jueves, 19 de enero de 2012

Lydia Lunch, Paradoxia

                                                       

                                                           Relato 20, páginas 140-145




Vendí las pocas cosas que Marty y yo habíamos acumulado. Todo el mobiliario, el estéreo, mis libros, mis libros, los discos y la mayor parte de mi ropa. Tenía que largarme de L. A. inmediatamente. Antes de recaer en toda la mierda de Johnny. Me las arreglé para juntar lo suficiente para pagar un billete de ida a Europa. En lista de espera.

Ámsterdam. Una Disneylandia psicodélica abarrotada de sex-shops, tiendas de tatuajes y, calle tras calle, un escaparate tras otro con putas avejentadas exhibiéndose dentro. Me sentí como en casa. En cada esquina había un chiringuito donde vendían hierba. Cientos de cafés atestados de miles de turistas, de artistas, de gente que aspiraba a serlo, de directores de cine y de cualquier otra forma imaginable de pervertido. La afluencia de italianos borrachos, marroquíes colocados, americanos ignorantes e ingleses palurdos convertía el lugar en un paraíso para los carteristas.

Tenía el número de teléfono de un disc-jockey especializado en música underground. Cuando tal cosa existía aún. Lo había conocido unos años antes en una actuación que hice en el Teatro Internacional de la Poesía y el Dolor. Me ofreció su apartmento durante el mes de agosto a cambio de que le ayudase a acabar a tiempo un trabajo, la organización de un festival de verano, de carácter anual, programado para celebrarse en su ausencia. Se iba a Tailandia en treinta y seis horas. Otro golpe de suerte.

Me sugirió que llamara a Babbette, una directora de cine de vanguardia y una mujer deliciosamente curtida. Especialista en documentales sobre los movimientos radicales de los años setenta. Acababa de ser premiada con una beca para filmar una película independiente para la televisión francesa y estaba buscando a alguien que le ayudara en varios aspectos de producción. Me apunté sin pensarlo dos veces, para escamotear una quinta parte del presupuesto. Entregué un guión cuyos temas de celos, locura erótica, aislamiento y rechazo eran el vivo reflejo de las aventuras que yo había estado orquestando durante años. Tenía tres semanas para doblegar a aquella bestia, antes del inicio del rodaje. Tres emanas para merodear por mercadillos, librerías, galerías de arte, clubs nocturnos o emporios de la droga; para garabatear notas en ráfagas frenéticas, que luego iban a ser encajadas en el script. El rodaje empezó al día siguiente de presentar el guión. Un caótico revoltijo de emociones cruzadas.


Conocí a Styn durante la filmación. Era el encargado de los efectos especiales. Misteriosas puertas que se abrían y se cerraban. Agujeros taladrados en la frente. Narices sanguinolentas. Heridas de guerra. Yo ya estaba acostándome con dos de los actores y me había encamado con varias de las chicas del catering. Él me dio un respiro de la penosa tarea de escribir, codirigir y actuar en una película que de todas formas no iba a ver nadie.

Juntos nos tomábamos largos descansos fuera de las localizaciones, y vagábamos sin rumbo por los boscosos barrancales que flanqueaban la enorme y ruinosa finca en la que estuvimos confinados durante semanas. Yo estaba fascinada por su educación europea, su cultura y sus maneras refinadas y tranquilas. Una especie totalmente diferente. Declaraba, coincidiendo conmigo, sentir indiferencia por los remordimientos, los celos o el sentimiento de culpa. Decía que el pozo de sus emociones era una charca de poca profundidad más allá de la cual mandaba la inteligencia. La razón se imponía cuando la fibra sensible aflojaba, y eso le ahorraba las heridas autoinfligidas del amor perdido, el ego destrozado o las relaciones tormentosas. Encontrar su punto débil era un desafío.

Me seducía con pasajes robados a Blanchot, a Bataille o a Foucault. Yo me dejaba seducir por sus cortos monólogos cuya belleza me llenaba de hastío y melancolía. Cuando estaba a punto de llorar, él reía quedamente y me susurraba que era hora de volver al trabajo. La filmación estaba a punto de terminar.

Styn me sugirió que lo celebráramos y me invitó a cenar. Tenía un piso de soltero en una segunda planta, que daba a uno de los muchos canales que entrecruzaban la ciudad. Unas tenues luces blancas y una música anodina no hacían presagiar la pesadilla en ciernes. Un exquisito pescado blanco, una sopera llena de un suave consomé, fruta, vino. Sencillo. Elegante.


Hasta que empecé a sentir náuseas. Mareos. Ni siquiera habíamos acabado de comer cuando la habitación entera comenzó a dar vueltas. La vista me flojeaba. Estaba a punto de desplomarme. Ebria, pero no de vino. Me pregunté si habría echado algo en mi copa… quizás un tósigo ligero. Un poco de arsénico. Belladona. La obra de Bataille El azul del cielo, hecha realidad. Styn parecía preocupado y a la vez divertido por mi percance. Me llevó con delicadeza hasta su cama y me pasó un trapo húmedo por la cara. Dijo que tal vez la comida fuera demasiado rica en proteínas, excesivamente dulce, o que quizá estuviese en mal estado. Empezó a halagarme, susurrándome lo bien que me sentaban las náuseas. Cómo daban una palidez radiante, un lustre luminoso, a mi ya de por sí blanquísima piel. Afirmaba que estaba resplandeciente, fascinante, maravillosa, algo digno de ver. Y que se estaba empalmando. Estaba rígido. Que si me importaba si se quitaba los pantalones, para darle un respiro a su excitación. Que la ropa lo estrangulaba. Mientras tanto seguía murmurando cuánto me favorecían las náuseas.

Le pedí que me ayudara a ir al baño. Ya no podía controlar los espasmos que me hacían estremecer el cuerpo. Necesitaba vomitar, mear, cagar. Estaba a punto de ensuciarme toda. Con el mayor cuidado me despojó del vestido, de las bragas y del sujetador; los dobló meticulosamente y los colocó encima del toallero. Sus maneras sofisticadas me recordaron las de un sirviente bien pagado. Insistió en que me arrodillara ante el retrete, que me purgara, que no fuera tímida. Que él estaba allí para ayudarme. Se quedó a mi lado, comprobando mi pulso, mi temperatura. Las pupilas de mis ojos. Las inmaculadas baldosas blancas brillaban reflejándose unas en otras, aumentando mi vértigo. Mi estómago se retorcía. Comencé a expulsar gran parte de la comida, bilis. Orinando y defecando al mismo tiempo encima del retrete, de las baldosas, de mis muslos. Mis entrañas, agitadas por las convulsiones, chorreaban por cada orificio.

Me desmayé y recuperé la consciencia varias veces. Perdí la noción del tiempo. No tenía idea de cuánto rato pasé tirada junto al retrete. Estremeciéndome. Con las tripas gimiendo. El sonido del disparador de la cámara que me estaba ametrallando me sobresaltó. El hijo de puta había estado fotografiando todo mi calvario. Poco a poco, empecé a recuperarme. Reuní la fuerza suficiente para levantar la cabeza, pedir un vaso de agua. Styn sonrió con dulzura e hizo girar la manecilla de la ducha. Retiró de la pared el enorme grifo, comprobó la temperatura del agua y orientó el chorro hacia las baldosas que había encima de mi cabeza, bautizándome con gotitas de agua fría. Trazó mi silueta en el suelo, me hizo cosquillas en los pies con chorros intermitentes, y acabó el masaje líquido entre mis piernas. Aumentando la presión seductoramente. Aguantándola allí lo bastante para que mi pulso se desbocara.

Entonces me golpeó en la boca. Un manotazo de agua, duro y frío, me hizo separar los labios y me obligó a engullir. Sonriendo mientras yo me ahogaba. Me hacía estremecer. Comenzó a frotarse la polla, que había estado expuesta todo el rato, con unos cuantos meneos enérgico a la vez que seguía disparando la cámara. Mantenía mis piernas separadas con la punta de su zapato. Apretaba la gruesa manguera de la ducha contra mi delicada flor. Mis piernas empezaron a moverse espasmódicamente. Mi cabeza se agitaba de un lado hacia otro. Las arcadas fueron amainando. El orgasmo se iba acercando. De vez en cuando la luz del flash rebotaba en las blancas paredes. Yo me sentía demasiado débil para protestar. Toda vanidad sería inútil. Estallamos los dos. Aquella visión enfermiza quedó grabada como una película en nuestra memoria, para referencia futura.

Dejó caer la manguera y se arrodilló junto a mí. Me besó los pies, murmurando letanías acerca de mi belleza en francés, alemán y holandés. Me lavó con cuidado. Una sonrisa angelical besaba sus labios. Yo estaba completamente exhausta, paralizada por el cansancio. Me llevó a su cama. Me dijo que descansara, que durmiera, que tenía que recuperar fuerzas. Yo era incapaz de reprocharle las notas que seguía tomando mientras la película rebobinaba dentro de la cámara.