miércoles, 5 de noviembre de 2014

"Proust", Edmund White




Proust aprobaba el idealismo, el antiintelectualismo y el culto a la belleza que profesaba Ruskin, pero sus programas morales par los pobres le dejaban indiferente. Esta diferencia era imputable en parte a la distancia política que mediaba entre Francia, cuya reforma fue siempre acérrimamente anticatólica y laica, y una cuestión de lucha política más que de compasión sentimental, e Inglaterra, donde casi todos los proyectos progresistas estaban teñidos de evangelismo cristiano (la madre de Ruskin, sumamente piadosa, le había inculcado, siendo él un niño, el estudio de la Biblia).
pp. 84-85


Entre 1909 y 1911, reescribió y amplió el primer volumen de su obra. Ahora había descubierto el sistema de agregar detalles y observaciones a su manuscrito. Su forma de reescribir, en efecto, consistía en agregar. Primero ampliaba el texto al dictarlo a sus taquígrafos. Luego hacía componer su manuscrito (Proust utilizaba cajitas del mismo modo que otras personas usan mecanógrafos o procesadores de textos). Por último comenzaba a llenar los márgenes con cada vez más pasajes nuevos, todos ellos destinados a enriquecer el dibujo y a establecer vínculos entre los diversos personajes y escenas. A veces los añadidos llegaban a ser tan abundantes que tenía que pegar con cola nuevas páginas. El coste de recomponer se disparaba, pero él lo pagaba con gusto. De hecho, si existe un escritor de la época que hubiera extraído el máximo partido de un procesador de textos ese habría sido Proust, cuyo método consistía en añadir detalles aquí y allá y en trabajar simultáneamente sobre todas las partes del libro, como uno de esos pintores que gustan de mantener un lienzo “en movimiento” en lugar de perfeccionarlo pacientemente zona por zona, una tras otra.

En 1910, Proust trabajaba en lo que sería Por el camino de Swan y El mundo de Guermantes. Al año siguiente organizó su libro en dos volúmenes, uno de los cuales se titularía El tiempo perdido y el otro El tiempo recobrado. A medida que se obsesionaba más y más con su novela, escribía menos artículos y apenas salía de casa. Su fascinación por todas las artes, sin embargo, le tentaba ocasionalmente y asistía a algún que otro concierto, iba a ver un ballet o una ópera o visitaba una galería; en esos años le intrigaban especialmente los Ballets Rusos, dirigidos por el gran empresario de la época, Sergei Diaghilev, y cuya estrella era el bailarín Nijinsky, amante de Diaghilev. La noche del estreno de La consagración de la primavera, Proust vio el revolucionario ballet y después, según una carta que escribió en aquel tiempo, cenó con Diaghilev y Nijinsky, así como con el compositor, Stravinsky, y el nuevo amigo de Proust, el entonces jovencísimo y brillante escritor Jean Cocteau. (…)

En 1911, Proust se subscribió a Théâtropfone, un servicio que conectaba a un teléfono con un concierto y que permitía a sus clientes escuchar en su casa la música a través de unos auriculares. Gracias a este sistema novedoso, pudo entonces escuchar a Wagner (el 20 de febrero de 1911, por ejemplo, escuchó el acto III de Die Meistersinger) y la ópera de Debussy Peleas y Melisanda. A medida que transcurrían los años de composición de su gran obra épica, años en que le asaltaron el desaliento y el temor de no acabarla, la comparaba con una gran iglesia gótica siempre en expansión pero inconclusa, o con el largo y ambicioso ciclo de El anillo de los nibelungos de Wagner. Proust prefería Wagner a Debussy, el libreto plenamente desarrollado a las fintas y bosquejos de Peleas y Melisanda.

De Wagner estimaba que “escupiera todo lo que conocía de un tema, ya fuese próximo o lejano, fácil o difícil”. Era evidente que también el litaratura prefería esa especie de plenitud explícita, una amplitud que oponía a la reticencia timorata del estilo neoclásico, tal como lo practicaban Anatole France y el mismo André Gide. Más importante aún es el hecho de que algunos críticos hayan señalado que la ópera de Wagner Parsifal constituye el patrón de En busca del tiempo perdido, ya que ambas obras refieren la búsqueda de un joven: en Parsifal, la del Santo Grial, y en el libro de Proust, el secreto de la literatura. Las “muchachas en flor” proustianas pueden compararse a las doncellas florales de Parsifal, el clan de Guermantes (con lejanos orígenes germánicos) con el Guernemanz de Wagner, caudillo de los caballeros del Santo Grial, y así sucesivamente.

pp. 114-116




Proust se consagró a su trabajo durante los años de la guerra. Cruzaba la ciudad intrépidamente en busca de un dato y no le dolían prendas en despertar a una familia después de medianoche para interrogar a sus miembros sobre una antigua anécdota o visitar al jefe de camareros del Ritz para que le repitiera un chascarrillo consolidado por el tiempo. Escribió literalmente miles de cartas, muchas de ellas para obtener información precisa sobre un determinado vestido que se usaba en la década de 1890 o una célebre agudeza pronunciada durante la Belle Époque.

p.135


Su vida doméstica ha sido narrada de un modo inolvidable por Céleste Albaret, su ama de llaves, en su libro de memorias “contadas” Monsieur Proust. Refiere que ella pasó a ser la única sirviente de Proust cuando su marido partió a la guerra, y cuenta cómo se adaptó a los horarios de su señor. Le dispensaba una atención solícita a lo largo de la noche, llevándole cosas de comer o de beber, llenándole sus bolsas de agua caliente y arreglándole para las raras veces en que él salía a medianoche, pues tenía miedo a salir antes de que el polvo del día se hubiese posado. Cuando salía daba a Céleste un informe completo de lo que vestían las mujeres, de quién engañaba a quién, de qué parentesco tenían con la gente que él había conocido en su juventud, etcétera. Nunca le pedía que se sentase, sino que la tenía de pie durante horas, mientras él relataba excitadamente sus impresiones desde la cama. Ella se retiraba a las ocho o las nueve de la mañana, y se despertaba alrededor de las dos de la tarde.

La gran preocupación de Céleste era el café matutino (o el de la tarde) de Marcel. Tenía que estar preparado en el momento en que él llamaba, pero en prepararlo tardaba como poco media hora, pues a él le gustaba que el agua se filtrara gota a gota a través de los granos para obtener la “esencia” de café más espesa y fuerte posible. Tampoco soportaba el café recalentado, que detectaba al instante por su sabor a quedado; si Proust no llamaba poco después de que el café estuviese hecho, había que tirarlo y empezar de nuevo todo el proceso.

p. 136


A Gide le dijo que para alcanzar el orgasmo necesitaba reunir muchos elementos infrecuentes. El voyeurismo y la masturbación parecen haber sido sus dos actividades eróticas principales, al menos con amantes ocasionales. Y en las memorias de varios escritores que le conocieron se refiere el episodio de que mientras praacticaba el sexo profanaba las fotografías de su madre, escupiendo sobre ellas o profiriendo injurias (Proust, por supuesto, jamás mencionó nada a ese respecto, si es que el hecho era cierto). Bien es verdad que esta posibilidad cobra cierta verosimilitud si se piesa en las docenas de extrañas alusiones a fotos que hace Proust en su obra, entre ellas los insultos que lanza al retrato de Vinteuil la amante de su hija lesbiana antes de que las dos mujeres se entreguen a una lujuria orgiástica. La insistencia de Marcel en que sus amigos le enviasen retratos fotográficos firmados adquiere un brillo escabroso a la luz de lo que sabemos acerca del uso que hacía de esas fotos, cuando menos en su imaginación. También estaba sumamente atento a cualquier oportunidad de perpetrar una profanación, y en una carta asegura a un corresponsal que no tenía malos pensamientos, por ejemplo, cuando hablaba del “placer” de entrar en una iglesia: un doble sentido que a ninguna otra persona se le habría ocurrido.

pp. 138-139


A diferencia de otros modernistas (Stein, Joyce, Pound), que rechazaron el estilo confesional en favor del experimento formal, Proust fue un cíclope literario, si por ello se entiende que era un ser con un único y gran “yo” en el centro de su consciencia (por mucho que el narrador en primera persona coincida solo ocasionalmente con el Marcel Proust literal). Cada página suya es la transcripción de una mente pensante; no es el desordenado flujo de consciencia de una Molly Bloom o un Stephen Dedalus, que constituyen personajes dramáticos con un vocabulario único y una gama de preocupaciones individualizada, sino más bien las cavilaciones plenamente concertadas, incesantes y disciplinadas de una mente, una voz: el intelecto soberano.

Puede que Proust sea más accesible hoy día a los lectores que en el pasado, pues a medida que su vida se aleja en el tiempo y la historia de su época se va difuminando, se le lee más como un fabulador que como un cronista, más como un creador de mitos que como artista que pronuncia el adiós a la Belle Époque. En este nuevo contexto, se nos muestra como el sinfonista supremo del espíritu. Ya no cotejamos sus relatos con una realidad que conocemos. Leemos, por el contrario, sus fábulas de castas y de lascivia, de virtud familiar y vicio social, de los estragos de los celos y los consuelos del arte no como crónicas sino como cuentos de hadas. Proust es nuestro Sahrazad.

Claro que también es un escritor popular porque escribe sobre el mundo brillante: el de los ricos, nobles, artistas. Y escribió sobre el amor. No parece importar que llegara a despreciarlo, que lo demoliese, que lo redujera a sus términos más sórdidos, más mecánicos, hasta hidráulicos, por lo cual entiendo que no sólo desmitificó el amor, sino que también lo deshumanizó, convirtiéndolo en un reflejo pavloviano. El amor que Swan siente por Odette no es en absoluto un homenaje a sus encantos o a su alma. De hecho, Swan conoce perfectamente que los atractivos de Odette se están marchitando y que su alma es vulgar. Además, como se dice a sí mismo en la última frase de Un amor de Swan: “¡Cada vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!”. 

 

Los lectores modernos apreciamos los brillantes e incansables análisis que hace Proust del amor porque tampoco damos el amor por sentado. Los lectores de hoy siempre convierten lo personal en público, lo íntimo en político, lo instintivo en filosófico.

Puede que Proust atacara el amor, pero sabía mucho al respecto. Al igual que nosotros, no daba nada por sentado. No estaba envanecido ni se sentía feliz de su experiencia. Leemos a Proust porque sabe muchísimo de los lazos entre la angustia infantil y la pasión adulta. Le leemos porque, a pesar de su inteligencia, desprecia las valoraciones razonadas y sabe que solo el tortuoso conocimiento que el sufrimiento nos reporta es realmente útil. Le leemos porque sabe que en en estadio terminal de la pasión no amamos ya al ser amado; el objeto del amor ha sido eclipsado por el amor mismo: “Y aquella enfermedad amorosa de Swan se había multiplicado tanto, se enlazó tan íntimanente a todas las costumbres de Swan, a sus actos, a sus pensamientos, a su salud, a su sueño, a su vida, a lo que deseaba para después de la muerte, que ya no formaba más que un todo con él, que no era posible arrancársela sin destruirlo a él, o, para decirlo en términos de cirugía, su amor ya no era operable”.

Puede que Proust nos esté diciendo que el amor es una quimera, una proyección de fantasías suntuosas sobre una superficie indiferente y ciertamente miesteriosa, pero esas fantasías son indudablemente hermosas, atisbos del paraíso: el paraíso artificial del arte. No sé si muchos lectores emularían el rechazo de Proust hacia la vida crepidante y dolida en favor del arte glacial e inmóvil; pero su enérgica visión de lo transitorio sin duda nos afecta. La ascensión y caída de los amores individuales, a pequeña escala, y, a gran escala, de todas las clases sociales, la revolución constante de los sentimientos y la posición social, son temas que Proust ensayó y que nosotros hemos vivido. Proust es el primer escritor contemporáneo del siglo XX porque fue el primero en describir la inestabilidad permanente de nuestro tiempo.

pp. 156-159