miércoles, 12 de octubre de 2011

Stefan Zweig sobre Marcel Proust.

En el libro titulado TIEMPO Y MUNDO, de Stefan Zweig, reproducimos aquí íntegramente la estampa que el escritor austriaco hace de Marcel Proust y que en la edición que usamos corresponde a las páginas 16-24
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LA VIDA TRÁGICA DE MARCEL PROUST

(1925)


Nace al final de la guerra, el 10 de julio de 1871, en París, hijo de un médico renombrado y en el seno de una familia burguesa, rica, inmensamente rica. Pero ni el arte del padre ni los millones de la madre fueron capaces de salvar su infancia: a los nueve años, el pequeño Marcel deja definitivamente de tener salud.

Al volver de un paseo por el bosque de Boulogne se ve acometido por una crisis de asma y esos terribles ataques han de desgarrar su pecho a lo largo de toda su vida hasta el último instante. Desde que cuenta nueve años, casi todo le está prohibido: viajes, juegos alegres, movilidad y travesuras; todo cuanto se identifica con la palabra “niñez”. Así, ya desde muy pronto se torna observador, sensible, frágil de nervios y fácil de irritar, un ser dotado de una excitabilidad inaudita de los nervios y de los sentidos.

Ama apasionadamente el paisaje, mas sólo muy rara vez le es dado gozar de él y jamás en primavera, pues entonces el polvillo sutil del polen, la sensusalidad y preñez de la naturaleza, afectan dolorosamente sus inflamables órganos. Ama con pasión las flores, mas no puede aproximarse a ellas. Cuando un amigo entra en la habitación con un clavel en el ojal, ha de rogarle que se lo quite, y una visita a un salón que tenga una mesa adornada con ramos de flores le obliga a guardar cama días y días. Por esto a veces s etraslada al campo en un coche cerrado herméticamente, para poder ver tras las ventanas con vidrios los colores que tanto ama, los cálices de las flores, que parecen respirar. Y toma libros y más libros pare leer relatos de viajes y descripciones de paisajes que jamás se hallarán a su alcance. Una vez se aventura hasta Venecia, un par de veces hasta el mar, pero cada uno de esos viajes supone paara él un consumo excesivo de fuerzas. Y acaba por encerrarse casi absolutamente en París.

Sus dotes de captación de todo lo humano se agudizan cada vez más. El tono de una conversación, el prendedor del cabello de una dama, la amneraa como alguien se sienta o se levanta de la mesa, todos los matices más imperceptibles de la vida social se graban en su memoria con persistencia inigualable. El detalle más insignificante cautiva su mirada, siempre atenta entre dos pestañeos sucesivos; no hay relación, giro de la frase, circunloquio ni suspensión en un diálogo que pase inadvertido a su observación con sus más leves matices. Por esto, en un momento dado, será capaz de conservar más tarde, en ciento cincuenta página de su novela, la conversación del conde Norpois, sin omitir una pausa para tomar aliento, ni un movimiento indeliberado, ni un titubeo, ni una transicion: tiene la mirada despierta y ágil por todos sus demás órganos extenuados.

Originariamente, sus padres le habían destinado para el estudio y la diplomacia, mas todos esos proyectos se estrellan contra lo precario de su salud. En definitiva, como no lleva prisa, ya que sus padres son ricos y su madre le adora, disipa su juventud entre tertulias y salones, y hasta la edad de treinta y cinco años lleva en realidad la vida más ridícula, sosa y absurda vida de vago que jamás haya llevado un gran artista; recorre como un snob todas las reuniones de los ricos desocupados a que se suele dar el nombre de sociedad; está presente en todas partes, y en todas partes es bien recibido. Por espacio de quince años se puede encontrar sin falta, noche tras noche, en todos los salones, aun en los más inaccesibles, a aquel joven delicado, tímido y tenido siempre en gran estima por todos los mundanos, conversando de continuo, divertido o aburrido, pero siempre cortés. En todas partes se recoge en un ángulo, se amolda a la conversación y, contra lo habitual, hasta la aristocracia del Faubourg Saint-Germain soporta al intruso sin nombre; éste es, en realidad, el mayor de sus triunfos, puesto que en lo exterior no adornan al joven Marcel Proust cualidades de ninguna clase. No es particularmente atractivo ni elegante, ni pertenece a la nobleza, y además, por añadidura, es hijo de una judía. Tampoco su m´rito literario le hace acreedor de ello, pues ese librito que ha publicado, Les plaisirs et les jours, a pesar del prólogo de favor escrito por Anatole France, no tiene importancia ni éxito.
 




Lo que le hace grato es únicamente su generosidad: obsequia a todas las damas con flores costosísimas, colma a todo el mundo con regalos inesperados, a todos convida, se desvive por ser complaciente y simpático hasta con los zánganos más insignificantes de la alta sociedad. En el Hotel Ritz es famoso por sus invitaciones y fantásticas propinas. Da diez veces más que los multimillonarios norteamericanos, y sólo con que aparezca en el vestíbulo todas las gorras se abaten respetuosamente como si volaran. Sus convites se rodean de un derroche fantástico y un extremado refinamiento culinario: hace reunir todas las especialidades de las diversas tiendas de la ciudad, se hace traer las uvas de un establecimiento de la rive gauche; los capones, del Carlton, y las frutas y legumbres, de Niza. Y de ese modo liga y obliga sin cesar al tout Paris con sus atenciones y obsequiosidades sin reclamar nunca la correspondencia.

Pero lo que legitima su presencia en el seno de este gran mundo, más que su dinero pródigamente derrochado, es su respeto rayano en lo morboso para con sus ritos, su servil adoración de la etiqueta, la importancia inaudita que atribuye a todo lo mundano, a todos los caprichos de la moda. Venera como un libro sagrado el Cortegiano aún por escribir de los usos aristocráticos; le ocupa varios días el problema de la forma como se han dispuesto los comensales en una mesa, por qué la princesa X ha colocado al conde L en el extremo inferior de la mesa y al barón R en la cabecera. Cualquier chisme trivial, cualquier escándalo pasajero, le conmueven como una catástrofe definitiva. Pregunta a quince personas para informarse de cuál sea el misterioso orden en el turno de la princesa M, o de la razón por la cual aquella otra aristócrata ha recibido en su palco al señor F; y gracias a esta pasión, a este tomarse en serio las futilidades, que después dominará también en sus libros, conquista para sí un rango de maestro de ceremonias dentro de aquel mundo ridículo y vano.

Por espacio, pues, de quince años, un espíritu tan elevado como el suyo, una de la figuras máas eminentes de nuestro tiempo, lleva esta vida absurda entre holgazanes y advenedizos; de día, acostado en cama, exhausto y febril, y por la noche, vestido de frac, recorriendo un salón tras otro, disipando el tiempo entre invitaciones, cartas y fiestas, convertido en el más inútil de los hombres en este baile cotidiano de las vanidades; mirado conagrado en todas partes, en ninguna verdaderamente advertido, poco más, en realidad, que un frac y una corbata blanca entre otros mil fracs y corbaas blancas.

Un pequeño rasgo le distingue, sin embargo de los demás. Cada noche, de regreso a su casa y al meterse en la cama, incapaz de conciliar el sueño, rellena cuartillas y más cuartillas con apuntes sobre lo que ha observado, visto y oído. Paulatinamente se forman auténticas pilas de papel, se conserva en grandes carpetas. Y del mismo modo que Saint-Simon, en apariencia sólo un cortesano más de la corte real, pero en realidad el retratista y juez de toda una época, da igual modo va registrando Marcel Proust cada noche todo lo fútil y efímero del tout Paris en apuntes, observaciones e intencionados esbozos, con miras a configurar tal vez algún día lo efímero en algo perdurable.



Ahora una pregunta para los psicólogos: ¿qué es lo primero? ¿Lleva Marcel Proust, inepto para la vida y enfermo, esta frívola y absurda existencia de snob a lo largo de quince años por puro placer, y son esos apuntes algo accesorio, como una prolongación de su gusto por el juego de sociedad, que se desvanece con excesiva rapidez? ¿O es que acude únicamente a los salones como va un químico a su laboratorio, o un botánico al campo, para acumular, sin que se advierta, el material para una obra única y grandiosa? ¿Simula o es sincero? ¿Es un compañero de armas del ejército de los ociosos o simplemente un espía de otro reino más alto? ¿Corretea por gusto o por cálculo? ¿Esta pasión casi delirante por la psicología y la etiqueta es para él vida y necesidad o sólo el disimulo genial de un analizador apasionado? Probablemente era él una y otra cosa, pero asociadas tan genial y mágicamente que nunca se habría llegado a manifestar en él la pura naturaleza del artista si la rugosa mano del destino no le hubiera arrebatado de repente el desprevenido jugueteo de las conversaciones, para trasladarle a la esfera encubierta, oscura, iluminada sólo a veces por una luz interior, de su propio mundo.

Pero súbitamente asistimos a un cambio de escena. En 1903 muere su madre, y poco después los médicos diagnostican el carácter incurable de su dolencia, que empeora cada vez más. De golpe, Marcel Proust varía por completo el ritmo de su vida. Se encierra herméticamente en su retiro del Boulevard Haussmann, y de la noche a la mañana se convierte, de callejero y haragán que era, en uno de los trabajadores más fanáticos e infatigables que en lo literario habrá de admirar nuestro siglo; de la noche a la mañana trueca la sociabilidad más disipadora por la más retraída de las soledades. Imagen trágica la de este gran poeta; se pasa el día entero echado en cama, con su delgado cuerpo agotado de toser y sacudido por convulsiones, incapaz de reaccionar contra el frío. En la cama lleva tres camisas, una sobre la otra, pechera enguatada sobre el pecho, gruesos guantes en las manos, y pese a ello sigue teniendo continuamente frío. Arde el fuego en la chimenea, la ventana no se abre nunca, pues hasta aquel par de miserables castaños aprisionados entre el asfalto le perjudica con su débil perfume (que en París no afecta a ningún otro pecho que el suyo). Yace invariablemente como un cadáver, en cama siempre, respirando con pena aquel aire espeso, saturado e inficionado con el olor de medicinas.

Sólo entrada ya la noche se reanima para ver un poco de luz, un poco del resplandor de su querida atmósfera de elegancia y a un par de rostros aristocráticos. El criado le enfunda con fuerza el fraac, lo arropa bien y recubre su cuerpo triplemente vestido con un abrigo de pieles. Entonces se dirige al Ritz para hablar con un par de personas y asomarse a su adorado ambiente de lujo. El coche de alquiler le aguarda toda la noche y le devuelve al fin, mortalmente cansado, a su cama. Marcel Proust no se reintegra ya a la vida social; o, por mejor decir, sí, lo hace una sola vez: necesita para su novela el detalle de la actitud de un auténtico aristócrata. Entonces, un día se arrastra, ante el pasmo de todos, hasta un salón de la alta sociedad, par observar de qué manera lleva el monóculo el duque de Sagan. Y en otra ocasión se dirige a casa de una cortesana famosa para preguntarle si conserva aún el sombrero que veinte años atrás había llevado en el bosque de Boulogne; lo necesita para describir a Odette. Y escucha entonces con una decepción inmensa que aquélla le contesta, burlándose, que lo regaló hace ya mucho tiempo a su criada.



El coche devuelve al desfallecido desde el Ritz a su casa. Sobre la estufa, siempre encendida, cuelgan sus ropas de noche y sus pecheras: hace mucho ya que no puede soportar la ropa fría sobre el cuerpo. El criado lo arropa y conduce a la cama. Y allí, con la bandeja colocada ante sí, escribe su novela de vasta trama: À la recherche du temps perdu. Veinte carpetas están ya llenas de apuntes; el sillón y la mesa frente a la cama, y la misma cama, llenos también de hojas de papel y cuartillas. Y escribe, escribe día y noche, en las horas de vela —con la fiebre en las venas y las manos temblándole de frío a pesar de los guantes—, escribe más y más. A veces le visita algún amigo y él se informa con avidez de los detalles de la sociedad. Mientras se extingue, palpa con todos los tentáculos de su curiosidad aquel mundo remoto y frívolo. Como sabuesos azuza a sus amigos en todas direcciones, para que le informen sobre tal o cual escándalo, porque quiere conocer hasta los más nimios detalles sobre esta o aquella personalidad, y todo cuanto se le reporta es anotado por él con nervioso afán. Y la fiebre, cada vez más alta, se ceba en él. Cuanto más se hunde y desmorona aquel pobre y febril desecho humano, Marcel Proust, tanto más se amplía y crece el volumen de la obra concebida, la novela, o mejor la serie de novelas, À la recherche du temps perdu.


La obra se comenzó en 1905 y él la da por acabada en 1912. Por su volumen parecen tres gruesos tomos (después se convirtieron, sin embargo, gracias a la ampliación sufrida mientras se imprimía, nada menos que en diez). Ahora le preocupa el problema de su publicación. Marcel Proust, a sus cuarenta años, es enteramente desconocido; no, peor aún que desconocido: Marcel Proust es, por cierto, aquel snob de los salones, el escritorzuelo mundano que publica en el Figaro, de vez en cuando, anécdotas de los salones (en las que el público, que siempre lee mal, ve invariablemente la firma de Marcel Prévost en lugar de Marcel Proust). ¿Y qué cosa buena va a salir de él? Del camino recto nada cabe esperar. Por ello sus amigos intentan hacerle posible la publicación a través de las relaciones sociales. Un linajudo aristócrata convida a su casa a André Gide, director de la Nouvelle Revue Française y le confía el manuscrito. Mas la Nouvelle Revue Française, que después ganará cientos de miles de francos con esta obra, la rechaza, como también el Mercure de France y Ollendorf. Por fin se descubre a un editor joven y arrojado que se atreverá a lanzarla, pero todavía han de transcurrir dos años, hasta 1913, para la aparición del primer volumen de la magna obra. Y precisamente cuando el éxito va a desplegar las alas sobreviene la guerra y abate su vuelo.

Después de la guerra, cuando han aparecido ya cinco volúmenes, Francia, y también Europa, comienzan a fijarse en esta obra épica, la más característica de nuestro tiempo. Mas lo que la fama vocinglera designa entonces con el nombre de Marcel Proust, hace tiempo que no es ya otra cosa que el inquieto desecho de un hombre acabado, un pobre enfermo cuya fuerza toda se concentra para sólo poder sobrevivir a la aparición de su obra y que sigue arrastrándose aún, por la noche, hasta el Rizt.

Allí, junto a la mesa con manteles o en el mostrador del portero, da una última mano a la corrección definitiva de las pruebas de imprenta, porque en casa, en su habitación, en la cama, presiente ya la tumba. Sólo aquí, donde brilla aún ante sus ojos aquel querido ambiente mundano, siente reanimarse en él un último residuo de fuerzas, mientras que en su cama se hundiría, alicaído, ora embotándose con dosis de narcóticos, ora estimulándose con cafeína para sostener breves conversaciones con un amigo o proseguir el trabajo.

Cuanto más se agravan sus dolores, con mayor ardor y pasión se entrega al trabajo al que fuera indolente por demasiado tiempo, para ver de ganarle la carrera a la muerte. No quiere ver ya en su cabecera a los médicos que le han torturado tanto tiempo sin curarle.

Así se defiende, solo, y así muere el 18 de noviembre de 1922.

En los últimos días, cuando la muerte le tiene ya en su poder, se arroja aún contra lo inevitable con la única de las armas de la que dispone el artista: la observación. Con lucidez heroica analiza su propio estado hasta el último momento. Y aquellos apuntes tienen que servirle para hacer más plástica y realista la muerte de su héroe Bertotte cuando corrija las galeradas; han de intentar añadir algunos de los rasgos más íntimos, los decisivos, que el poeta no podía conocer porque sólo los sabe el moribundo. El postrero de sus movimientos es todavía de observación. Y en la mesilla de noche del difunto, manchada con medicinas vertidas, habrán de encontrarse en un papel, apenas legibles, las últimas palabras escritas por una mano casi inerte. Apuntes para un nuevo volumen, que habría requerido años enteros, cuando sólo le quedaban ya unos escasos minutos.

Así es como abofetea a la Muerte en pleno rostro: último y supremo gesto del artista que vence con la lucidez de la observación al terror de morir.


 

1 comentario:

  1. Proust nos abre un mundo que si sabemos leer entre lineas nos puede cambiar la vida en cuanto a ser mas observadores y no perder los detalles , supuéstamente mas triviales.

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