Proust
aprobaba el idealismo, el antiintelectualismo y el culto a la belleza
que profesaba Ruskin, pero sus programas morales par los pobres le
dejaban indiferente. Esta diferencia era imputable en parte a la
distancia política que mediaba entre Francia, cuya reforma fue
siempre acérrimamente anticatólica y laica, y una cuestión de
lucha política más que de compasión sentimental, e Inglaterra,
donde casi todos los proyectos progresistas estaban teñidos de
evangelismo cristiano (la madre de Ruskin, sumamente piadosa, le
había inculcado, siendo él un niño, el estudio de la Biblia).
pp.
84-85
Entre
1909 y 1911, reescribió y amplió el primer volumen de su obra.
Ahora había descubierto el sistema de agregar detalles y
observaciones a su manuscrito. Su forma de reescribir, en efecto,
consistía en agregar. Primero ampliaba el texto al dictarlo a sus
taquígrafos. Luego hacía componer su manuscrito (Proust utilizaba
cajitas del mismo modo que otras personas usan mecanógrafos o
procesadores de textos). Por último comenzaba a llenar los márgenes
con cada vez más pasajes nuevos, todos ellos destinados a enriquecer
el dibujo y a establecer vínculos entre los diversos personajes y
escenas. A veces los añadidos llegaban a ser tan abundantes que
tenía que pegar con cola nuevas páginas. El coste de recomponer se
disparaba, pero él lo pagaba con gusto. De hecho, si existe un
escritor de la época que hubiera extraído el máximo partido de un
procesador de textos ese habría sido Proust, cuyo método consistía
en añadir detalles aquí y allá y en trabajar simultáneamente
sobre todas las partes del libro, como uno de esos pintores que
gustan de mantener un lienzo “en movimiento” en lugar de
perfeccionarlo pacientemente zona por zona, una tras otra.
En
1910, Proust trabajaba en lo que sería Por
el camino de Swan y
El mundo de Guermantes. Al
año siguiente organizó su libro en dos volúmenes, uno de los
cuales se titularía El tiempo perdido
y el otro El
tiempo recobrado. A
medida que se obsesionaba más y más con su novela, escribía menos
artículos y apenas salía de casa. Su fascinación por todas las
artes, sin embargo, le tentaba ocasionalmente y asistía a algún que
otro concierto, iba a ver un ballet o una ópera o visitaba una
galería; en esos años le intrigaban especialmente los Ballets
Rusos, dirigidos por el gran empresario de la época, Sergei
Diaghilev, y cuya estrella era el bailarín Nijinsky, amante de
Diaghilev. La noche del estreno de La
consagración de la primavera, Proust
vio el revolucionario ballet y después, según una carta que
escribió en aquel tiempo, cenó con Diaghilev y Nijinsky, así como
con el compositor, Stravinsky, y el nuevo amigo de Proust, el
entonces jovencísimo y brillante escritor Jean Cocteau. (…)
En
1911, Proust se subscribió a Théâtropfone, un servicio que
conectaba a un teléfono con un concierto y que permitía a sus
clientes escuchar en su casa la música a través de unos
auriculares. Gracias a este sistema novedoso, pudo entonces escuchar
a Wagner (el 20 de febrero de 1911, por ejemplo, escuchó el acto III
de Die Meistersinger)
y la ópera de Debussy Peleas y
Melisanda. A
medida que transcurrían los años de composición de su gran obra
épica, años en que le asaltaron el desaliento y el temor de no
acabarla, la comparaba con una gran iglesia gótica siempre en
expansión pero inconclusa, o con el largo y ambicioso ciclo de El
anillo de los nibelungos de
Wagner. Proust prefería Wagner a Debussy, el libreto plenamente
desarrollado a las fintas y bosquejos de Peleas
y Melisanda.
De
Wagner estimaba que “escupiera todo lo que conocía de un tema, ya
fuese próximo o lejano, fácil o difícil”. Era evidente que
también el litaratura prefería esa especie de plenitud explícita,
una amplitud que oponía a la reticencia timorata del estilo
neoclásico, tal como lo practicaban Anatole France y el mismo André
Gide. Más importante aún es el hecho de que algunos críticos hayan
señalado que la ópera de Wagner Parsifal
constituye
el patrón de En busca del tiempo
perdido, ya
que ambas obras refieren la búsqueda de un joven: en Parsifal,
la
del Santo Grial, y en el libro de Proust, el secreto de la
literatura. Las “muchachas en flor” proustianas pueden compararse
a las doncellas florales de Parsifal,
el clan de Guermantes (con lejanos orígenes germánicos) con el
Guernemanz de Wagner, caudillo de los caballeros del Santo Grial, y
así sucesivamente.
pp.
114-116
Proust
se consagró a su trabajo durante los años de la guerra. Cruzaba la
ciudad intrépidamente en busca de un dato y no le dolían prendas en
despertar a una familia después de medianoche para interrogar a sus
miembros sobre una antigua anécdota o visitar al jefe de camareros
del Ritz para que le repitiera un chascarrillo consolidado por el
tiempo. Escribió literalmente miles de cartas, muchas de ellas para
obtener información precisa sobre un determinado vestido que se
usaba en la década de 1890 o una célebre agudeza pronunciada
durante la Belle Époque.
p.135
Su
vida doméstica ha sido narrada de un modo inolvidable por Céleste
Albaret, su ama de llaves, en su libro de memorias “contadas”
Monsieur
Proust. Refiere
que ella pasó a ser la única sirviente de Proust cuando su marido
partió a la guerra, y cuenta cómo se adaptó a los horarios de su
señor. Le dispensaba una atención solícita a lo largo de la noche,
llevándole cosas de comer o de beber, llenándole sus bolsas de agua
caliente y arreglándole para las raras veces en que él salía a
medianoche, pues tenía miedo a salir antes de que el polvo del día
se hubiese posado. Cuando salía daba a Céleste un informe completo
de lo que vestían las mujeres, de quién engañaba a quién, de qué
parentesco tenían con la gente que él había conocido en su
juventud, etcétera. Nunca le pedía que se sentase, sino que la
tenía de pie durante horas, mientras él relataba excitadamente sus
impresiones desde la cama. Ella se retiraba a las ocho o las nueve de
la mañana, y se despertaba alrededor de las dos de la tarde.
La
gran preocupación de Céleste era el café matutino (o el de la
tarde) de Marcel. Tenía que estar preparado en el momento en que él
llamaba, pero en prepararlo tardaba como poco media hora, pues a él
le gustaba que el agua se filtrara gota a gota a través de los
granos para obtener la “esencia” de café más espesa y fuerte
posible. Tampoco soportaba el café recalentado, que detectaba al
instante por su sabor a quedado; si Proust no llamaba poco después
de que el café estuviese hecho, había que tirarlo y empezar de
nuevo todo el proceso.
p.
136
A
Gide le dijo que para alcanzar el orgasmo necesitaba reunir muchos
elementos infrecuentes. El voyeurismo y la masturbación parecen
haber sido sus dos actividades eróticas principales, al menos con
amantes ocasionales. Y en las memorias de varios escritores que le
conocieron se refiere el episodio de que mientras praacticaba el sexo
profanaba las fotografías de su madre, escupiendo sobre ellas o
profiriendo injurias (Proust, por supuesto, jamás mencionó nada a
ese respecto, si es que el hecho era cierto). Bien es verdad que esta
posibilidad cobra cierta verosimilitud si se piesa en las docenas de
extrañas alusiones a fotos que hace Proust en su obra, entre ellas
los insultos que lanza al retrato de Vinteuil la amante de su hija
lesbiana antes de que las dos mujeres se entreguen a una lujuria
orgiástica. La insistencia de Marcel en que sus amigos le enviasen
retratos fotográficos firmados adquiere un brillo escabroso a la luz
de lo que sabemos acerca del uso que hacía de esas fotos, cuando
menos en su imaginación. También estaba sumamente atento a
cualquier oportunidad de perpetrar una profanación, y en una carta
asegura a un corresponsal que no tenía malos pensamientos, por
ejemplo, cuando hablaba del “placer” de entrar en una iglesia: un
doble sentido que a ninguna otra persona se le habría ocurrido.
pp.
138-139
A
diferencia de otros modernistas (Stein, Joyce, Pound), que rechazaron
el estilo confesional en favor del experimento formal, Proust fue un
cíclope literario, si por ello se entiende que era un ser con un
único y gran “yo” en el centro de su consciencia (por mucho que
el narrador en primera persona coincida solo ocasionalmente con el
Marcel Proust literal). Cada página suya es la transcripción de una
mente pensante; no es el desordenado flujo de consciencia de una
Molly Bloom o un Stephen Dedalus, que constituyen personajes
dramáticos con un vocabulario único y una gama de preocupaciones
individualizada, sino más bien las cavilaciones plenamente
concertadas, incesantes y disciplinadas de una mente, una voz: el
intelecto soberano.
Puede
que Proust sea más accesible hoy día a los lectores que en el
pasado, pues a medida que su vida se aleja en el tiempo y la historia
de su época se va difuminando, se le lee más como un fabulador que
como un cronista, más como un creador de mitos que como artista que
pronuncia el adiós a la Belle Époque. En este nuevo contexto, se
nos muestra como el sinfonista supremo del espíritu. Ya no cotejamos
sus relatos con una realidad que conocemos. Leemos, por el contrario,
sus fábulas de castas y de lascivia, de virtud familiar y vicio
social, de los estragos de los celos y los consuelos del arte no como
crónicas sino como cuentos de hadas. Proust es nuestro Sahrazad.
Claro
que también es un escritor popular porque escribe sobre el mundo
brillante: el de los ricos, nobles, artistas. Y escribió sobre el
amor. No parece importar que llegara a despreciarlo, que lo
demoliese, que lo redujera a sus términos más sórdidos, más
mecánicos, hasta hidráulicos, por lo cual entiendo que no sólo
desmitificó el amor, sino que también lo deshumanizó,
convirtiéndolo en un reflejo pavloviano. El amor que Swan siente por
Odette no es en absoluto un homenaje a sus encantos o a su alma. De
hecho, Swan conoce perfectamente que los atractivos de Odette se
están marchitando y que su alma es vulgar. Además, como se dice a
sí mismo en la última frase de Un
amor de Swan: “¡Cada
vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi vida, que he
deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia,
todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!”.
Los
lectores modernos apreciamos los brillantes e incansables análisis
que hace Proust del amor porque tampoco damos el amor por sentado.
Los lectores de hoy siempre convierten lo personal en público, lo
íntimo en político, lo instintivo en filosófico.
Puede
que Proust atacara el amor, pero sabía mucho al respecto. Al igual
que nosotros, no daba nada por sentado. No estaba envanecido ni se
sentía feliz de su experiencia. Leemos a Proust porque sabe
muchísimo de los lazos entre la angustia infantil y la pasión
adulta. Le leemos porque, a pesar de su inteligencia, desprecia las
valoraciones razonadas y sabe que solo el tortuoso conocimiento que
el sufrimiento nos reporta es realmente útil. Le leemos porque sabe
que en en estadio terminal de la pasión no amamos ya al ser amado;
el objeto del amor ha sido eclipsado por el amor mismo: “Y aquella
enfermedad amorosa de Swan se había multiplicado tanto, se enlazó
tan íntimanente a todas las costumbres de Swan, a sus actos, a sus
pensamientos, a su salud, a su sueño, a su vida, a lo que deseaba
para después de la muerte, que ya no formaba más que un todo con
él, que no era posible arrancársela sin destruirlo a él, o, para
decirlo en términos de cirugía, su amor ya no era operable”.
Puede
que Proust nos esté diciendo que el amor es una quimera, una
proyección de fantasías suntuosas sobre una superficie indiferente
y ciertamente miesteriosa, pero esas fantasías son indudablemente
hermosas, atisbos del paraíso: el paraíso artificial del arte. No
sé si muchos lectores emularían el rechazo de Proust hacia la vida
crepidante y dolida en favor del arte glacial e inmóvil; pero su
enérgica visión de lo transitorio sin duda nos afecta. La ascensión
y caída de los amores individuales, a pequeña escala, y, a gran
escala, de todas las clases sociales, la revolución constante de los
sentimientos y la posición social, son temas que Proust ensayó y
que nosotros hemos vivido. Proust es el primer escritor contemporáneo
del siglo XX porque fue el primero en describir la inestabilidad
permanente de nuestro tiempo.
pp.
156-159
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