sábado, 24 de marzo de 2012

Robert Musil, "Fecundidad moral" (1913)


pp. 38-40





El egoísmo es tan sólo una ficción de los teóricos de la moral; para el sentimiento, querer únicamente el bien propio no es en ningún sentido un asunto meramente personal. Sólo la completa sordera de entendimiento sería egoísmo en forma pura. Un automatismo sin conciencia concomitante. Un cortocircuito entre el estímulo sensorial y la voluntad, sin paradas intermedias en un sentimiento del mundo. El libertino, el gran criminal, el corazón de hielo, también son variantes del juego de altruismo, así como por ejemplo el donjuanismo se ha explicado como forma de amor.

Se ha demostrado que todo impulso altruista se puede retrotraer a un acto de egolatría. Igual se hubiera podido constatar que detrás de cada conducta egoísta se esconden impulsos altruistas, sin los cuales sería incomprensible. Llevadas al límite, ambas conclusiones son igual de chuscas. Dignidades del concepto en un cacharro que se tambalea, un juego involuntario del pensamiento, porque el suelo de los sentimientos oscila debajo.

Lo que aparece como un hecho cuando se buscan ejemplos de egoísmos diversos es siempre una relación sentimental con el entorno, una relación entre un yo y un tú que es difícil en los dos extremos. Pero igual de raro ha sido el puro altruismo en cualquier época. Sólo ha habido hombres que tenían que serles útiles a otros porque les querían, y otros que han tenido que hacerles daño porque les amaban y no podían expresarlo de otro modo. Pero odio y amor tampoco son más que fenómenos engañosos, pequeños indicios casuales de una misma fuerza que apremia a algunos hombres, y a la que podría calificare simplemente como agresividad moral, como la fantástica compulsión de reaccionar con vehemencia ante sus semejantes, de diluirse en ellos, o aniquilarlos, o crear para ellos alguna clase de constelaciones ricas en descubrimientos internos. Tanto altruismo como egoísmo son posibilidades de expresión de esa fantasía moral, pero en conjunto, tan sólo dos de sus múltiples formas jamás contadas.
 
Tampoco lo malo es lo contrario de lo bueno, o su ausencia, sino fenómenos paralelos. No son contrarios esenciales o últimos desde el punto de vista moral, como siempre se presupone, y probablemente tampoco conceptos de particular importancia en ningún sentido para la teoría moral, sino construcciones prácticas e impuras. Oponerlos diametralmente corresponde a un estadio anterior del pensamiento, que lo esperaba todo de la dicotomía, y es poco científico. Lo que presta a todas esas dicotomías morales su aspecto de importancia es que se las hace intercambiables por otra, “algo a combatir/algo a defender”. Esa contradicción auténtica que acompaña a todo el problema encierra de hecho un componente importante de la moral, y sería mala cualquier teoría que quisiera suavizar algo o mediar de alguna manera en ella. Pero sostener que comprenderlo todo significa perdonarlo todo no es mayor confusión que la de que el significado de un fenómeno moral se agota en decidir si es digno de perdón o no. Aquí se entrecruzan dos cosas distintas que hay que mantener completamente separadas. Lo que se debe combatir o defender viene determinado por convicciones prácticas y relaciones fácticas, y si se deja el necesario terreno de juego a los azares históricos, ha de ser posible explicarlo exhaustivamente. El que yo castigue un robo no precisa para justificarse de ningún fundamento último, sino de uno meramente actual. Pero ahí no hay ni rastro de consideración moral o de fantasía. Si por el contrario alguien se siente paralizado en el instante en que va a aplicar un castigo, y siente que se desploma de repente su derecho a ponerle la mano encima a otro hombre, si comienza a hacer penitencia o se harta hasta reventar en las tabernas, entonces ya nada tienen que ver en lo que le concierne lo bueno ni lo malo, y con todo, se encuentra sin embargo en un vehemente estado de reacción moral.

Hasta qué punto se siente la moral como algo que es en sus mismos fundamentos cuestión de aventura y de experiencia, lo prueba el que incluso sus teóricos abandonen la segura tierra firme del utilitarismo y hayan intentado a menudo elevar el ¡tú debes! a experiencia peculiar, para dejar que el sentimiento llame a la puerta desde el exterior, embozado como un gran extraño, en disfraz de deber. El imperativo categórico, y todo cuanto desde entonces pasa por experiencia específicamente moral, no son en el fondo más que una enrevesada comedia de cascarrabias con el fin de volver al sentimiento. Pero lo que así se devuelve a primer término es algo completamente secundario, inconsistente por sí mismo, que presupone leyes morales en lugar de crearlas. Una experiencia auxiliar, y ni de lejos la experiencia central de la moral.

De todas las máximas morales proclamadas alguna vez, aquélla a la que envuelve la atmósfera más altruista no es “ama a tu prójimo” o “haz el bien”, sino el postulado de que la virtud se puede enseñar. Pues de hecho toda acción racional precisa de los demás hombres, y sólo crece mediante el intercambio de experiencias comunes. Pero propiamente la moral sólo empieza en la soledad que separa a cada uno de cualquier otro. Aquello de lo que no se puede hacer partícipe a otro, la clausura en uno mismo, es lo que hace necesitar a los hombres de lo bueno y lo malo. Bien y mal, deber o falta al deber, son formas con las que el individuo instaura un equilibrio sentimental entre sí mismo y el mundo. No obstante, lo importante no es comprobar lo típico de esas formas, sino antes bien comprender la presión que las crea o la depresión sobre las que se apoyan, infinitamente distintas. Y para eso la acción es un primer balbuceo, ya se trate de un héroe, de un santo de un delincuente. Incluso el asesino sexual tiene algún rinconcito lleno de heridas íntimas y de peticiones secretas, en algún punto el mundo es injusto con él como con un niño, y no es capaz de expresarlo de otra manera que así, al modo en que en ese momento lo consigue de un golpe. En el criminal hay resistencia y falta de resistencia frente al mundo, y ambas se dan en todo hombre que tenga un marcado destino moral. Antes de aniquilaar a alguien semejante, así sea el mayor de los infames, se debería tomar y proteger lo que en él era resistencia y fue aplastado por lo demás. Y nadie afrenta más a la moral que esos pobres diablos de lo bueno y lo malo que, ante algunas de sus formas de aparición, rehúsan el simple contacto con un lánguido sobresalto.