domingo, 27 de noviembre de 2011

Elias Canetti descubre a Büchner y comenta el Wozzeck



Entonces, hallándome en un estado de ánimo tan desolado que no podía serlo más, encontré una noche mi salvación en un volumen desconocido que tenía en mi casa desde hacía bastante tiempo, pero que aún no había llegado a tocar. Era un volumen de obras de Büchner, un tomo voluminoso, impreso en letras grandes, encuadernado en tela amarilla, y que se hallaba colocado en un sitio tal que era imposible no verlo: junto a los cuatro volúmenes de las obras de Kleist, de la misma editorial, que yo me conocía a la letra. Si digo que jamás había leído a Büchner sonará increíble, pero es la verdad. Sabía con toda seguridad que era un autor muy importante, y creo que también sabía que para mí llegaría a serlo mucho más. Es posible que hubieran pasado ya dos años desde aquel día en que, en la librería Vienna de la Bognergasse, había visto aquel volumen de obras de Büchner, lo había comprado, me lo había llevado a casa y lo había colocado junto a las obras de Kleist.

Entre las cosas más importantes que se van preparando dentro de uno se encuentran los encuentros aplazados. Puede tratarse tanto de lugares como de personas, tanto de cuadros como de libros. Hay ciudades que ansío tanto ver, que es como si estuviera predestinado a pasar en ellas una vida entera, desde el comienzo. Con cien ardides evito ir a esas ciudades, y cada nueva ocasión de visitarlas que dejo pasar acrecienta tanto su importancia en mí, que cabría pensar que estoy en el mundo únicamente en razón de ellas, y que si dichas ciudades, que me siguen aguardando, no existiesen, hace ya mucho tiempo que habría yo perecido. Hay personas sobre las cuales oigo hablar con gusto, y es tanto lo que oigo, y tal la avidez con que lo oigo, que podría pensarse que sé yo más sobre ellas que ellas mismas, pero evito ver alguna foto o cualquier representación visual suya, como si hubiera una prohibición especial y justificada de conocer su rostro. También hay personas con las que durante años me he venido encontrando en un mismo camino, personas sobre las cuales reflexiono, parecidas a enigmas que me hubieran encargado resolver a mí, y no les dirijo, sin embargo, una sola palabra, paso mudo a su lado como mudas pasan ellas junto a mí, y nos miramos con una mirada que es una pregunta y mantenemos bien cerrados los labios; me imagino nuestra primera conversación, y me emociono al pensar cuántas cosas inesperadas llegaría a conocer. Y hay, finalmente, personas a las que desde hace años vengo amando sin que ellas puedan llegar a barruntarlo; yo me voy haciendo cada vez más viejo, y sin duda tiene que parecer una ilusión absurda el que alguna vez vaya a decirles que las amo, aunque siempre vivo pensando en ese instante magnífico. Sería incapaz de existir sin estos prolijos preparativos de lo futuro; y cuando me examino a mí mismo con detalle, veo que no son para mí menos importantes que las sorpresas súbitas que llegan como si no llegasen de ningún sitio y subyugan en el acto.

No me gustaría mencionar los libros para los que todavía me estoy preparando; entre ellos se encuentran algunas de las obras más famosas de la literatura universal, obras de cuya importancia no me permitiré dudar, pues sobre ella está de acuerdo todos los autores del pasado cuyas opiniones han sido determinantes para mí. Es evidente que, tras haber estado aguardando veinte años, una colisión con una de esas obras se convierte en algo de enorme importancia; tal vez sólo así resulte posible acceder a esos renacimientos espirituales que nos preserven de las consecuencias de la rutina y la decadencia. Lo cierto, en todo caso, es que, a mis veintiséis años, hacía ya mucho tiempo que conocía el nombre de Büchner, y hacía dos años que había llevado a mi casa un volumen, sumamente llamativo, con sus obras.

Una noche, en un instante de desesperación hondísima –estaba seguro de que jamás volvería a escribir nada, de que jamás volvería a leer nada–, eché mano de aquel volumen amarillo y lo abrí por un sitio cualquiera: era una escena de Wozzeck (así era como entonces se imprimía aquel nombre), la escena en que el médico le está hablando a Wozzeck. Fue como si me hubiera fulminado un rayo: leí aquella escena, leí todas las demás escenas del fragmento entero, lo leí muchas veces, no sé decir cuántas, me parece que debieron ser incontables, pues me pasé toda la noche leyendo, no leí ninguna otra cosa que aquel volumen amarillo, sólo el Wozzeck, lo leía una y otra vez, y era tal el estado de excitación en que me hallaba, que antes de las seis de la mañana salí de casa, bajé corriendo hasta el ferrocarril suburbano, subí al primer tren que iba a la ciudad, corrí precipitadamente a la Ferdinandstrasse y desperté a Veza, que dormía (pp. 28-30).

* * *

Cuando aquella «mañana büchneriana» la arranqué del sueño, Veza se llevó un gran susto. «¿Te extrañas de que haya venido tan temprano? ¡Esto no había pasado nunca!» «No me extraño», dio ella, «te estaba esperando.» E inmediatamente se puso a pensar, con desesperación, en el modo de quitarme de la cabeza la idea de continuar con la novela.

Yo, sin embargo, comencé enseguida a hablar de Büchner. Le pregunté si conocía Wozzeck. Naturalmente que lo conocía, me respondió. ¿Quién no lo conoce? Dijo estas palabras con impaciencia, aguardando lo peor, lo que ella creía que me interesaba realmente. En su respuesta hubo un tono de desdén, yo me sentí ofendido en nombre de Büchner.

-¿Y no lo tienes en gran estima?

Pronuncié estas palabras en un tono de amenaza y de perfidia; súbitamente ella advirtió de qué se trataba.

-¿Quién? ¿Yo? ¿Que yo no lo tengo en gran estima? Lo considero el drama más importante de la literatura alemana.

Yo no daba crédito a lo que estaba oyendo y dije lo primero que se me ocurrió:

-¡Pero si es un fragmento!

-¡Fragmento! ¡Fragmento! ¿A eso llamas tú un fragmento? Lo que falta en este fragmento es mejor que lo que hay en otros dramas, incluso en los mejores. A una le gustaría tener más fragmentos como ese.

-Nunca me has dicho una palabra sobre esto. ¿Hace mucho tiempo que conoces a Büchner?

-Máas tiempo que a ti. Lo leí muy pronto. Por la mima época en que descubría los Diarios de Hebbel y a Lichtenberg.

-¡Pero te lo has callado! Muchísimas veces me has mostrado pasajes de Hebbel y de Lichtenberg. Pero acerca del Wozzeck has callado. ¿Por qué? ¿Por qué?

-Incluso lo he escondido. EL volumen de Büchner no habrías podido encontrarlo en mi cuarto.

-He estado leyendo a Büchner toda la noche. He leído y releído Wozzeck una y otra vez. Me parecía increíble, y me sigue pareciendo increíble, la existencia de una obra como esa. He venido aquí para sacarte los colores a la cara. Al principio pensé que tal vez tú no conocías esa obra. Pero luego me pareció imposible. Todo tu amor a la literatura ¿qué valor tendría si no la conocieras? Claaro que la conoces. Pero me la has escondido. Hace seis años que venimos hablando sobre las cosas m´s maravillosas, pero ni una sola vez has pronunciado en mi presencia el nombre de Büchner. Y ahora me dices que me has escondido ese volumen. No es posible. Conozco cada uno de los rincones de tu cuarto. ¡Dame la prueba! ¡Muéstrame ese volumen! ¿Dónde lo has escondido? Es un volumen amarillo y grande. ¿Cómo es posible esconderlo?

-Ni es grande ni es amarillo. Es una edición en papel biblia. Vas a verlo ahora mismo.
Abrió el armario que albergaba sus libros más queridos. Me vino a la memoria el momento en que por vez primera me enseñó aquel armario, que ahora yo conocía mejor que la palma de mi mano. ¿Allí iba a estar escondido el Büchner? Veza sacó algunos volúmenes de Victor Hugo. Detrás de ellos, aplastada contra la pared posterior del armario, se encontraba la edición de Büchner de la editorial Insel. Veza me entregó el volumen, no me gustó aquel formato reducido, seguía teniendo ante mi vista las grandes letras de aquella noche, y en aquellas grandes letras quería seguir teniéndolo siempre ante mí.

-¿Me has escondido otros libros?

-No, únicamente éste. Sabía que no cogerías ningún volumen de Victor Hugo, autor al que no lees, detrás de él estaba bien seguro el Büchner. Y, por cierto, Büchner tradujo al alemán dos dramas de Victor Hugo.

Me los enseñó, yo me enfadé y le devolví el volumen.

-Pero ¿por qué? ¿Por qué me lo has escondido?

-Puedes estar contento de no haberlo conocido antes. ¿Crees que si lo hubieras conocido habrías podido tú escribir algo? Büchner es también el más moderno de todos los escritores. Podría ser de hoy, sólo que nadie es como él. No se puede tomar como modelo a Büchner. Lo único que cabe hacer es sentir vergüenza y decir: «¿Para qué escribo yo?». Lo único que cabe hacer, cuando se conoce a Büchner, es mantener cerrada la boca. Y yo no quería que tú hicieras eso. Yo tengo fe en ti.

-¿A pesar de Büchner?

-No quiero hablar de eso ahora. Es preciso que haya cosas inalcanzables. Pero tampoco deben aplastarnos. Ahora tú has acabado la novela. Ahora sí debes leer otras cosas. Hay todavía otro fragmento de Büchner, una narración: Lenz. ¡Léela enseguida!

Me senté y, sin agregar palabra, leí el fragmento en prosa más prodigioso que existe. La noche de Wozzeck fue seguida por la mañana de Lenz sin que yo hubiera dormido un minuto. Mi novela, de la que tan orgulloso había estado, se me deshizo entonces, se me redujo a polvo y ceniza. (pp. 32-34)

 * * *

Sentía (Veza, su compañera, subr. Mío) realmente miedo por mí, y la declaración de amor a todos aquellos que son tenidos por locos (…) la convenció de que yo había sobrepasado un límite peligroso. Mi tendencia a aislarme, mi admiración por todos los que eran enteramente distintos de los demás, mis deseos de cortar con todos los puentes de unión con una humanidad abyecta, todo esto la preocupaba mucho. Yo le había hablado de los delirios de muchas personas que yo conocía y le había dicho que eran perfectas obras de arte, me había esforzado por seguir paso a paso la génesis de uno de esos delirios, uno inventado por mí. A menudo ella había manifestado su disgusto, basado también en razones estéticas, por la prolijidad con la que había descrito una manía persecutoria, y entonces yo solía explicarle que no era posible proceder de otro modo, que lo que importa es precisamente cada uno de los detalles, cada uno de los pasos, aún los más pequeños. Arremetía contra las anteriores descripciones de la demencia que aparecían en la literatura e intentaba demostrarle que carecían de consistencia. Ella opinaba que también tenía que ser posible exponer tales estados de ánimo de una manera comprimida y, así, en una especie de intensificación. Pero yo me oponía rotundamente: cuando es ocurría, no se prestaba atención al objeto mismo, sino sólo a la autocomplacencia de los autores, a su vanidad de pavos reales. Era preciso comprender por fin que la demencia no era algo despreciable, sino un fenómeno lleno de relaciones y significados propios, distintos en cada caso. Veza cuestionaba esto y defendía a continuación las clasificaciones dominantes de la psiquiatría, lo cual iba contra su manera de ser, y lo hacía únicamente porque se sentía muy preocupada por mí; en este tema mostraba particular debilidad por la idea de la «locura maniaco-depresiva», mientras que se mostraba algo más reservada respecto a la «esquizofrenia», que entonces estaba a punto de convertirse en un concepto de moda. (pp. 35-36)

* * *

 
Parecerá sin duda una gran jactancia lo que voy a decir, a saber: que debo La boda (mío: pieza de teatro editada en 1932 en Berlín por la editorial Fischer) a la impresión que aquella noche Wozzeck produjo en mí. Sin embargo, no puedo evitar decir la verdad sólo por no producir esa impresión de jactancia, No debo evitar decir la verdad. Las visiones de catástrofes que hasta aquel momento yo había escribiendo una tras otra se encontraban aún bajo el influjo de Karl Kraus. Todas las cosas que ocurrían –y ocurrían siempre las peores ocurrían sin motivación ninguna, y ocurrían una junto a otra. El que escribía esas cosas las sometía a un interrogatorio y las denigraba. Las cosa eran denigradas desde fuera, eran denigradas precisamente por el que las escribía; él era el que mantenía alzado su látigo sobre todas las escenas de la catástrofe. El látigo no daba reposo al escritor, lo empujaba a pasar deprisa junto a todas las cosas, y el escritor se detenía únicamente cuando había cosas que fustigar; apenas se había ejecutado el castigo, el látigo lo empujaba a seguir adelante. En el fondo, las cosas que ocurrían eran siempre las mismas y se repetían: unos seres humanos que estaban entregados a sus ocupaciones cotidianas y pronunciaban frases muy banales y se encontraban, sin sospecharlo, mientras hacían todo eso, al borde del abismo. Entonces llegaba el látigo y los arrojaba a él, y el abismo al que se precipitaban era siempre el mismo. Nada hubiera podido salvarlos de aquella caída. Pues las frases que aquellos hombres pronunciaban no cambiaban jamás, eran más adecuadas para ellos, y quien había decidido cómo tenían que ser dichas frases era siempre el mismo: el escritor con el látigo.

En Wozzeck hice la experiencia viva de algo para lo cual no encontré nombre hasta más tarde, cuando lo llamé autodenigración. Los personajes que mayor impresión producen (aparte del protagonista) hacen ellos mismos su propia presentación. El médico o el tambor mayor propinan golpes a algo que está fuera de ellos: atacan. Pero la manera que cada uno tiene de atacar es tan distinta que titubeamos un poco sobre si aplicar a ambos la misma palabra, la palabra ataque. Es un ataque, sin embargo, pues el efecto que en Wozzeck produce es ese, el del ataque. El médico y el tambor mayor dirigen sus palabras, que son inconfundibles, contra Wozzeck, y esas palabras tienen unas consecuencias gravísimas. Pero las tienen sólo en la medida en que las palabras see presentan a sí mismas, es decir, presentan al que habla, el cual asesta un golpe maligno a otro, usándose a sí mismo para darlo, un golpe que el otro no olvida jamás y por el cual se lo reconocerá siempre y en todas partes.

Los personajes se presentan a sí mismos, como queda dicho. Nadie ha empleado un látigo para llevarlos hasta allí. Como si fuera lo más natural del mundo, esos personajes se denigran a sí mismos; más que castigo, lo que hay es denigración. Los personajes están ahí tal como siempre han sido, antes de que caiga sobre ellos ninguna condena moral. Es cierto que los vemos con aborrecimiento, pero también con cierta complacencia, pues los personajes se exhiben a sí mismos sin darse cuenta del gran aborrecimiento que inspiran. En la autodenigración hay una especie de inocencia, aún no les ha sido tendida ninguna red jurídica para cazarlos; en el caso de que esto ocurra, ocurrirá más tarde. Pero ninguna acusación, ni siquiera la lanzada por el satírico más poderoso, podría ser tan significativa como la autodenigración, ya que ésta comprende también el espacio en el que un hombre existe, su ritmo, su angustia, su respiración.

Para esto es necesario, sin duda, otorgar a los personajes, en serio e íntegramente, la palabra yo, una palabra una palabra que el satírico puro no concede en realidad a nadie, excepto a sí mismo. Es enorme la vitalidad que posee ese «yo» directo, ese «yo» no encasillado. Ese «yo» dice sobre sí mismo más de lo que podría decir ningún juez. Quien dicta sentencia emplea casi siempre en su lenguaje la tercera persona, y cuando se dirige directamente a alguien y le anuncia lo peor, es un usurpador de ese modo de hablar. Sólo cuando el juez recae en el uso de su propio «yo», y sólo entonces, aparece con todo el horror de lo que ejecuta. Pero entonces él mismo se ha convertido en un personaje de la pieza, y él, el que dicta sentencia, se exhibe a sí mismo, sin darse cuenta, en su autodenigración.

El capitán, el médico, el vociferante tambor mayor, todos ellos se ponen de manifiesto a sí mismos en virtud de sus propias palabras. Nadie les ha prestado su voz, ellos se dicen a sí mismos y se lanzan todos a golpear a otro, que es siempre el mismo, Wozzeck, y afirman su existencia propinándole golpes. Wozzeck está al servicio de todos ellos, es su centro. Sin Wozzeck no existirían, pero éste no lo sabe, como tampoco lo saben ellos. Se podría decir que Wozzek contagia su propia inocencia a sus torturadores. Ellos no pueden ser distintos de como son, la esencia de la autodenigración consiste en transmitir esa impresión. La fuerza de esos personajes, de todos los personajes, es su inocencia. ¿Odiaremos al capitán, odiaremos al médico porque podrían ser distintos sólo con quererlo? ¿Abrigaremos la esperanza de que se conviertan? ¿Deberá ser el drama una escuela misional a la que deben asistir tales personajes hasta que sea posible escribirlos de manera distinta? Que sean distintos es lo que el autor satírico espera de los seres humanos; los azota como si fueran escolares y los prepara hasta convertirlos en instancias morales, ante las que alguna vez ellos mismos habrán de comparecer. El autor satírico sabe incluso la manera de mejorarlos. ¿De dónde saca él esa seguridad inamovible? Si no la tuviera, ni siquiera podría comenzar a escribir. Lo primero que vemos es que el autor satírico, como Dios, no se arredra ante nada. Aunque no lo dice claramente, es el representante de Dios y se siente a gusto en ese papel. No se para a pensar ni un minuto que quizá no sea Dios. Pues dado que esa instancia, la instancia suprema, existe, de ella se deriva un poder de representación, y lo único que hay que hacer es apoderarse de ese poder.

Hay, sin embargo, una postura enteramente distinta, la que está fascinada por las criaturas y no por Dios, la que asume la defensa de aquellas contra éste, la que llega acaso tan lejos que prescinde enteramente de Dios y trata sólo de las criaturas. Esta actitud ve que las criaturas son inmodificables, aunque a ella le gustaría que fueran distintas. Ni con odio ni con castigos es posible ayudar a los seres humanos. Estos se acusan a sí mismos al presentarse tal y como son, pero esa acusación es la suya propia, no la del otro. La justicia del escritor no puede consentir en condenar a los hombres. Puede inventar a alguien que sea víctima de éstos y mostrar las marcas que, cual huellas dactilares, han dejado en él. El mundo está repleto de tales víctimas; sin embargo, parece dificilísimo forjar con una de ellas un personaje y hacerle hablar de tal modo que las marcas sean reconocibles y no se borren al convertirse en acusaciones. Wozzeck es ese personaje, lo que a él le hacen lo vivimos mientras está ocurriendo, y no es preciso añadir ninguna palabra de acusación. Las marcas de las autodenigraciones son reconocibles en él. Allí están quienes lo han golpeado, y cuando Wozzeck llega a su final, ellos siguen con vida. El fragmento no muestra cómo Wozzeck llega a su final, muestra lo que él hace, su autodenigración después de la de los demás.(pp. 37-40)