miércoles, 29 de agosto de 2012

Un cielo azul....

Un cielo azul, silente, moteado
De nubes que no anuncian húmedas alegrías
Domina la mañana en la ciudad, y son ya cientos
Los días de esta seca agonía. Desespero del norte. Mar Cantábrico.

Si con estimulantes subterráneos, ánimos pasajeros;
Si con autorizados legalmente, distinto pero igual;
Acaricio los lomos de los libros, luego cojo la escoba, pienso en K,
El reloj da las doce, cuándo podré dormir, con dolor y muy grande alegría pienso en K.

Apenas me concierne la fotosíntesis.
Escucho la llamada de la Tierra.
La Oda a un ruiseñor, epitafios de agua,
A lo lejos concierto para chelo, Lutoslawski.

Luego llega la Callas, María Callas,
Pone voz a Puccini, lo engrandece, lo actualiza,
En el suelo, tumbado, me estremezco y me invade
Lo olímpico, tanto tiempo en la sombra, lo de vez en cuando, pero siempre.

Agosto 2012

jueves, 5 de julio de 2012

Elizabeth Bishop, "En prisión"








En prisión


Espero con impaciencia el día de mi encarcelamiento. Será entonces cuando mi vida, mi verdadera vida, dé comienzo. Tal como dice Nathaniel Hawthorne en La oficina de información: «Quiero mi sitio, mi propio sitio, mi verdadero sitio en el mundo, mi verdadero ámbito, aquello con lo que la Naturaleza pretende que cumpla... y que he estado buscando en vano durante toda mi vida.» Pero yo no siento tanta nostalgia, ni he buscado en vano «durante toda mi vida». Sé desde hace muchos años hacia dónde se orientan mis capacidades y cuál es mi «verdadero ámbito», y siempre he deseado fervorosamente penetrar en él. En cuanto haya llegado ese día y se hayan cumplido todas las formalidades, sabré exactamente cómo enfrentarme a esos deberes que «la Naturaleza pretende que cumpla».

El lector, o mis amigos, especialmente aquellos que conocen mi modo de vida, podrían objetar que un encarcelamiento real es innecesario, debido a que ya vivo, en relación con la sociedad, en gran medida como si estuviese confinado en una prisión. Eso no puedo negarlo, pero simplemente debo recalcar la diferencia filosófica existente entre Libertad y Necesidad. Es posible que ahora viva como si estuviese en prisión, o podría incluso buscarme un alojamiento cerca, o dentro, de una prisión y seguir fielmente la rutina de la prisión en cada uno de sus detalles; pero seguiría siendo un «ministro sin cartera». Creo que la vida de hotel que llevo actualmente podría compararse en muchos aspectos con la vida en prisión: hay corredores, celdas, una gran cantidad de personas sin ninguna relación entre sí y cada una de las cuales está allí por motivos diferentes, pero sigue habiendo grandes diferencias. Y, por supuesto, en cualquier hotel, incluso en el más austero, es imposible pasar por alto la existencia de «decoración», las alfombras turcas, los extintores metálicos, los dinteles, etc. ¡Es ridículo intentar imaginarse en prisión en tal entorno! Por ejemplo, la habitación en la que ahora me alojo está empapelada con un papel nada feo, cuyo estampado consiste en unas rayas plateadas verticales de unos tres centímetros aproximadamente, equidistantes entre sí. Están dispuestas sobre, aunque más bien dan la impresión de estar dentro, un motivo de enredaderas florecidas que recorre toda la pared sobre un fondo de un tono marrón desvaído. Ahora, por la noche, con la lámpara encendida, esas rayas plateadas reflejan la luz, brillan y parecen sobresalir un poco, o más bien hundirse un poco en las enredaderas florecidas, aparentemente aislándolas de mí. ¡Casi podría imaginarme a mi mismo, si eso sirviera de algo, en una enorme pajarera! Pero eso es una parodia, una ensoñación de mis verdaderas esperanzas y ambiciones.

Hay que estar dentro; ésta es la condición primordial. ¡Y, sin embargo, sé de pueblos aislados, o ciudades insulares, en nuestros estados sureños, donde los prisioneros no están en absoluto encarcelados! Visten un uniforme fácilmente reconocible, normalmente el pintoresco y familiar traje con rayas horizontales blancas y negras, y un gorro sin visera del mismo material, y en ocasiones, aunque no siempre, van encadenados por los tobillos. Y cada mañana los dejan en libertad, para que trabajen en la ciudad en las tareas que les han asignado, o bien para que se busquen ellos mismos cualquier trabajo que puedan encontrar, por raro que sea. Yo los he visto con mis propios ojos bombeando agua, barriendo las calles, incluso ayudando a las amas de casa a limpiar las ventanas o sacudir las alfombras. Una de las escenas más remarcables que he contemplado jamás, por su colorido contraste, las protagonizaba un grupo de esos convictos temporalmente emancipados, con sus rayas blancas y negras, regando, o más bien intentando hacerlo, un enorme macizo de plantas tropicales en el césped de un edificio público. La composición floral incluía una amplia variedad de plantas y arbustos, cada uno de los cuales lucía hojas de brillantes colores o llamativamente moteadas. Recuerdo que uno de los arbustos tenía unas largas hojas con forma de cuchillo, que se retorcían al crecer formando amplios espirales; la cara superior de la hoja era de color magenta y la inferior de un amarillo ocre. Otro poseía hijas grandes, planas y lustrosas, de color verde oscuro, en las que aparecían garabateados magníficos arabescos de un amarillo pálido. Estos dibujos, que contrastaban con las llamativas rayas del uniforme de la prisión, producían, una imagen extraordinaria, aunque algo recargada.



Pero los prisioneros, si así puede llamárseles, debían cargar con la perpetua irritación que producen todas las medidas de medias tintas, el «no saber en qué situación está uno». Se encontraban sometidos a una regla: estar de vuelta en la prisión, en el «cuartel general», a las nueve en punto, para que los encerrasen durante la noche; ¡y me pareció entender que no era infrecuente que a uno o dos, que llegaban unos minutos tarde, se les dejase fuera toda la noche! Entonces regresaban a sus casas si eran originarios de esa región, o bien se echaban en los escalones de la cárcel en la que allí se suponía que debían estar encerrados y dormían allí. Pero esta concepción tan miope y vaga del sentido de la prisión jamás podría satisfacerme. Jamás consentiría someterme a un encarcelamiento en estas condiciones, ¡no, jamás!

Acaso mis ideas sobre este tema pueden parecer demasiado rigurosas. Pueden parecerles a ustedes ridículo que yo fije las condiciones de mi propio encarcelamiento de esta manera. Pero déjenme decirles que he dedicado a este asunto la mayor parte de mis pensamientos y mi atención durante varios años, y creo que no estoy hablando de esto únicamente por razones egoístas. De toda la literatura quizá lo que más me gusta son los libros sobre la experiencia de estar encarcelado, y he leído un montón; aunque es evidente que a menudo resultan decepcionantes a pesar del tema. Tomen Una habitación enorme. ¡Cómo he envidiado a Cummings, autor de este libro! Pero había en él algo artificial, algo que me desconcertaba considerablemente; hasta que me di cuenta de que era debido a que el autor, durante todo su periodo de encarcelamiento, había mantenido la íntima convicción de que finalmente le pondrían en libertad; un defecto, o más bien una burbuja de aire, que no podía, por su propia naturaleza, sino alcanzar la superficie y estallar. El mismo motivo puede explicar que la presencia constante de sentido del humor me enervara tanto. Estoy convencido de que me gusta el humor como al que más, como suele decirse, pero siempre me ha parecido una gran lástima que tanta gente inteligente crea hoy en día que todo lo que puede sucederles es divertido. Esta creencia mina la conversación y la comunicación epistolar, condenándolas a la monotonía, y después penetra más profundamente para corromper nuestra capacidad de observación y comprensión, o al menos eso opino yo.

Antaño disfruté mucho con El conde de Montecristo, pero ahora dudo de que fuese capaz de leerlo de cabo a rabo, con su exposición de «una injusticia», el romanticismo de su túnel, la búsqueda del tesoro, etc. Sin embargo, como considero que estoy muy en deuda con ese libro, y no quiero omitir o minimizar ninguna influencia, incluso de la infancia, lo menciono aquí. La balada de la cárcel de Reading es otra de las obras sobre este tema que jamás he podido soportar; me daba la sensación de que se servía de un materia que, pese a que podía ser de gran interés humano, no tenía nada que ver con el tema en cuestión. «Esa pequeña carpa azul/ que los presos llaman cielo» me parece un puro disparate. Estoy convencido de que hasta el cielo visto a través del ojo de una cerradura sería suficiente, en su infinidad azul y ciega, para proporcionarle a alguien, incluso alguien que nunca antes lo ha visto, una idea adecuada de cómo es el cielo; y en cuanto a llamarlo «cielo», todos lo llamamos cielo, ¿o no?; no veo nada patético en ello, como sin duda se supone que debería sucederme. Mejor dadme Recuerdos de la casa de los muertos o Vida de un prisionero en Siberia de Dostoievski. Incluso si parece haber cierta ambigüedad sobre la condición de los prisioneros, al menos uno está en manos de una autoridad que se percata de las limitaciones y posibilidades de su tema. Y en cuanto a los habituales bestsellers escritos por guardianes, verdugos, carceleros y demás, nunca he leído ninguno, ya que tengo el firme propósito de mantener mi propio punto de vista, y no quiero introducir ninguna afectación evitable en mi futuro comportamiento. 



Me gustaría una celda de unos cuatro o cinco metros de largo por dos de ancho. La puerta estaría en un extremo; la ventan, situada a bastante altura, en el otro, y el camastro de hierro junto a la pared; me lo imagino a la izquierda, pero por supuesto podría perfectamente estar situado a la derecha. Podría disponer o no de una mesa pequeña, o de un estante sujeto con cuerdas a la pared, justo debajo de la ventana, y junto a él una silla. Me gustaría que el techo fuera bastante alto. Los muros que tengo en mente ostentan interesantes manchas y desconchados o presentan otro tipo de deterioro; son grises o blanqueados, azulados, amarillentos, incluso verdes; pero espero que no sean de otro color. La posibilidad de tablones sin pintar con su gama de diferentes veteados puede satisfacerme, o losas cuadradas o con formas irregulares. Corro el horrible riesgo de ser confinado en una celda de ladrillo rojo; sin embargo, el ladrillo encalado o pintado puede resultar muy agradable, especialmente si hace tiempo que no se ha repintado y la pintura se ha descascarillado aquí y allá, revelando, en un marco irregular pero biselado (formado por las sucesivas capas de pintura), la regularidad de los ladrillos que hay debajo.

Por lo que concierne a la vista desde la ventana: una vez fui a ver una habitación en el Manicomio del Mausoleo en la que el pintor V... había sido confinado durante un año, y lo que más me impresionó de esa habitación, y dio pie a mis propias ideas sobre el tema, fue la vista. Mi compañero de viaje y yo llegamos al manicomio a última hora de la tarde y nos recibió una monja, aunque al parecer una familia, que vivía en una casita independiente, estaba a cargo de todo. Al oír nuestras llamadas, salieron rápidamente cuatro miembros de la familia, que estaban cenando y nos hablaban con la boca llena. Se situaron en fila, al final de la cual su pequeño gatito blanco y negro e entretenía arañando el suelo. Era «una escena llena de vida». La hija, de ocho años, y un hermano más pequeño, cada uno con una larga rebanada de pan que se iban comiendo, fueron los encargados de guiarnos por el lugar. Primero atravesamos varios corredores largos y oscuros como sótanos, pintados de amarillo, con las puertas bajas de color azul de las celdas a lo largo de una de las paredes. Los suelos eran de piedra; la pintura estaba descascarillada por todas partes, pero el efecto del conjunto era solemnemente encantador. La habitación que habíamos venido a ver estaba en la planta baja. Habría resultado muy triste de no haber los dos niños que correteaban arriba y abajo, mientras masticaban sus rebanadas de pan blanco e intentaban superarse el uno al otro explicándonos que era cada cosa. Pero me estoy alejando de mi tema, que era la vista desde la ventana de esa habitación: daba directamente sobre el huerto de la institución, detrás del cual se extendían los campos. Había una hilera de cipreses a la derecha. Estaba anocheciendo con rapidez (y mientras estábamos allí se hizo tal oscuridad que hubiéramos sido incapaces de encontrar el camino de salida de no ser por los niños), pero todavía puedo ver tan claramente como en una fotografía la espléndida plenitud de la vista desde la ventana: los campos segados, los oscuros cipreses y la bandada de golondrinas descendiendo en el cielo grisáceo; sólo los campos conservaban su desvaído color.

Como vista podía ser ideal, pero hay que tomar en consideración muchas cosas y, por muy lenitiva e inspiradora que pudiese resultar esa escena, no creo que lo más adecuado para un manicomio sea necesariamente lo más adecuado para una prisión. Y ello es así porque espero ir a la prisión en posesión de todas mis «facultades»; de hecho, no espero que se desarrollen plenamente hasta que esté instalado allí de una manera definitiva. Supongo que algo un poco menos rústico, un poco más severo, me sería personalmente de más utilidad. Pero es un problema difícil de resolver, y probablemente sea mejor que se resuelva, domo debe ser, por puro azar. 



Debo confesar que lo que más me gustaría sería una vista de patio enlosado. Adoro los patios de piedra casi hasta la pasión. Si no me encarcelasen, intentaría al menos hacer realidad esta parte de mi sueño; me encantaría vivir en una granja como las que he visto en el extranjero, una granja con una era de piedra absolutamente desnuda, las piedras dispuestas formando sencillos dibujos en forma de cuadrados o diamantes. Otro dibujo que admiro consiste en colocar adoquines formando abanicos, con piedras más grandes contorneando el borde. Pero desde la ventana de mi celda preferiría ver, digamos, un diseño en forma de rombo, perfilado con piedras largas y con el interior de adoquines; el dibujo se iría estrechando a medida que se alejara de la ventana en dirección al apartado muro del patio de la prisión. En resto de mi paisaje sería responsabilidad exclusiva del tiempo, aunque preferiría que mi celda mirase hacia el este en lugar de hacia el oeste, ya que prefiero los amaneceres a los ocasos. Además, en mi opinión, mirando hacia el este se obtienen los efectos más teatrales del ocaso. Me refiero a esos quince minutos o media hora de un dorado intenso en que a cualquier objeto puede conferírsele un sentido mágico. Si el lector puede describirme algo más hermoso que un patio de piedra iluminado con una luz oblicua que hace que cada una de las losas apenas ligeramente abombadas proyecte una pequeña sombra, mientras que el conjunto de la superficie aparece cubierto de una gruesa capa dorada, y un poste proyecta una larguísima sombra, y un alambre destensado, una sombra sobrenatural; le ruego a ese lector que me lo comunique.

Tengo entendido que la mayoría de prisiones están en la actualidad dotadas de bibliotecas y que se espera que los presos lean los volúmenes de la Everyman's Library y otros libros de intención educativa. Espero no parecer demasiado reaccionario si digo que mi único deseo es que me proporcionen un libro muy aburrido, cuanto más aburrido mejor. Un libro que, por otra parte, trate de un tema que me sea por completo ajeno; tal vez el segundo volumen de la obra en cuestión, en caso de que el primero me permitiese familiarizarme demasiado con el asunto y los planteamientos de la misma. Entonces podré experimentar, con la conciencia libre, el placer, supongo que perverso, de interpretarlo sin tener para nada en cuenta sus propósitos. Porque comparto la opinión de M. Teste de Valéry de que «entendemos mucho mejor nuestras propias ideas a través de la expresión de las de los demás»; y me he resignado, aunque tal vez hablo con excesiva franqueza, a obtener de este —lamentable pero irremediable— estado de cosas la escasa información y dicha que me sea posible. De mi aislado libro semejante a una piedra podré extraer amplias generalizaciones, abstracciones del tipo más elevado e iluminador, como alegorías y poemas, ¡y yuxtaponiendo fragmentos al entorno y las conversaciones de mi prisión podré construir mis propios fragmentos de arte surrealista!; algo que sería incapaz de hacer en el exterior, donde las fuentes son tan apabullantes. Quizá sea un libro sobre la cura de una enfermedad, o acerca de una técnica industrial..., pero no, incluso tratar de imaginar el tema sería estropear la sensación de frescura que espero recibir, como una oleada, cuando llegue por primera vez a mis manos.

La escritura en las paredes: he formulado ideas muy precisas sobre este importante aspecto de la vida en prisión, y ya he redactado frases y párrafos (que no puedo reproducir aquí) que espero poder escribir en las paredes de mi celda. Sin embargo, primero, incluso antes de echar un vistazo al libro mencionado más arriba, leeré atentamente (o intentaré leer, ya que probablemente estén parcialmente borradas o escritas en una lengua extranjera) las inscripciones en las paredes. Y adaptaré mis propias creaciones, para que no entren en conflicto con las escritas por el preso que me precedió. Se notará la voz de un nuevo interno, pero no contradeciré o criticare las pintadas ya existentes, sino que se tratará más bien de un «comentario» a ellas. He pensado in tentar escribir un poema breve pero inmortal, mas temo que esté por encima de mis posibilidades; aunque es posible que una vez me haya confrontado con esa pared manchada, sucia y garabateada, y sienta entre mis dedos la punta de un lápiz o un clavo oxidado, me supere a mí mismo. Tal vez ordenaré mis «obras» en series de pulcras inscripciones escritas en bien legibles caracteres de letra redonda; tal vez las escriba en diagonal, en un rincón, o entre la base de la pared y el suelo, en garabateos casi ilegibles. Serán breves, sugestivas, angustiadas, pero rebosantes de las luces de la revelación. Y una parte nada despreciable de la dicha que estos escritos me proporcionarán será pensar en la persona que vendrá después de mí; ¡un legado de pensamientos que le dejaré, como un viejo fardo tirado sin ningún miramiento en un rincón!



Una vez soñé que estaba en el Infierno. Era un país llano, como Holanda, con toda la hierba de las marismas de un burdo verde artificial, iluminado por una luz solar brillante pero casi horizontal. Yo vestía un traje de algodón gris que no me sentaba bien; pantalones demasiado largos y una camisa con los faldones por fuera, y llevaba el pelo muy corto. Sufría continuos mareos, porque el horizonte (y por eso sabía que me encontraba en el Infierno) estaba en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Pese a que este sueño inútil parezca no tener ninguna relación con mi tema, lo incluyo simplemente para demostrar la manera en que espero que mi visión del mundo exterior cambie milagrosamente cuando escuche por primera vez cerrarse detrás de mí la puerta de mi celda, y me dirija hacia la ventana para mirar por primera vez hacia el exterior.

Me las arreglaré para tener un aspecto un poco diferente, con mi uniforme, al del resto de los reclusos. Me dejaré el botón del cuello de la camisa sin abrochar, o me enrollaré las manga entre la muñeca y el codo; tan sólo un ligero toque informal, un poco byroniano. Por el contrario, si ése fuese el estilo generalizado en la prisión, adoptaría una severa y mecánica pulcritud. Mi porte y mi expresión facial estarán también influenciados por el mismo motivo. No hay, sin embargo, una falta de sinceridad en todo esto; es la concepción que tengo de mi papel en la vida de la prisión. Es algo completamente diferente a ser un «rebelde» fuera de la prisión: es ser poco convencional, quizá díscolo, pero entre sombras y oscuridad.

Mediante estos principios, estas ligeras diferencias, y el encanto (no piensen que estoy alardeando, o sobrestimando la importancia de los detalles, porque he comprobado el efecto en múltiples ocasiones) de mi actitud cuidadosamente apagada y reservada, atraeré hacia mí a un amigo íntimo, sobre el que ejerceré una influencia considerable. Este amigo, un miembro importante de la sociedad carcelaria, me será de gran ayuda para implantar mi autoridad, reconocida pero no oficial, sobre el desarrollo de la vida en la prisión. Harán falta años para que me convierta en influyente, y quizá —y eso es lo que me atrevo a esperar— encontraré la prisión en un periodo de su evolución en que resulte inevitable que se me considere una mala influencia... Tal vez se mofen de mí, como se mofaron del Vicario de Wakefield; pero evidentemente, al menos al principio nada me gustaría más.

Hace muchos años me di cuenta de que podía «triunfar» en un lugar, pero no en todos los lugares, y que nunca jamás podría triunfar «exhaustivamente». En el mundo, por ejemplo, estoy demasiado influenciado por la ropa, por absurdo que pueda parecer. Pero en un lugar en el que toda la ropa es igual, se me brinda la posibilidad de ser capaz de desarrollar un «propio», que puede ser incluso admirado e imitado por otros. Cuanto más larga sea mi condena —aunque no puedo pensar en otra cosa que en una condena a cadena perpetua—, más lentamente deberé establecer mi posición, y más seguras serán mis posibilidades de éxito. Por ridículo que suene, y resulte, ¡me gustaría formar parte del equipo de béisbol!

Pero de la misma manera que he protestado contra la ambigua situación de esos prisioneros que estaban al mismo tiempo dentro y fuera de la prisión (¡incluso he visto cómo sus esposas les lavaban los pantalones a rayas y los tendían a secar!), debería oponerme radicalmente a cualquier cambio o ruptura en mi modo de vida. Si, por ejemplo, cayese enfermo y tuviera que acudir a la enfermería de la prisión, o si poco después de llegar tuviera que trasladarme a otra celda, cualquiera de estos incidentes me perturbaría seriamente, y debería empezar de nuevo desde cero.

Es natural que en estas circunstancias haya pensado a menudo en alistarme en nuestro ejército o en nuestra marina. En alguna ocasión he permanecido una hora en la acera estudiando los carteles de las oficinas de reclutamiento: el retrato oval de un soldado o marinero rodeado de escenas que representan su «vida». Pero me parece que al marinero lo pueden trasladar de un barco a otro sin ni siquiera pedirle su opinión; y además también creo que a una persona de mi temperamento tiene que resultarle profundamente ingrata la contemplación del mar. En las risueñas fotografías que rodean la gallarda cabeza del soldado lo he visto «cumpliendo con su trabajo»: construyendo carreteras, pelando patatas, etc. Aparte de las remotas posibilidades de servicio activo, estas fotografías serían suficientes por sí mismas para disuadirme de incorporarme a filas.

Pueden ustedes decir —algunas personas me lo han dicho— que hubieran sido más felices en la época más floreciente del orden religioso, e imagino que eso se aproxima mucho a la verdad. Pero incluso en este caso tengo mis dudas, y la diferencia entre Libertad y Necesidad vuelve a emerger para confundirme. «La libertad es el conocimiento de la necesidad»; no hay otra cosa en la que crea más ardientemente. Y les aseguro que actuar de este modo es el único paso lógico que puedo dar. Quiero decir, claro está, que el verme obligado a actuar de este modo es el único paso lógico que puedo dar. 

 

sábado, 24 de marzo de 2012

Robert Musil, "Fecundidad moral" (1913)


pp. 38-40





El egoísmo es tan sólo una ficción de los teóricos de la moral; para el sentimiento, querer únicamente el bien propio no es en ningún sentido un asunto meramente personal. Sólo la completa sordera de entendimiento sería egoísmo en forma pura. Un automatismo sin conciencia concomitante. Un cortocircuito entre el estímulo sensorial y la voluntad, sin paradas intermedias en un sentimiento del mundo. El libertino, el gran criminal, el corazón de hielo, también son variantes del juego de altruismo, así como por ejemplo el donjuanismo se ha explicado como forma de amor.

Se ha demostrado que todo impulso altruista se puede retrotraer a un acto de egolatría. Igual se hubiera podido constatar que detrás de cada conducta egoísta se esconden impulsos altruistas, sin los cuales sería incomprensible. Llevadas al límite, ambas conclusiones son igual de chuscas. Dignidades del concepto en un cacharro que se tambalea, un juego involuntario del pensamiento, porque el suelo de los sentimientos oscila debajo.

Lo que aparece como un hecho cuando se buscan ejemplos de egoísmos diversos es siempre una relación sentimental con el entorno, una relación entre un yo y un tú que es difícil en los dos extremos. Pero igual de raro ha sido el puro altruismo en cualquier época. Sólo ha habido hombres que tenían que serles útiles a otros porque les querían, y otros que han tenido que hacerles daño porque les amaban y no podían expresarlo de otro modo. Pero odio y amor tampoco son más que fenómenos engañosos, pequeños indicios casuales de una misma fuerza que apremia a algunos hombres, y a la que podría calificare simplemente como agresividad moral, como la fantástica compulsión de reaccionar con vehemencia ante sus semejantes, de diluirse en ellos, o aniquilarlos, o crear para ellos alguna clase de constelaciones ricas en descubrimientos internos. Tanto altruismo como egoísmo son posibilidades de expresión de esa fantasía moral, pero en conjunto, tan sólo dos de sus múltiples formas jamás contadas.
 
Tampoco lo malo es lo contrario de lo bueno, o su ausencia, sino fenómenos paralelos. No son contrarios esenciales o últimos desde el punto de vista moral, como siempre se presupone, y probablemente tampoco conceptos de particular importancia en ningún sentido para la teoría moral, sino construcciones prácticas e impuras. Oponerlos diametralmente corresponde a un estadio anterior del pensamiento, que lo esperaba todo de la dicotomía, y es poco científico. Lo que presta a todas esas dicotomías morales su aspecto de importancia es que se las hace intercambiables por otra, “algo a combatir/algo a defender”. Esa contradicción auténtica que acompaña a todo el problema encierra de hecho un componente importante de la moral, y sería mala cualquier teoría que quisiera suavizar algo o mediar de alguna manera en ella. Pero sostener que comprenderlo todo significa perdonarlo todo no es mayor confusión que la de que el significado de un fenómeno moral se agota en decidir si es digno de perdón o no. Aquí se entrecruzan dos cosas distintas que hay que mantener completamente separadas. Lo que se debe combatir o defender viene determinado por convicciones prácticas y relaciones fácticas, y si se deja el necesario terreno de juego a los azares históricos, ha de ser posible explicarlo exhaustivamente. El que yo castigue un robo no precisa para justificarse de ningún fundamento último, sino de uno meramente actual. Pero ahí no hay ni rastro de consideración moral o de fantasía. Si por el contrario alguien se siente paralizado en el instante en que va a aplicar un castigo, y siente que se desploma de repente su derecho a ponerle la mano encima a otro hombre, si comienza a hacer penitencia o se harta hasta reventar en las tabernas, entonces ya nada tienen que ver en lo que le concierne lo bueno ni lo malo, y con todo, se encuentra sin embargo en un vehemente estado de reacción moral.

Hasta qué punto se siente la moral como algo que es en sus mismos fundamentos cuestión de aventura y de experiencia, lo prueba el que incluso sus teóricos abandonen la segura tierra firme del utilitarismo y hayan intentado a menudo elevar el ¡tú debes! a experiencia peculiar, para dejar que el sentimiento llame a la puerta desde el exterior, embozado como un gran extraño, en disfraz de deber. El imperativo categórico, y todo cuanto desde entonces pasa por experiencia específicamente moral, no son en el fondo más que una enrevesada comedia de cascarrabias con el fin de volver al sentimiento. Pero lo que así se devuelve a primer término es algo completamente secundario, inconsistente por sí mismo, que presupone leyes morales en lugar de crearlas. Una experiencia auxiliar, y ni de lejos la experiencia central de la moral.

De todas las máximas morales proclamadas alguna vez, aquélla a la que envuelve la atmósfera más altruista no es “ama a tu prójimo” o “haz el bien”, sino el postulado de que la virtud se puede enseñar. Pues de hecho toda acción racional precisa de los demás hombres, y sólo crece mediante el intercambio de experiencias comunes. Pero propiamente la moral sólo empieza en la soledad que separa a cada uno de cualquier otro. Aquello de lo que no se puede hacer partícipe a otro, la clausura en uno mismo, es lo que hace necesitar a los hombres de lo bueno y lo malo. Bien y mal, deber o falta al deber, son formas con las que el individuo instaura un equilibrio sentimental entre sí mismo y el mundo. No obstante, lo importante no es comprobar lo típico de esas formas, sino antes bien comprender la presión que las crea o la depresión sobre las que se apoyan, infinitamente distintas. Y para eso la acción es un primer balbuceo, ya se trate de un héroe, de un santo de un delincuente. Incluso el asesino sexual tiene algún rinconcito lleno de heridas íntimas y de peticiones secretas, en algún punto el mundo es injusto con él como con un niño, y no es capaz de expresarlo de otra manera que así, al modo en que en ese momento lo consigue de un golpe. En el criminal hay resistencia y falta de resistencia frente al mundo, y ambas se dan en todo hombre que tenga un marcado destino moral. Antes de aniquilaar a alguien semejante, así sea el mayor de los infames, se debería tomar y proteger lo que en él era resistencia y fue aplastado por lo demás. Y nadie afrenta más a la moral que esos pobres diablos de lo bueno y lo malo que, ante algunas de sus formas de aparición, rehúsan el simple contacto con un lánguido sobresalto.

viernes, 23 de marzo de 2012

Para acabar de una vez con el juicio (VI)

                                                        T'acqueta omai. Dispera
                                                         l'ultima volta. Al gener nostro il fato
                                                         non doñò che il morire. Omai disprezza
                                                         te, la natura, il brutto
                                                         poter che, ascoso, a comun danno impera,
                                                         e l'infinita vanità del tutto.

   

                                             Cálmate ahora. Desespera
                                             por última vez. A nuestro género el hado
                                             no dio sino el morir. Ahora desprecia
                                             a la naturaleza, el brutal
                                             poder que, oculto, impera sobre todo el daño común
                                             y la infinita vanidad del todo.

sábado, 11 de febrero de 2012

El tragador de rocas



Beñat Baltza Álvarez

EL TRAGADOR DE ROCAS



  
TREMENTINA//POESÍA






Cubierta: Trementina desde Internet
Escrito hacia el año 2000

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Ah, todo esto antes que yo,
acción, pasión, alumbramiento,
funerales—
un cuarto oscuro
donde risa y temblor se confunden.
* * * * *

Avidez de la noche me engulle: aquí:
grado cero
no
hay tiempo

crepitan las ciudades los planetas
crepitan
yo ardo....

Ah, si pudiera oscilar un momento—:
os soñaría
y

os soñaría.
* * * * *

Cien perros sarnosos me olfatean
en los escombros brillan los neones
misericordias centros de rehabilitación
en las orillas de las carreteras.

Cuán lejos de los cánticos nacionales,
de los himnos a las acelgas,
de la naturaleza asistida—

todavía unas cuantas patadas

el poeta en el ciberespacio
* * * * *

decir
por la boca
algo

hacer
que se entiende
* * * *
ESTUDIO

Y soñar para nada y caer en el hielo
            del sueño       
                                   quebrarlo
negra grieta crujido de huesos horizonte opaco
al que a rastras llegaré allí presente
acariciar la textura de lo que se derrite
la textura de los dioses de los imperios vencidos no sentir
piedad por ello mantenerme
cerca
en frío ya sólido que disminuye
de los ecos de los nomoi ohahohah ya no ser
y hablarles y contarles
la alegría cruel de su no-estar-ya-aquí
hielo ello también así y todo aurora
frío y resquebrajadura. Urgencia
urgencia consumir inventariados olvida
con urgencia dicha
                                   ahora
palabras
gritar el frío soplarse las manos callar:
todo el silencio corriendo por la sangre cerebros que aún
no nacieron piedras
que aún no chocaron entre sí
pliegues
por hacerse en las raíces
de la seda del mar oh
sana ohsanna bienvenido Príncipe del Silencio
bendice con tu mudez a la nueva criatura:
Moriremos en esta celda.
* * * * *

Las sombras.
Las voces que se alejan.
Las voces que no son.
Las voces que son nada.
Estás. No
hay nadie.

¿Quién busca?

Una voz
pregunta

Quién busca

Busca pregunta
busca. Voz.
Zov. Zovdmch
Scmnmas
Ozzzzzqwjftyt

¿Por quién se toma la Tierra?

Busca pregunta busca quiénbusca

Los pliegues.
Los vestidos.
* * * 
HORROR VACUI
(Lectura de Santiago López Petit)

nada nos espera
ningún resplandor nos guiña el horizonte
solamente marchar como quien fuma
los pulmones se abren y se cierran
el humo viaja y no hace formas
la habitación por la mañana se ventila
* * * * *
rosa fatigada del sol
cráneo impotente desluce
el cielo extiende su mortaja
sobra la parcela de cielo
por mis cuencas conquistada
* * * *

somier de hierro fundido desmantelamiento
los ríos no son dragados pestazo de sedimentos
los ríos traen colores vivan los peces mecánicos
los ríos ríen la risa laborables y festivos
si llueve mucho desbordan los ríos de risotadas
desbordar qué hermoso verbo luego después viene el chorro
chorrear y desbordar oh qué boda tan hermosa
la tarta la tarta dónde está la tarta
que se besen que nos besen
besémosles...
música música música
como salgan con rancheras va a ver un cortocircuito
pestazo de sedimentos
si los hombres de granja fueran qué a gusto los comería
y el doctor Agirreolea lugosizó su semblante—
los ríos no nacen donde dicen que nacen
sabemos que existe el sol la absorción de las aguas
la formación de las nubes etcétera

mira qué ojos tienes échate a mi lado
somier de hierro fundido vivan los peces mecánicos
* * * *

sueños de grava y orilla
dulce hora del abandono
corazones en terciopelo negro
música del estercolero—

porque una flor blanca entonces
me hechizó con su mirada
dulce hora del abandono
* * * * *

tragador de rocas
vómito de las montañas
vómito de acantilados
vómito de lava
fuego interior
desorden

piedra
molida en la uretra
piedra
arenilla en el sueño orina
sobre el amor cobarde de los hombres

Oh arquitectura del mundo
yo te amo
yo te aborrezco
soldado por el escroto al pedregal cósmico
centrifugado
centrípeto

dolor del sueño en el dolor de la vigilia
te amo
arcada inmensa
palabras meteoritos
palabras estrellas frías

Frío
 * * * * *



TREMENTINA//POESÍA

viernes, 10 de febrero de 2012

Dos poemas de Lois Pereiro



(PREPARED PIANO)


Neutralizar las líneas
la proyección externa
de las formas intestinas
con una mirada distante
a lo que desgrano de ellas
en el líquido de la idea necesaria
Que despegue el pigmento
sin destino
ajeno a su presencia
y un murmullo de gusanos
de la impresión que se desvanece
que el cuerpo invente
Demostrar que hay distancias
principios filosóficos
en un cuerpo expuesto a todo
que no ceden y acogen
cierto reflejo falso en su esencia
Superficie que emerge en la estructura
piel ilusión orgánica del cuerpo
Por tanto la vida se desgaja en minutos
al adelantarse a sí misma
un paso es indiferencia
y después nada
La fina piel de un virus
cuando la sangre es visible
la carne se hace cierta
en perfiles que se pierden
en cuanto cierro los ojos
y dejo espacio virgen para otro intento

(pp. 165-167)
                                                     * * *




(Análisis hemático del amor)

Con el amor que se interpone
entre vosotros
y mi miedo
se alteran los parámetros orgánicos
de mis restos en frágil equilibrio
bien restaurados y supervisados.

Y podría hacer un Lied amargo
dedicado a mis seres más amados
modificando mis CD4
y bajando el nivel de protombina
de este cuerpo que flota en endorfinas
sin jeringas o fármacos
que las lleven.

La sed por soñar aumenta la fiebre
y causa hemorragias invisibles
exiliando de la sangre los hematíes.

Pero las lágrimas lubrican el deseo
provocan más nostalgia
y anestesian.

La amistad protege y el amor cura
el odio contagia y hiere
la indiferencia mata.

Apagado este incendio sobrevivid libres
de este estertor final de quien os ama

(pp. 241-243)


jueves, 19 de enero de 2012

Lydia Lunch, Paradoxia

                                                       

                                                           Relato 20, páginas 140-145




Vendí las pocas cosas que Marty y yo habíamos acumulado. Todo el mobiliario, el estéreo, mis libros, mis libros, los discos y la mayor parte de mi ropa. Tenía que largarme de L. A. inmediatamente. Antes de recaer en toda la mierda de Johnny. Me las arreglé para juntar lo suficiente para pagar un billete de ida a Europa. En lista de espera.

Ámsterdam. Una Disneylandia psicodélica abarrotada de sex-shops, tiendas de tatuajes y, calle tras calle, un escaparate tras otro con putas avejentadas exhibiéndose dentro. Me sentí como en casa. En cada esquina había un chiringuito donde vendían hierba. Cientos de cafés atestados de miles de turistas, de artistas, de gente que aspiraba a serlo, de directores de cine y de cualquier otra forma imaginable de pervertido. La afluencia de italianos borrachos, marroquíes colocados, americanos ignorantes e ingleses palurdos convertía el lugar en un paraíso para los carteristas.

Tenía el número de teléfono de un disc-jockey especializado en música underground. Cuando tal cosa existía aún. Lo había conocido unos años antes en una actuación que hice en el Teatro Internacional de la Poesía y el Dolor. Me ofreció su apartmento durante el mes de agosto a cambio de que le ayudase a acabar a tiempo un trabajo, la organización de un festival de verano, de carácter anual, programado para celebrarse en su ausencia. Se iba a Tailandia en treinta y seis horas. Otro golpe de suerte.

Me sugirió que llamara a Babbette, una directora de cine de vanguardia y una mujer deliciosamente curtida. Especialista en documentales sobre los movimientos radicales de los años setenta. Acababa de ser premiada con una beca para filmar una película independiente para la televisión francesa y estaba buscando a alguien que le ayudara en varios aspectos de producción. Me apunté sin pensarlo dos veces, para escamotear una quinta parte del presupuesto. Entregué un guión cuyos temas de celos, locura erótica, aislamiento y rechazo eran el vivo reflejo de las aventuras que yo había estado orquestando durante años. Tenía tres semanas para doblegar a aquella bestia, antes del inicio del rodaje. Tres emanas para merodear por mercadillos, librerías, galerías de arte, clubs nocturnos o emporios de la droga; para garabatear notas en ráfagas frenéticas, que luego iban a ser encajadas en el script. El rodaje empezó al día siguiente de presentar el guión. Un caótico revoltijo de emociones cruzadas.


Conocí a Styn durante la filmación. Era el encargado de los efectos especiales. Misteriosas puertas que se abrían y se cerraban. Agujeros taladrados en la frente. Narices sanguinolentas. Heridas de guerra. Yo ya estaba acostándome con dos de los actores y me había encamado con varias de las chicas del catering. Él me dio un respiro de la penosa tarea de escribir, codirigir y actuar en una película que de todas formas no iba a ver nadie.

Juntos nos tomábamos largos descansos fuera de las localizaciones, y vagábamos sin rumbo por los boscosos barrancales que flanqueaban la enorme y ruinosa finca en la que estuvimos confinados durante semanas. Yo estaba fascinada por su educación europea, su cultura y sus maneras refinadas y tranquilas. Una especie totalmente diferente. Declaraba, coincidiendo conmigo, sentir indiferencia por los remordimientos, los celos o el sentimiento de culpa. Decía que el pozo de sus emociones era una charca de poca profundidad más allá de la cual mandaba la inteligencia. La razón se imponía cuando la fibra sensible aflojaba, y eso le ahorraba las heridas autoinfligidas del amor perdido, el ego destrozado o las relaciones tormentosas. Encontrar su punto débil era un desafío.

Me seducía con pasajes robados a Blanchot, a Bataille o a Foucault. Yo me dejaba seducir por sus cortos monólogos cuya belleza me llenaba de hastío y melancolía. Cuando estaba a punto de llorar, él reía quedamente y me susurraba que era hora de volver al trabajo. La filmación estaba a punto de terminar.

Styn me sugirió que lo celebráramos y me invitó a cenar. Tenía un piso de soltero en una segunda planta, que daba a uno de los muchos canales que entrecruzaban la ciudad. Unas tenues luces blancas y una música anodina no hacían presagiar la pesadilla en ciernes. Un exquisito pescado blanco, una sopera llena de un suave consomé, fruta, vino. Sencillo. Elegante.


Hasta que empecé a sentir náuseas. Mareos. Ni siquiera habíamos acabado de comer cuando la habitación entera comenzó a dar vueltas. La vista me flojeaba. Estaba a punto de desplomarme. Ebria, pero no de vino. Me pregunté si habría echado algo en mi copa… quizás un tósigo ligero. Un poco de arsénico. Belladona. La obra de Bataille El azul del cielo, hecha realidad. Styn parecía preocupado y a la vez divertido por mi percance. Me llevó con delicadeza hasta su cama y me pasó un trapo húmedo por la cara. Dijo que tal vez la comida fuera demasiado rica en proteínas, excesivamente dulce, o que quizá estuviese en mal estado. Empezó a halagarme, susurrándome lo bien que me sentaban las náuseas. Cómo daban una palidez radiante, un lustre luminoso, a mi ya de por sí blanquísima piel. Afirmaba que estaba resplandeciente, fascinante, maravillosa, algo digno de ver. Y que se estaba empalmando. Estaba rígido. Que si me importaba si se quitaba los pantalones, para darle un respiro a su excitación. Que la ropa lo estrangulaba. Mientras tanto seguía murmurando cuánto me favorecían las náuseas.

Le pedí que me ayudara a ir al baño. Ya no podía controlar los espasmos que me hacían estremecer el cuerpo. Necesitaba vomitar, mear, cagar. Estaba a punto de ensuciarme toda. Con el mayor cuidado me despojó del vestido, de las bragas y del sujetador; los dobló meticulosamente y los colocó encima del toallero. Sus maneras sofisticadas me recordaron las de un sirviente bien pagado. Insistió en que me arrodillara ante el retrete, que me purgara, que no fuera tímida. Que él estaba allí para ayudarme. Se quedó a mi lado, comprobando mi pulso, mi temperatura. Las pupilas de mis ojos. Las inmaculadas baldosas blancas brillaban reflejándose unas en otras, aumentando mi vértigo. Mi estómago se retorcía. Comencé a expulsar gran parte de la comida, bilis. Orinando y defecando al mismo tiempo encima del retrete, de las baldosas, de mis muslos. Mis entrañas, agitadas por las convulsiones, chorreaban por cada orificio.

Me desmayé y recuperé la consciencia varias veces. Perdí la noción del tiempo. No tenía idea de cuánto rato pasé tirada junto al retrete. Estremeciéndome. Con las tripas gimiendo. El sonido del disparador de la cámara que me estaba ametrallando me sobresaltó. El hijo de puta había estado fotografiando todo mi calvario. Poco a poco, empecé a recuperarme. Reuní la fuerza suficiente para levantar la cabeza, pedir un vaso de agua. Styn sonrió con dulzura e hizo girar la manecilla de la ducha. Retiró de la pared el enorme grifo, comprobó la temperatura del agua y orientó el chorro hacia las baldosas que había encima de mi cabeza, bautizándome con gotitas de agua fría. Trazó mi silueta en el suelo, me hizo cosquillas en los pies con chorros intermitentes, y acabó el masaje líquido entre mis piernas. Aumentando la presión seductoramente. Aguantándola allí lo bastante para que mi pulso se desbocara.

Entonces me golpeó en la boca. Un manotazo de agua, duro y frío, me hizo separar los labios y me obligó a engullir. Sonriendo mientras yo me ahogaba. Me hacía estremecer. Comenzó a frotarse la polla, que había estado expuesta todo el rato, con unos cuantos meneos enérgico a la vez que seguía disparando la cámara. Mantenía mis piernas separadas con la punta de su zapato. Apretaba la gruesa manguera de la ducha contra mi delicada flor. Mis piernas empezaron a moverse espasmódicamente. Mi cabeza se agitaba de un lado hacia otro. Las arcadas fueron amainando. El orgasmo se iba acercando. De vez en cuando la luz del flash rebotaba en las blancas paredes. Yo me sentía demasiado débil para protestar. Toda vanidad sería inútil. Estallamos los dos. Aquella visión enfermiza quedó grabada como una película en nuestra memoria, para referencia futura.

Dejó caer la manguera y se arrodilló junto a mí. Me besó los pies, murmurando letanías acerca de mi belleza en francés, alemán y holandés. Me lavó con cuidado. Una sonrisa angelical besaba sus labios. Yo estaba completamente exhausta, paralizada por el cansancio. Me llevó a su cama. Me dijo que descansara, que durmiera, que tenía que recuperar fuerzas. Yo era incapaz de reprocharle las notas que seguía tomando mientras la película rebobinaba dentro de la cámara.