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Cuando
al fin respondió, en abril de 2002, al escándalo creado por la
revelación de innumerables encubrimientos de sacerdotes depredadores
sexuales, el papa Juan Pablo II comentó a los cardenales
estadounidenses citados en el Vaticano: “Una gran obra de arte
puede ser mancillada, pero su belleza permanece; esta es una verdad
que reconoce todo crítico de inteligencia honrada”.
¿Es
extraño que el papa compare la Iglesia católica con una gran --es
decir, hermosa-- obra de arte? Acaso no, pues esta comparación inane
le permite transformar los aberrantes delitos en algo así como las
raspaduras en la copia de una película muda o las grietas en la
superficie de una pintura de un gran maestro, imperfecciones que por
reflexión eliminamos o superamos. Al Papa le gustan las ideas
venerables. Y “la belleza”, en cuanto término que indica (como
la salud) excelencia indiscutible, ha sido un recuro perenne cuando
se dictan evaluaciones perentorias.
La
permanencia, sin embargo, no es uno de los atributos más evidentes
de la belleza; y su contemplación, cuando es experta, puede estar
envuelta en patetismo, el drama que Shakespeare desarrolla en muchos
sonetos. Las celebraciones tradicionales de la belleza en Japón,
como el roto anual de contemplación de los cerezos en flor, son
profundamente elegiacas: la belleza más conmovedora es la más
evanescente. Volver imperecedera la belleza en algún sentido precisó
de muchos retoques y transposiciones conceptuales, pero la idea era
simplemente demasiado seductora, demasiado poderosa, para
desperdiciarla en el elogio a encarnaciones superiores. El propósito
era multiplicar la noción, permitir diversos tipos de belleza,
belleza con adjetivos, ordenada en una escala ascendente de valor e
incorruptibilidad, en la que los usos metaforizados (“belleza
intelectual” “belleza espiritual”) tenían prelación sobre lo
que el lenguaje ordinario encomia como bello: un goce de los
sentidos.
La
belleza menos “enaltecedora” del rostro y de cuerpo aún es el
sitio más comúnmente visitado de lo bello. Pero apenas cabría
esperar que el Papa invocara ese sentido de la belleza en particular
mientras intenta elaborar un informe exculpatorio de varias
generaciones de sacerdotales abusos sexuales infantiles y de
protección de los acosadores. Más a propósito —su
propósito— es la “elevada” belleza del arte. Por más que el
arte parezca una cuestión de superficies y de recepción de los
sentidos, se le ha concedido en general ciudadanía honoraria en el
dominio de la belleza “interna” (en oposición a la “externa”).
La belleza, al parecer, es inmutable, al menos cuando se encarna -se
fija- en forma de arte, porque en el arte la belleza como idea, una
idea eterna, toma cuerpo mejor. La belleza (si se opta por emplear la
palabra de ese modo) es profunda, no superficial; oculta, a veces,
más que evidente; consoladora, no perturbadora; indestructible, como
en el arte, más que efímera, como en la naturaleza. La belleza, de
la clase que se estipula enaltecedora, perdura.
La
mejor teoría de la belleza es su historia. Pensar en la historia de
la belleza significa concentrare en su uso en manos de comunidades
específicas.
Las
comunidades dedicadas por sus líderes a contener lo que se percibe
como una corriente nociva de opiniones innovadoras no tienen interés
alguno en modificar el baluarte que ofrece la noción de belleza en
cuanto encomio y consuelo anodinos. No sorprende que Juan Pablo II –y
la institución de amparo y protección en nombre de la que habla--
se sienta tan cómodo con la belleza como con la idea de bien.
Asimismo,
parece inevitable que cuando, hace casi un siglo, las más
prestigiosas comunidades artísticas dedicadas a las bellas artes se
implicaran en proyectos de innovación drástica, la belleza
estuviera en primera fila entre las nociones que era preciso
desacreditar. La belleza no podía sino parecer un criterio
conservador a los creadores y proclamadores de lo nuevo: Gertrude
Stein sostenía que llamar bella a una obra de arte significa que
está muerta. Bello ha llegado a significar “solo” bello: no hay
elogio más insulso o filisteo.
En otros lugares la belleza
todavía reina, incontenible. (¿Cómo podría ser de otro modo?)
Cuando ese conocido amante de la belleza, Oscar Wilde, anunció en La
decadencia de la mentira,
“Nadie verdaderamente culto […] habla jamás en la actualidad de
la belleza del crepúsculo: los crepúsculos son más bien
anticuados”, estos se tambalearon con el impacto, luego se
recuperaron. Les
beaux arts, conminad
por una llamada semejante a ponerse al día, no lo hicieron. La
exclusión de la belleza como criterio del arte no es ni mucho menos
indicio de que la autoridad de la belleza esté en decadencia. Más
bien testimonia el declive de la creencia de que hay algo llamado
arte.
Incluso
cuando la belleza fue un innegable criterio de valor en las artes, se
la definía de manera lateral, evocando alguna otra cualidad como la
pretendida esencia o sine
qua non de
algo bello. Una definición de lo bello no era más (o menos) que un
encomio de lo bello. Cuando Lessing, por ejemplo, equiparaba la
belleza con la armonía, estaba proporcionando otra idea general de
lo excelente o deseable.
A
falta de una definición en sentido estricto, se suponía que había
un órgano o capacidad para registrar la belleza (es decir, el valor)
en las artes, llamado “gusto”, y un canon de obras discernido por
gente con criterio, buscadores de gratificaciones más enrarecidas,
adeptos entre los entendidos. Pues en las artes –a diferencia de la
vida-- no se suponía que la belleza fuera por necesidad visible,
evidente, obvia.
El
problema con el gusto era que, por más que derivara en periodos de
amplio acuerdo en el seno de las comunidades de los amantes del arte,
surgía de respuestas al arte privadas, inmediatas e irrevocables. Y
el consenso, a pesar de su firmeza, nunca era más que local. Para
tratar ese defecto, Kant –un consagrado universalizador-- propuso
una facultad del “juicio” distintiva, con principios discernibles
de carácter general y perdurable; los gustos legislados por esa
facultad del juicio, si se habían meditado como es debido, deberían
ser propiedad de todos. Pero el “juicio” no tuvo el efecto
previsto de reforzar el “gusto” o de volverlo, en algún sentido,
más democrático. Por una parte, el gusto como juicio fundado en
principios era difícil de aplicar, pues su relación con las obras
de arte consideradas irrefutablemente grandes o bellas era muy
endeble, a diferencia del flexible criterio empírico del gusto. Y el
gusto es en la actualidad una noción mucho más endeble y vulnerable
que a finales del siglo XVIII. ¿El gusto de quién?
O,
con más insolencia: ¿Quién
lo
afirma?
A
medida que la posición relativista en asuntos culturales ejercía
mayor presión en las antiguas valoraciones, las definiciones de la
belleza –las descripciones de su esencia-- se vaciaron más. La
belleza ya no podía ser algo tan positivo como la armonía. Para
Valéry, la naturaleza de la belleza es que no puede definirse; la
belleza es precisamente “lo inefable”.
El
fallo de la idea de belleza refleja el descrédito del prestigio del
juicio mismo como algo posiblemente imparcial u objetivo, y no
siempre interesado o autorreferencial. También refleja el discurso
de los discursos en las artes. La belleza se define como la antítesis
de lo feo. Es evidente que no se puede afirmar que algo es bello si
no se está dispuesto a afirmar que algo es feo. Pero cada vez hay
más tabúes relativos a calificar algo, cualquier cosa, de feo.
(Para explicarlo: no se vea primero el avance de lo llamado
“políticamente correcto”, sino el desarrollo de la ideología
del consumismo y luego la complicidad de ambos.) el meollo es
encontrar lo bello en lo que hasta entonces no había sido así (o:
la belleza en lo feo).
De
igual modo, hay cada vez más resistencia a la idea de “buen
gusto”, es decir, a la dicotomía buen gusto / mal gusto, salvo en
ocasiones que permiten celebrar la derrota del esnobismo y el triunfo
de lo que se menospreciaba como “mal gusto”. En la actualidad, el
buen gusto parece una idea aún más retrógrada que la de belleza.
El arte y la literatura, difíciles, austeros, de la “modernidad”
parecen ya anticuados, una conspiración esnob. La innovación es
ahora relajación; el arte facilón actual ha dado luz verde a todo.
En el ambiente cultural de años recientes que favorece el arte más
fácil de usar, lo bello parece, si no obvio, pretencioso. La belleza
continúa recibiendo una paliza en las denominadas, de modo absurdo,
nuestras batallas culturales.
Que
la belleza se aplicara a algunas cosas y no a otras, que fuera un
principio de discriminación,
fue
antaño su fuerza y su atractivo. La belleza pertenecía a la familia
de nociones que establecen rangos y concordaba con un orden social
impenitente respecto de la condición, la clase, la jerarquía y el
derecho a la exclusión.
Lo
que había sido una virtud del concepto se convirtió en su lastre.
La belleza, que antaño había parecido vulnerable por demasiado
general, laxa, porosa, se reveló –por el contrario-- demasiado
excluyente. La discriminación, antaño una facultad positiva
(equivalente a juicio refinado, criterios exigentes, rigor), se
volvió negativa: significó prejuicio, intolerancia, ceguera ante
las virtudes de lo que no era idéntico a sí mismo.
El
paso más contundente y exitoso en contra de la belleza provino de
las artes: la belleza –y la preocupación por la belleza--, era
restrictiva; como lo expresa el giro actual, elitista. Nuestras
valoraciones, al parecer, podrían ser mucho más incluyentes si
afirmáramos que algo es “interesante” en lugar de bello.
Por
supuesto, cuando la gente afirmaba que una obra de arte era
interesante, no indicaba con ello que forzosamente le gustara; solo
indicaba que creía que debía gustarle. O que le gustaba, de algún
modo, aunque no fuera bella.
O
podía calificar algo de interesante para evitar la banalidad de
llamarlo bello. La fotografía fue el arte en el que “lo
interesante” triunfó primero, y desde el principio: el nuevo modo
de ver fotográfico propuso que todo fuera un tema potencial para la
cámara. Lo bello no habría podido aportar esa variedad de asuntos;
y pronto llegó a parecer conservador desecharlo como juicio. De la
fotografía de un crepúsculo, un crepúsculo bello, cualquiera con
un mínimo nivel de refinamiento verbal bien habría preferido decir:
“Sí, la fotografía es interesante”
¿Qué
es interesante? Sobre todo lo que antes no se ha considerado bello (o
bueno). Los enfermos son interesantes, como señala Nietzsche. Los
perversos también. Calificar algo de interesante implica desafiar
las antiguas categorías del elogio; semejantes juicios pretenden que
se les tenga por insolentes o al menos por ingeniosos. Los entendidos
en “lo interesante” --cuyo antónimo es “lo aburrido”--
valoran el conflicto, no la armonía. El liberalismo es aburrido,
declaró Carl Schmitt en El
concepto de lo político, escrito
en 1932. (Al año siguiente se unió al partido nazi.)
Una
política guiada por principios liberales carece de drama, sal,
conflicto, en tanto que las políticas vigorosas y autocráticas –y
la guerra-- son interesantes.
El
uso prolongado de “lo interesante” en cuanto criterio de valor ha
debilitado, de modo inevitable, su mordacidad transgresora. Lo que
queda de la insolencia de antaño radica sobre todo en su desdén
hacia las consecuencias de las acciones y de los juicios. En cuanto a
la verdad de la atribución: eso ni siquiera se tiene en cuenta. Algo
se califica de interesante precisamente para no tener que comprometer
un juicio sobre la belleza (o la bondad). Lo interesante es sobre
todo en la actualidad un concepto consumista, propenso a ampliar su
dominio: cuantas más cosas se vuelven interesantes, más crece el
mercado. Lo aburrido –entendido como una ausencia, un vacío--
implica su antídoto: las afirmaciones promiscuas y vacías de lo
interesante. Su peculiar modo no concluyente de vivir la realidad.
A
fin de enriquecer esta deficitaria perspectiva de nuestras vivencias,
se debería aceptar una noción plena de aburrimiento: la depresión,
la ira (desesperación reprimida). Entonces se podría comenzar a
trabajar en pro de una noción plena de lo interesante. Pero a esa
calidad de vivencia –de sentimiento-- es probable que no se quiera
ya
denominarla interesante.
La
belleza puede ilustrar un ideal, una perfección. O puede provocar,
por su identificación con las mujeres (o más precisamente, con la
Mujer), la ambivalencia consabida que proviene de la añeja
denigración de lo femenino. Mucho descrédito de la belleza necesita
ser entendido como resultado de la inflexión de género. La
misoginia, asimismo, puede subyacer al impulso de metaforizar la
belleza, promoviéndola así fuera del ámbito “meramente”
femenino, de lo poco serio, de lo especioso. Pues si las mujeres son
veneradas por ser bellas, se las menosprecia por estar o mantenerse
bellas. La belleza es teatral, está para ser contemplada y admirada;
y la palabra puee aludir tanto a la industria (revistas de belleza,
salones de belleza, productos de belleza) –el teatro de frivolidad
femenina--, como a las bellezas del arte y la naturaleza. ¿Cómo
explicar de otro modo la asociación de la belleza –es decir, las
mujeres-- con la tontería? Estar preocupado por la belleza propia es
exponerse a la acusación de narcisismo y frivolidad. Considérense
todos los sinónimos de bello, comenzando por lo “precioso” y lo
meramente “bonito”, que piden a gritos una transposición viril.
Aunque “magnífico” se aplica tanto como “bello” al aspecto,
parece –libre de asociaciones con lo femenino-- un modo de elogiar
más sobrio y más efusivo. La belleza no se asocia por lo general
con la gravedad. Así, se prefiere calificar un vehículo de imágenes
punzantes de la guerra y de la atrocidad de “libro magnífico”,
como hice en el prólogo a una compilación de fotografías de Don
McCullin, por si calificarlo de “libro bello” (que lo era)
pudiera parecer una afrenta a su tema pavoroso.
Por
lo general, se supone que la belleza es, casi de modo tautológico,
una categoría “estética”, lo que la enfrenta, para muchos,
directamente con la ética. Pero la belleza, aun la belleza en su
modo amoral, nunca está desnuda. Y la atribución de belleza siempre
está mezclada con valores morales. Lejos de ser polos opuestos lo
ético y lo estético, como insistieron Kierkegaard y Tolstoi, lo
estético mismo es un proyecto casi moral. Los argumentos sobre la
belleza desde Platón están llenos de preguntas acerca de la
correcta relación con lo bello (lo irresistible, apasionadamente
bello), que se cree fluye de la naturaleza misma de la belleza.
La
perenne tendencia a hacer de la belleza un concepto binario, a
dividirlo entre belleza “interna” y “externa”, “elevada”
e “inferior”, es el modo habitual en que los juicios morales
colonizan los juicios de lo bello. Desde un punto de vista
nietzscheano (o wildeano), esto podrá ser erróneo, pero a mí me
parece inevitable. Y la sabiduría alcanzada gracias a un profundo
compromiso de por vida con lo estético no puede ser, me aventuro a
afirmar, duplicada por ningún otro género de seriedad. En efecto,
las diversas funciones de la belleza se aproximan a una verosímil
caracterización de la virtud, y de una humanidad más plena, al
menos tanto como los intentos de definir la bondad misma.
La
belleza es parte de la historia de la idealización, que a su vez es
parte de la historia de la consolación. Pero la belleza acaso no
siempre consuele. La belleza del rostro y el cuerpo atormenta,
subyuga; esa belleza es imperiosa. Tanto la belleza humana y la
belleza creada (el arte) suscitan la fantasía de la posesión.
Nuestro modelo de lo desinteresado proviene de la belleza de la
naturaleza; una naturaleza distante, descomunal, imposeíble.
De
una carta escrita por un soldado alemán que montaba guardia en el
invierno ruso a finales de diciembre de 1942:
La
Navidad más bella que había visto nunca, compuesta íntegramente de
emociones desinteresadas y desprovista de todo ribete de oropel.
Yo estaba solo bajo un enorme cielo estrellado, y recuerdo que una
lágrima rodaba por mi mejilla helada, no era una lágrima de dolor
ni de alegría, sino de la emoción creada por una vivencia
intensa...
A
diferencia de la belleza, a menudo frágil y efímera, la capacidad
para sentirse abrumado por la belleza tiene un vigor asombroso y
sobrevive entre las más rigurosas distracciones. Incluso la guerra,
aun la perspectiva de una muerte segura, no pueden suprimirla.
La
belleza del arte es mejor, “más elevada” --según Hegel-- que la
belleza de la naturaleza, pues la crean seres humanos y es obra del
espíritu. Pero el discernimiento de lo bello en la naturaleza es
asimismo el resultado de las tradiciones de la conciencia y de la
cultura; en el lenguaje de Hegel: del espíritu.
Las
respuestas a la belleza en el arte y a la belleza en la naturaleza
dependen entre sí. Como señaló Wilde, el arte hace mucho más que
instruirnos en cómo y qué hemos de apreciar en la naturaleza. (Él
pensaba en la poesía y en la pintura. En la actualidad los criterios
de la belleza en la naturaleza están fijados sobre todo en la
fotografía.) Lo bello nos recuerda a la propia naturaleza –lo que
está más allá de lo humano y lo creado--, y por ende estimula y
profundiza nuestro sentido de la mera extensión y plenitud de la
realidad, tanto la palpitante como la inanimada, que nos rodea a
todos.
Una
feliz consecuencia de esta comprensión, si de comprensión se trata:
la belleza recobra su solidez, su naturaleza inevitable, como juicio
necesario para dar sentido a gran parte de las energías, afinidades
y admiraciones propias; y las nociones usurpadoras parecen ridículas.
Imagínese
la afirmación: “Este crepúsculo es interesante”.