengo que poder más aún, lo sé, y podré.

Voy a escucharte, pero ayúdame tú también escuchándome. Te envío ahora el telegrama con el número y ruego que encontremos las palabras

Ingeborg

(p. 150)

* * * * *




Ingeborg Bachmann a Paul Celan. Zurich, después del 27 de septiembre de 1961, no enviada

Querido Paul,

Hablamos por teléfono hace unos minutos. Pero de todas formas permíteme traar de responder primero a tu carta. No sé si son malentendidos lo que h surgido entre nosotros o algo que requiera una aclaración. Yo lo siento de otra manera: irrupciones de silencio, ausencia de la menor reacción, algo que me vuelve impotente porque solamente puedo plantear conjeturas con las que necesariamente me equivoco, y luego vuelvo a saber de ti, como ahora, a saber lo mal que estás, y sigo tan impotente como en el silencio y no sé cómo salir ni cómo alguna vez podré volver a ser contigo un persona vital y viva. A veces también sé con mucha claridad las razones, algunas cosas, episodios de los peores momentos del año pasado, que no entiendo, que sigo sin entender hasta hoy y que me esfuerzo por olvidar porque no quiero percatarme de ellos, porque no quisiera que los hubieras hecho, dicho, escrito. También ahora quedé otra vez espantada cuando me dijiste por teléfono que tnías que retractarte de algo, en verdad no sé a qué te refieres, pero ya me da miedo otra vez, no tanto porque algo pudiera amargarme como porque percibo cuánto me desanima con respecto a la amistad, en una amistad que vaya más allá de la compasión y de los deseos de que todo cambie para mejor en tu vida. Estos sentimientos me parecen demasiado poco, y también para ti tienen que serlo.

Querido Paul, quizá otra vez éste no sea el momento adecuado para decirte algunas cosas que no son fáciles de decir, peor en verdad no hay momento adecuado, si no ya tendría que haberme resuelto a hacerlo. Creo realmente que la mayor desgracia está en ti mismo. Lo lamentable que viene de afuera —y no es necesario que me asegures que es cierto, porque yo ya lo sé en buena medida— es un veneno, es cierto, pero es posible superarlo, tiene que ser posible superarlo. Ahora sólo puede depender de ti enfrentarlo adecuadamente, ya ves que todas las declaraciones, cada defensa, por adecuada que haya sido, no ha disminuido la desdicha en ti, cuando te oigo hablar me parece que todo está como estaba hace un año, que para ti no valen nada los esfuerzos que ha hecho mucha gente, que lo único que vale es lo otro, la suciedad, la malicia, la necedad. También pierdes amigos porque la gente siente que para ti vale menos, que tampoco su oposición vale donde a ellos les parece necesaria. La oposición fácilmente resulta más desdichada que el acuerdo, pero a veces realmente es más útil, aunque más no sea porque después uno encuentra para sí mismo dónde está el error, mejor que los otros. Pero dejemos a los otros.

De las muchas injusticias y ofensas a las que he estado expuesta hasta ahora, las peores son siempre las que me has inferido tú, también porque no puedo contestar con el desprecio o la indiferencia, porque no me puedo proteger, porque lo que siento por ti sigue siendo demasiado fuerte y me vuelve indefensa. Sin duda para ti se trata ahora en primer lugar de otras cosas, pero para mí, para que pueda tratarse de ellas, se trata en primer lugar de nuestra relación, para que sea posible discutir lo otro. Dices que no quieres perdernos, y para mí yo lo traduzco como “no quiero perderte” porque esta relación superficial con Max ‒sin mí probablemente jamás se hubieran conocido, o en otras condiciones, a las que les doy más chances que a las condiciones generadas por mí‒ asi que digamos honestamente, para no perdernos uno al otro. Y lo que yo me pregunto es justamente quién soy para ti, ¿quién, después de tantos años? Un fantasma, o una realidad que ya no se corresponde con un fantasma. Porque para mí han ocurrido muchas cosas y yo quisiera ser el que soy, hoy ¿y tú me percibes hoy? Eso es justamente lo que no sé, y me desespera. Durante un tiempo, después de reencontrarnos en Wuppertal, creí en este hoy, te confirmé y me confirmaste en una nueva vida, así me pareció, te acepté, no sólo con Gisèle sino también con nuevos movimientos, con nuevos sufrimientos y posibilidades de felicidad que te llegaron después de nuestra época.

Una vez me preguntaste qué pienso de la crítica de Blöcker. Ahora me felicitas por mi libro, o libros, y yo no sé si eso incluye la crítica de Blöcker, todas las otras críticas, ¿o piensas que una frase en tu contra significa más que treinta frases en mi contra? ¿Realmente piensas eso? ¿Y realmente piensas que una publicación que me hostiga desde que existe, como el Forum, se justifica porque se digna defenderte? Querido, no suelo quejarme ante nadie, por las bajezas, pero las recuerdo cuando la gente que es capaz de cometerlas de pronto te invoca. No tienes por qué malinterpretarme.

Puedo soportar todo con toda serenidad, en el peor de los casos con un arrebato ocasional. No se me ocurriría pedirle ayuda a nadie, tampoco a ti, porque me siento más fuerte.

No me quejo. Sin saberlo he sabido que este camino que quería tomar, que he tomado, no está orlado de rosas.

Dices que te arruinan el gusto por tus traducciones. Querido Paul, eso es quizás lo único que ponía un poco en duda, quiero decir, no tus relatos sino sus efectos, pero ahora te creo absolutamente, porque a mí también me han hecho sentir su malignidad los traductores profesionales, con cuya intromisión la verdad es que no contaba. Se divierten hablando de mis supuestos errores, gent que sabe menos italiano, lo cual no me ofendería, y otros que tal vez saben más italiano, pero en todo caso gente que no tiene idea de cómo tendría que ser un poema en alemán. Entiendes: te creo, todo, todo. Pero lo que no creo es que el chisme, la crítica se limiten a ti, porque tranquilamente podría creer que se limitan a mí. Y podría demostrarte que es así, como tú puedes demostrármelo a mí.

Lo que no puedo es demostrártelo cabalmente, porque tiro los anónimos y otros trozos de papel porque creo que soy más fuerte que esos trozos de papel, y quiero que tú seas más fuerte que esos trozos de papel que no significan nada de nada.

Pero tú, tú no quieres darte cuenta de que eso no significa nada, tú quieres que sea más fuerte, quieres que te entierre.

Ésa es tu desgracia, que considero más fuerte que la desgracia que te ocurre. Quieres ser la víctima, pero depende de ti no serlo, y no puedo evitar pensar en el libro que escribió Szondi, en el epígrafe, que me conmovió porque tuve que pensar en ti. Es cierto, vendrá, viene, vendrá ahora de afuera, pero tú no lo apruebas. Y ésa es la cuestión: si tú lo apruebas, si lo aceptas. Pero ésa es tu historia, y no será mi historia si te dejas avasallar por eso. Si lo consientes. Lo consientes. Eso no te lo dejo pasar. Lo consientes y así le allanas el camino. Quieres ser el que naufraga por eso, pero yo no puedo aprobarlo porque es algo que tú puedes cambiar. Quieres que ellos sean culpables de ti, y yo no podré impedir que [tú] lo quieras. Entiéndeme por una vez, desde [ilegible]: no creo que el mundo pueda cambiar, pero nosotros sí podemos, y mi deseo es que tú puedas hacerlo. Concentra tu fuerza en eso, no es el barrendero quien puede hacer[lo], sino tú, únicamente tú. Dirás que pido demasiado de ti para ti. Y es cierto. (Pero también lo pido de mí para mí, por eso me atrevo a decírtelo). No se puede pedir otra cosa. No podré cumplirlo del todo y tú no podrás cumplirlo del todo, pero en el camino hacia allí será mucho lo que desaparezca.

A menudo me amargo mucho cuando pienso en ti, y a veces no me perdono no odiarte, por ese poema, esa acusación de asesinato que has escrito. ¿Alguna vez una persona que amas, un inocente, te ha acusado de asesinato? No te odio, eso es lo demencial, y sin embargo por si alguna vez se corrige y mejora algo: intenta en ese caso comenzar por aquí también, responderme, no con una respuesta, no por escrito sino en los sentimientos, en tus actos. Como en algunas cosas más, no espero una respuesta, una disculpa, porque no hay disculpa suficiente y yo tampoco podría aceptarla. Espero que [al] ayudarme te ayudes a ti mismo, tú a ti.

Te he dicho que la tienes muy fácil conmigo, pero por muy cierto que sea, también es cierto que conmigo la tendrás más difícil que con cualquier otro. Me pone feliz verte venir a mi encuentro en el Hôtel du Louvre, cuando estás alegre y liberado, me olvido de todo y me pone contenta que estés alegre, que puedas estarlo. Pienso mucho en Gisèle, aun cuando no me está dado expresarlo, y menos ante ella, pero realmente pienso en ella y la admiro por una grandeza y una firmeza que tú no tienes. Tendrás que perdonármelo, pero creo que su negación de sí misma, su bello orgullo y su paciencia valen más para mí que tus quejas.

Tú le bastas en tu desgracia, pero ella jamás te bastaría en una desgracia. Yo pido que a un hombre le alcance con que yo lo confirme, pero a ella tú no se lo permites, qué injusticia.

1Se refiere al ciclo de cinco conferencias que Bachmann impartió en 1959 en la Universidad de Fráncfort. Esta conferencias, en principio no destinadas para su publicación, pueden encontrarse en Literatura como utopía, Valencia, Pre-Textos, 2012.