lunes, 9 de enero de 2012

Para acabar de una vez con el juicio (IV)



                                                              Nein,
                                                             nichtviele. 
                                                             No,
                                                            no muchos
                            

                                 

domingo, 27 de noviembre de 2011

Elias Canetti descubre a Büchner y comenta el Wozzeck



Entonces, hallándome en un estado de ánimo tan desolado que no podía serlo más, encontré una noche mi salvación en un volumen desconocido que tenía en mi casa desde hacía bastante tiempo, pero que aún no había llegado a tocar. Era un volumen de obras de Büchner, un tomo voluminoso, impreso en letras grandes, encuadernado en tela amarilla, y que se hallaba colocado en un sitio tal que era imposible no verlo: junto a los cuatro volúmenes de las obras de Kleist, de la misma editorial, que yo me conocía a la letra. Si digo que jamás había leído a Büchner sonará increíble, pero es la verdad. Sabía con toda seguridad que era un autor muy importante, y creo que también sabía que para mí llegaría a serlo mucho más. Es posible que hubieran pasado ya dos años desde aquel día en que, en la librería Vienna de la Bognergasse, había visto aquel volumen de obras de Büchner, lo había comprado, me lo había llevado a casa y lo había colocado junto a las obras de Kleist.

Entre las cosas más importantes que se van preparando dentro de uno se encuentran los encuentros aplazados. Puede tratarse tanto de lugares como de personas, tanto de cuadros como de libros. Hay ciudades que ansío tanto ver, que es como si estuviera predestinado a pasar en ellas una vida entera, desde el comienzo. Con cien ardides evito ir a esas ciudades, y cada nueva ocasión de visitarlas que dejo pasar acrecienta tanto su importancia en mí, que cabría pensar que estoy en el mundo únicamente en razón de ellas, y que si dichas ciudades, que me siguen aguardando, no existiesen, hace ya mucho tiempo que habría yo perecido. Hay personas sobre las cuales oigo hablar con gusto, y es tanto lo que oigo, y tal la avidez con que lo oigo, que podría pensarse que sé yo más sobre ellas que ellas mismas, pero evito ver alguna foto o cualquier representación visual suya, como si hubiera una prohibición especial y justificada de conocer su rostro. También hay personas con las que durante años me he venido encontrando en un mismo camino, personas sobre las cuales reflexiono, parecidas a enigmas que me hubieran encargado resolver a mí, y no les dirijo, sin embargo, una sola palabra, paso mudo a su lado como mudas pasan ellas junto a mí, y nos miramos con una mirada que es una pregunta y mantenemos bien cerrados los labios; me imagino nuestra primera conversación, y me emociono al pensar cuántas cosas inesperadas llegaría a conocer. Y hay, finalmente, personas a las que desde hace años vengo amando sin que ellas puedan llegar a barruntarlo; yo me voy haciendo cada vez más viejo, y sin duda tiene que parecer una ilusión absurda el que alguna vez vaya a decirles que las amo, aunque siempre vivo pensando en ese instante magnífico. Sería incapaz de existir sin estos prolijos preparativos de lo futuro; y cuando me examino a mí mismo con detalle, veo que no son para mí menos importantes que las sorpresas súbitas que llegan como si no llegasen de ningún sitio y subyugan en el acto.

No me gustaría mencionar los libros para los que todavía me estoy preparando; entre ellos se encuentran algunas de las obras más famosas de la literatura universal, obras de cuya importancia no me permitiré dudar, pues sobre ella está de acuerdo todos los autores del pasado cuyas opiniones han sido determinantes para mí. Es evidente que, tras haber estado aguardando veinte años, una colisión con una de esas obras se convierte en algo de enorme importancia; tal vez sólo así resulte posible acceder a esos renacimientos espirituales que nos preserven de las consecuencias de la rutina y la decadencia. Lo cierto, en todo caso, es que, a mis veintiséis años, hacía ya mucho tiempo que conocía el nombre de Büchner, y hacía dos años que había llevado a mi casa un volumen, sumamente llamativo, con sus obras.

Una noche, en un instante de desesperación hondísima –estaba seguro de que jamás volvería a escribir nada, de que jamás volvería a leer nada–, eché mano de aquel volumen amarillo y lo abrí por un sitio cualquiera: era una escena de Wozzeck (así era como entonces se imprimía aquel nombre), la escena en que el médico le está hablando a Wozzeck. Fue como si me hubiera fulminado un rayo: leí aquella escena, leí todas las demás escenas del fragmento entero, lo leí muchas veces, no sé decir cuántas, me parece que debieron ser incontables, pues me pasé toda la noche leyendo, no leí ninguna otra cosa que aquel volumen amarillo, sólo el Wozzeck, lo leía una y otra vez, y era tal el estado de excitación en que me hallaba, que antes de las seis de la mañana salí de casa, bajé corriendo hasta el ferrocarril suburbano, subí al primer tren que iba a la ciudad, corrí precipitadamente a la Ferdinandstrasse y desperté a Veza, que dormía (pp. 28-30).

* * *

Cuando aquella «mañana büchneriana» la arranqué del sueño, Veza se llevó un gran susto. «¿Te extrañas de que haya venido tan temprano? ¡Esto no había pasado nunca!» «No me extraño», dio ella, «te estaba esperando.» E inmediatamente se puso a pensar, con desesperación, en el modo de quitarme de la cabeza la idea de continuar con la novela.

Yo, sin embargo, comencé enseguida a hablar de Büchner. Le pregunté si conocía Wozzeck. Naturalmente que lo conocía, me respondió. ¿Quién no lo conoce? Dijo estas palabras con impaciencia, aguardando lo peor, lo que ella creía que me interesaba realmente. En su respuesta hubo un tono de desdén, yo me sentí ofendido en nombre de Büchner.

-¿Y no lo tienes en gran estima?

Pronuncié estas palabras en un tono de amenaza y de perfidia; súbitamente ella advirtió de qué se trataba.

-¿Quién? ¿Yo? ¿Que yo no lo tengo en gran estima? Lo considero el drama más importante de la literatura alemana.

Yo no daba crédito a lo que estaba oyendo y dije lo primero que se me ocurrió:

-¡Pero si es un fragmento!

-¡Fragmento! ¡Fragmento! ¿A eso llamas tú un fragmento? Lo que falta en este fragmento es mejor que lo que hay en otros dramas, incluso en los mejores. A una le gustaría tener más fragmentos como ese.

-Nunca me has dicho una palabra sobre esto. ¿Hace mucho tiempo que conoces a Büchner?

-Máas tiempo que a ti. Lo leí muy pronto. Por la mima época en que descubría los Diarios de Hebbel y a Lichtenberg.

-¡Pero te lo has callado! Muchísimas veces me has mostrado pasajes de Hebbel y de Lichtenberg. Pero acerca del Wozzeck has callado. ¿Por qué? ¿Por qué?

-Incluso lo he escondido. EL volumen de Büchner no habrías podido encontrarlo en mi cuarto.

-He estado leyendo a Büchner toda la noche. He leído y releído Wozzeck una y otra vez. Me parecía increíble, y me sigue pareciendo increíble, la existencia de una obra como esa. He venido aquí para sacarte los colores a la cara. Al principio pensé que tal vez tú no conocías esa obra. Pero luego me pareció imposible. Todo tu amor a la literatura ¿qué valor tendría si no la conocieras? Claaro que la conoces. Pero me la has escondido. Hace seis años que venimos hablando sobre las cosas m´s maravillosas, pero ni una sola vez has pronunciado en mi presencia el nombre de Büchner. Y ahora me dices que me has escondido ese volumen. No es posible. Conozco cada uno de los rincones de tu cuarto. ¡Dame la prueba! ¡Muéstrame ese volumen! ¿Dónde lo has escondido? Es un volumen amarillo y grande. ¿Cómo es posible esconderlo?

-Ni es grande ni es amarillo. Es una edición en papel biblia. Vas a verlo ahora mismo.
Abrió el armario que albergaba sus libros más queridos. Me vino a la memoria el momento en que por vez primera me enseñó aquel armario, que ahora yo conocía mejor que la palma de mi mano. ¿Allí iba a estar escondido el Büchner? Veza sacó algunos volúmenes de Victor Hugo. Detrás de ellos, aplastada contra la pared posterior del armario, se encontraba la edición de Büchner de la editorial Insel. Veza me entregó el volumen, no me gustó aquel formato reducido, seguía teniendo ante mi vista las grandes letras de aquella noche, y en aquellas grandes letras quería seguir teniéndolo siempre ante mí.

-¿Me has escondido otros libros?

-No, únicamente éste. Sabía que no cogerías ningún volumen de Victor Hugo, autor al que no lees, detrás de él estaba bien seguro el Büchner. Y, por cierto, Büchner tradujo al alemán dos dramas de Victor Hugo.

Me los enseñó, yo me enfadé y le devolví el volumen.

-Pero ¿por qué? ¿Por qué me lo has escondido?

-Puedes estar contento de no haberlo conocido antes. ¿Crees que si lo hubieras conocido habrías podido tú escribir algo? Büchner es también el más moderno de todos los escritores. Podría ser de hoy, sólo que nadie es como él. No se puede tomar como modelo a Büchner. Lo único que cabe hacer es sentir vergüenza y decir: «¿Para qué escribo yo?». Lo único que cabe hacer, cuando se conoce a Büchner, es mantener cerrada la boca. Y yo no quería que tú hicieras eso. Yo tengo fe en ti.

-¿A pesar de Büchner?

-No quiero hablar de eso ahora. Es preciso que haya cosas inalcanzables. Pero tampoco deben aplastarnos. Ahora tú has acabado la novela. Ahora sí debes leer otras cosas. Hay todavía otro fragmento de Büchner, una narración: Lenz. ¡Léela enseguida!

Me senté y, sin agregar palabra, leí el fragmento en prosa más prodigioso que existe. La noche de Wozzeck fue seguida por la mañana de Lenz sin que yo hubiera dormido un minuto. Mi novela, de la que tan orgulloso había estado, se me deshizo entonces, se me redujo a polvo y ceniza. (pp. 32-34)

 * * *

Sentía (Veza, su compañera, subr. Mío) realmente miedo por mí, y la declaración de amor a todos aquellos que son tenidos por locos (…) la convenció de que yo había sobrepasado un límite peligroso. Mi tendencia a aislarme, mi admiración por todos los que eran enteramente distintos de los demás, mis deseos de cortar con todos los puentes de unión con una humanidad abyecta, todo esto la preocupaba mucho. Yo le había hablado de los delirios de muchas personas que yo conocía y le había dicho que eran perfectas obras de arte, me había esforzado por seguir paso a paso la génesis de uno de esos delirios, uno inventado por mí. A menudo ella había manifestado su disgusto, basado también en razones estéticas, por la prolijidad con la que había descrito una manía persecutoria, y entonces yo solía explicarle que no era posible proceder de otro modo, que lo que importa es precisamente cada uno de los detalles, cada uno de los pasos, aún los más pequeños. Arremetía contra las anteriores descripciones de la demencia que aparecían en la literatura e intentaba demostrarle que carecían de consistencia. Ella opinaba que también tenía que ser posible exponer tales estados de ánimo de una manera comprimida y, así, en una especie de intensificación. Pero yo me oponía rotundamente: cuando es ocurría, no se prestaba atención al objeto mismo, sino sólo a la autocomplacencia de los autores, a su vanidad de pavos reales. Era preciso comprender por fin que la demencia no era algo despreciable, sino un fenómeno lleno de relaciones y significados propios, distintos en cada caso. Veza cuestionaba esto y defendía a continuación las clasificaciones dominantes de la psiquiatría, lo cual iba contra su manera de ser, y lo hacía únicamente porque se sentía muy preocupada por mí; en este tema mostraba particular debilidad por la idea de la «locura maniaco-depresiva», mientras que se mostraba algo más reservada respecto a la «esquizofrenia», que entonces estaba a punto de convertirse en un concepto de moda. (pp. 35-36)

* * *

 
Parecerá sin duda una gran jactancia lo que voy a decir, a saber: que debo La boda (mío: pieza de teatro editada en 1932 en Berlín por la editorial Fischer) a la impresión que aquella noche Wozzeck produjo en mí. Sin embargo, no puedo evitar decir la verdad sólo por no producir esa impresión de jactancia, No debo evitar decir la verdad. Las visiones de catástrofes que hasta aquel momento yo había escribiendo una tras otra se encontraban aún bajo el influjo de Karl Kraus. Todas las cosas que ocurrían –y ocurrían siempre las peores ocurrían sin motivación ninguna, y ocurrían una junto a otra. El que escribía esas cosas las sometía a un interrogatorio y las denigraba. Las cosa eran denigradas desde fuera, eran denigradas precisamente por el que las escribía; él era el que mantenía alzado su látigo sobre todas las escenas de la catástrofe. El látigo no daba reposo al escritor, lo empujaba a pasar deprisa junto a todas las cosas, y el escritor se detenía únicamente cuando había cosas que fustigar; apenas se había ejecutado el castigo, el látigo lo empujaba a seguir adelante. En el fondo, las cosas que ocurrían eran siempre las mismas y se repetían: unos seres humanos que estaban entregados a sus ocupaciones cotidianas y pronunciaban frases muy banales y se encontraban, sin sospecharlo, mientras hacían todo eso, al borde del abismo. Entonces llegaba el látigo y los arrojaba a él, y el abismo al que se precipitaban era siempre el mismo. Nada hubiera podido salvarlos de aquella caída. Pues las frases que aquellos hombres pronunciaban no cambiaban jamás, eran más adecuadas para ellos, y quien había decidido cómo tenían que ser dichas frases era siempre el mismo: el escritor con el látigo.

En Wozzeck hice la experiencia viva de algo para lo cual no encontré nombre hasta más tarde, cuando lo llamé autodenigración. Los personajes que mayor impresión producen (aparte del protagonista) hacen ellos mismos su propia presentación. El médico o el tambor mayor propinan golpes a algo que está fuera de ellos: atacan. Pero la manera que cada uno tiene de atacar es tan distinta que titubeamos un poco sobre si aplicar a ambos la misma palabra, la palabra ataque. Es un ataque, sin embargo, pues el efecto que en Wozzeck produce es ese, el del ataque. El médico y el tambor mayor dirigen sus palabras, que son inconfundibles, contra Wozzeck, y esas palabras tienen unas consecuencias gravísimas. Pero las tienen sólo en la medida en que las palabras see presentan a sí mismas, es decir, presentan al que habla, el cual asesta un golpe maligno a otro, usándose a sí mismo para darlo, un golpe que el otro no olvida jamás y por el cual se lo reconocerá siempre y en todas partes.

Los personajes se presentan a sí mismos, como queda dicho. Nadie ha empleado un látigo para llevarlos hasta allí. Como si fuera lo más natural del mundo, esos personajes se denigran a sí mismos; más que castigo, lo que hay es denigración. Los personajes están ahí tal como siempre han sido, antes de que caiga sobre ellos ninguna condena moral. Es cierto que los vemos con aborrecimiento, pero también con cierta complacencia, pues los personajes se exhiben a sí mismos sin darse cuenta del gran aborrecimiento que inspiran. En la autodenigración hay una especie de inocencia, aún no les ha sido tendida ninguna red jurídica para cazarlos; en el caso de que esto ocurra, ocurrirá más tarde. Pero ninguna acusación, ni siquiera la lanzada por el satírico más poderoso, podría ser tan significativa como la autodenigración, ya que ésta comprende también el espacio en el que un hombre existe, su ritmo, su angustia, su respiración.

Para esto es necesario, sin duda, otorgar a los personajes, en serio e íntegramente, la palabra yo, una palabra una palabra que el satírico puro no concede en realidad a nadie, excepto a sí mismo. Es enorme la vitalidad que posee ese «yo» directo, ese «yo» no encasillado. Ese «yo» dice sobre sí mismo más de lo que podría decir ningún juez. Quien dicta sentencia emplea casi siempre en su lenguaje la tercera persona, y cuando se dirige directamente a alguien y le anuncia lo peor, es un usurpador de ese modo de hablar. Sólo cuando el juez recae en el uso de su propio «yo», y sólo entonces, aparece con todo el horror de lo que ejecuta. Pero entonces él mismo se ha convertido en un personaje de la pieza, y él, el que dicta sentencia, se exhibe a sí mismo, sin darse cuenta, en su autodenigración.

El capitán, el médico, el vociferante tambor mayor, todos ellos se ponen de manifiesto a sí mismos en virtud de sus propias palabras. Nadie les ha prestado su voz, ellos se dicen a sí mismos y se lanzan todos a golpear a otro, que es siempre el mismo, Wozzeck, y afirman su existencia propinándole golpes. Wozzeck está al servicio de todos ellos, es su centro. Sin Wozzeck no existirían, pero éste no lo sabe, como tampoco lo saben ellos. Se podría decir que Wozzek contagia su propia inocencia a sus torturadores. Ellos no pueden ser distintos de como son, la esencia de la autodenigración consiste en transmitir esa impresión. La fuerza de esos personajes, de todos los personajes, es su inocencia. ¿Odiaremos al capitán, odiaremos al médico porque podrían ser distintos sólo con quererlo? ¿Abrigaremos la esperanza de que se conviertan? ¿Deberá ser el drama una escuela misional a la que deben asistir tales personajes hasta que sea posible escribirlos de manera distinta? Que sean distintos es lo que el autor satírico espera de los seres humanos; los azota como si fueran escolares y los prepara hasta convertirlos en instancias morales, ante las que alguna vez ellos mismos habrán de comparecer. El autor satírico sabe incluso la manera de mejorarlos. ¿De dónde saca él esa seguridad inamovible? Si no la tuviera, ni siquiera podría comenzar a escribir. Lo primero que vemos es que el autor satírico, como Dios, no se arredra ante nada. Aunque no lo dice claramente, es el representante de Dios y se siente a gusto en ese papel. No se para a pensar ni un minuto que quizá no sea Dios. Pues dado que esa instancia, la instancia suprema, existe, de ella se deriva un poder de representación, y lo único que hay que hacer es apoderarse de ese poder.

Hay, sin embargo, una postura enteramente distinta, la que está fascinada por las criaturas y no por Dios, la que asume la defensa de aquellas contra éste, la que llega acaso tan lejos que prescinde enteramente de Dios y trata sólo de las criaturas. Esta actitud ve que las criaturas son inmodificables, aunque a ella le gustaría que fueran distintas. Ni con odio ni con castigos es posible ayudar a los seres humanos. Estos se acusan a sí mismos al presentarse tal y como son, pero esa acusación es la suya propia, no la del otro. La justicia del escritor no puede consentir en condenar a los hombres. Puede inventar a alguien que sea víctima de éstos y mostrar las marcas que, cual huellas dactilares, han dejado en él. El mundo está repleto de tales víctimas; sin embargo, parece dificilísimo forjar con una de ellas un personaje y hacerle hablar de tal modo que las marcas sean reconocibles y no se borren al convertirse en acusaciones. Wozzeck es ese personaje, lo que a él le hacen lo vivimos mientras está ocurriendo, y no es preciso añadir ninguna palabra de acusación. Las marcas de las autodenigraciones son reconocibles en él. Allí están quienes lo han golpeado, y cuando Wozzeck llega a su final, ellos siguen con vida. El fragmento no muestra cómo Wozzeck llega a su final, muestra lo que él hace, su autodenigración después de la de los demás.(pp. 37-40) 

 




miércoles, 2 de noviembre de 2011

Para acabar de una vez con el juicio (III)

                                                 Las ciencias meramente de hecho crean hombres
                                                 meramente de hecho es decir
                                                 las ciencias meramente de hecho
                                                 crean hombres y mujeres ridículopintorescos                                                                                      

miércoles, 26 de octubre de 2011

Michel Houellebecq, "H. P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida"





Quizás haya que haber sufrido mucho para apreciar a Lovecraft...
                                                                             Jacques Bergier
 

La vida es dolorosa y decepcionante. Por lo tanto, es inútil escribir más novelas realistas. Ya sabemos a qué atenernos sobre la realidad en general; y pocas ganas nos quedan de saber algo más. La humanidad, tal cual es, ya sólo nos inspira una apagada curiosidad. Todas esas ‹‹observaciones›› de una agudeza tan prodigiosa, esas “situaciones”, esa anécdotas... Una vez cerrado el libro, no hacen más que confirmar una leve sensación de asco que ya alimenta cualquier día de ‹‹vida real››.

Ahora escuchemos a Howard Phillips Lovecraft: ‹‹Estoy tan harto de la humanidad y del mundo que nada logra interesarme a no ser que incluya, por lo menos, dos crímenes por página, o que trate de horrores innominados procedentes de espacios exteriores››. (p.17)

* * *

Cuando uno ama la vida, no lee. Ni tampoco va mucho al cine. Digan lo que digan, el acceso al universo artístico queda más o menos reservado a los que están un poco hasta el gorro. (p. 18)

* * *

La edad adulta es el infierno. Frente a una postura tan tajante, los ‹‹moralistas›› de nuestra época lanzarán gruñidos vagamente desaprobatorios, esperando el momento de insinuar sus obscenos sobreentendidos. Tal vez sea cierto que Lovecraft no podía convertirse en adulto; peor lo que está claro es que no lo deseaba. Y teniendo en cuenta los valores que rigen el mundo adulto, difícilmente podemos reprochárselo. Principio de realidad, principio de placer, competitividad, desafío permanente, sexo y empleo... nada para entonar aleluyas. (p. 19)

* * *

Pocos se han sentido tan impregnados como él, tan calados hasta los tuétanos por la nada absoluta de cualquier aspiración humana. El universo no es más que una furtiva disposición de partículas elementales. Una figura de transición hacia el caos. Que terminará arrastrándolo consigo. La raza humana desaparecerá. Aparecerán otras razas, que desaparecerán a su vez. Los cielos serán glaciares, y estarán vacíos; los atravesará la débil luz de estrellas medio muertas. Que también desparecerán. Todo desaparecerá. Y los actos humanos son tan libres y están tan desprovistos de sentido como los libres movimientos de las partículas elementales. ¿El bien, el mal, la moral, los sentimientos? Meras ‹‹ficciones victorianas››. Sólo existe el egoísmo. Frío, intacto y resplandeciente.

Lovecraft es consciente del carácter obviamente deprimente de sus conclusiones. Como escribe en 1918, ‹‹cualquier racionalismo tiende a minimizar el valor y la importancia de la vida, y a reducir la cantidad total de dicha humana. En muchos casos la verdad puede provocar el suicidio, o al menos determinar una depresión casi suicida››.

Sus convicciones materialistas y ateas no cambiarán. Vuelve sobre ellas carta tras carta, con una delectación claramente masoquista.

Es obvio que la vida no tiene sentido. Pero tampoco la muerte. Y es una de las cosas que hielan la sangre cuando uno descubre el universo de Lovecraft. La muerte de sus héroes no tiene el menor sentido. No trae consigo el más mínimo sosiego. No permite en modo alguno concluir la historia. De forma implacable, HLP destruye a sus personajes sin sugerir nada más que el desmembramiento de una marioneta. Indiferente a esas miserables peripecias, el horror cósmico sigue creciendo. Se extiende y se articula. El gran Cthulhu despierta de su sueño.

¿Qué es el gran Cthulhu? Una disposición de electrones, como nosotros. (pp. 20-21)

* * *

Sí, es posible que mas allá del limitado campo de nuestra percepción existan tras entidades. Otras criaturas, otras razas, otros conceptos y otras inteligencias. De entre estas entidades, algunas son probablemente muy superiores a nosotros en inteligencia y saber. Pero esto no es por fuerza una buena noticia. ¿Qué nos hace pensar que esas criaturas, por diferentes que sean, manifiesten de algún modo una naturaleza espiritual? Nada permite suponer una transgresión de la leyes universales del egoísmo y la maldad. Es ridículo imaginar que en los confines del cosmos esperan unos seres, llenos de sabiduría y benevolencia, para guiarnos hacia quién sabe qué armonía. Para imaginar la forma en que nos tratarían si entrásemos en contacto con ellos, basta recordar la forma en que nosotros tratamos a esas ‹‹inteligencias inferiores›› que son los conejos o las ranas. En el mejor de los casos, nos sirven de alimento; a menudo las matamos por el mero placer de matar. Ésa es, nos advierte Lovecraft, la verdadera imagen de nuestras futuras relaciones con las ‹‹inteligencias ajenas››. Puede que algunos hermosos especímenes humanos tengan el honor de acabar en una mesa de disección; y ahí termina todo.

Y de nuevo, nada de todo eso tendrá el menor sentido. (pp. 21-22)

* * *

Es fácil darse cuenta de la razón por la que la lectura de Lovecraft constituye un paradójico consuelo para las almas cansadas de la vida. De hecho, podemos aconsejársela a todos aquellos que, por un motivo u otro, llegan a sentir una auténtica aversión por la vida en todas sus formas. En algunos casos, el colapso nervioso que provoca una primera lectura es considerable. Uno sonríe solo, empieza a tararear melodías de opereta. En resumen, la mirada que dirige a la vida se modifica. (p. 23)

* * *

Como la mayoría de los contaminados, yo descubrí a HPL a los dieciséis años gracias a un ‹‹amigo››. Como impacto, fue de los fuertes. No sabía que la literatura podía hacer eso. Y, además, todavía no estoy seguro de que pueda. Hay algo en Lovecraft que no es del todo literario.

Para convencerse, hay que considerar primero que al menos quince escritores (entre los que podemos citar a Frank Belknap Long, Robert Bloch, Lin Carter, Fred Chappell, August Derleth, Donald Wandrei...) han consagrado toda su obra, o parte de ella, a desarrollar y enriquecer los mitos creados por HPL. (p. 23)

* * *

En una época que aprecia la originalidad como valor supremo en las artes, el fenómeno no deja de sorprender. De hecho, como subraya oportunamente Francis Lacassin, no había noticias de algo semejante desde Homero y los cantares de gesta medievales. Debemos reconocer con humildad que, en este caso, estamos tratando con lo que se ha dado en llamar ‹‹mito fundador›› (p. 24)

* * *

Un odio absoluto hacia el mundo en general, agravado por una particular repugnancia hacia el mundo moderno. Eso resume bastante bien la actitud de Lovecraft.

Muchos escritores han consagrado su obra a precisar los motivos de esta legítima repugnancia. Pero no Lovecraft. En él, el odio a la vida precede a la literatura. Y no cambiará nunca. El rechazo hacia cualquier forma de realismo constituye una condición previa para entrar en su universo. (p. 47)

* * *

En una carta al joven Belknap Long, Lovecraft se expresa con la mayor claridad sobre estos temas a propósito del Tom Jones de Fielding, que considera (por desgracia, con razón) una cumbre del realismo, es decir, de la mediocridad:

        En una palabra, hijo mío, considero esta clase de escritos una búsqueda indiscreta de lo que la vida tiene de más bajo, la transcripción servil de acontecimientos vulgares con los groseros sentimientos de un portero o un marinero. Dios sabe que podemos ver a bastantes animales en cualquier corral y observar todos los misterios del sexo en la cópula de las vacas o las potrancas. Cuando miro al hombre, quiero ver las características que lo elevan a la condición de ser humano, y los adornos que otorgan a sus acciones la simetría y la belleza creadora. No es que desee ver que le prestan, a la manera victoriana, pensamientos y móviles falsos y pomposos; lo que quiero es que su comportamiento se aprecie con exactitud, enfatizando las cualidades que le son propias, y sin poner estúpidamente en evidencia esas particularidades bestiales que tienen en común con cualquier verraco o macho cabrío. (p. 48)


* * *

La atmósfera de abandono y de muerte era extremadamente opresiva, y el olor a pescado casi intolerable.

El mundo apesta. Olor a cadáveres y a pescado, entremezclados. Sensación de fracaso, asquerosa degeneración. El mundo apesta. No hay fantasmas bajo la luna tumefacta; sólo cadáveres hinchados y ennegrecidos, a punto de estallar en un vómito pestilente.

No hablemos del tacto. Tocar a los seres, a las entidades vivas, es una experiencia impía y repugnante. Su horrible piel, abotargada y granujienta, supura humores putrefactos. Sus tentáculos succionadores, sus órganos de prensión y masticación son una constante amenaza. Los seres, y su espantoso vigor corporal. Una efervescencia amorfa y nauseabunda, una hedionda Némesis de quimeras medio abortadas; una blasfemia. (p. 62)

* * *

Lo que enfrenta a Lovecraft con los representantes del buen gusto es más que una cuestión de detalle. Lo más probable es que HPL hubiera considerado fallido un relato en el que no se pasara de la raya al menos una vez. Lo cual puede considerarse a contrario en el juicio que emite sobre un colega: ‹‹Tal vez Henry James sea un poco demasiado difuso y delicado, acaso esté un poco demasiado acostumbrado a las sutilezas del lenguaje como para crear un horror realmente salvaje, capaz de devastarlo todo.›› (p. 83).

* * *

Howard Phillips Lovecraft es un ejemplo para todos los que quieren aprender a malograr su vida y, llegado el caso, a triunfar con su obra. Aunque esto último no está garantizado. A fuerza de practicar una política de total no compromiso con las realidades vitales, uno se arriesga a caer en una apatía completa e incluso a dejar de escribir; y eso es justamente lo que estuvo a punto de pasarle a Lovecraft en varias ocasiones. Otro peligro es el suicidio, que hay que aprender a sortear; Lovecraft tuvo siempre a mano, durante varios años, una botellita de cianuro. Puede ser un truco enormemente útil, siempre que uno aguante el tipo. Lovecraft lo aguantó, no sin dificultades.

La primera, el dinero. HPL encarna el desconcertante caso del individuo pobre y desinteresado a la vez. Aunque nunca se hundió en la miseria, tuvo apuros económicos durante toda su vida. Su correspondencia revela dolorosamente que todos los días tenía que andar mirando el precio de las cosas, incluso de los artículos más básicos. Nunca tuvo medios para hacer un gasto importante, como comprar un vehículo o pagarse ese viaje a Europa que tanta ilusión le hacía.

El grueso de sus ingresos provenía de sus trabajos de revisión y de corrección. Consentía en trabajar por tarifas extremadamente bajas, incluso gratis si se trataba de amigos; y cuando no le pagaban una factura, no solía atosigar al acreedor: no era digno de un gentleman comprometerse por culpa de sórdidas historias monetarias, ni mostrar una preocupación demasiado viva por sus propios intereses.

Por lo demás, disponía de un pequeño capital procedente de una herencia, al que fue dando pellizcos a lo largo de toda su vida, pero que era demasiado reducido para proporcionarle otra cosa que dinero de bolsillo. Es conmovedor comprobar que, en el momento de su muerte, su capital está casi a cero; como si hubiera vivido el número exacto de años que le habían concedido su fortuna familiar (bastante pobre) y su propia capacidad para el ahorro (bastante grande).

En cuanto a sus obras, no le reportaron prácticamente nada. De todos modos, no le parecía conveniente hacer de la literatura una profesión. Según sus propias palabras: ‹‹Un caballero no intenta darse a conocer, lo deja para los egoístas arribistas y mezquinos.›› (pp. 85-86)

* * *


En realidad, Lovecraft siempre fue racista. Pero en su juventud ese racismo no supera el que está de recibo en la clase social a la que pertenece: la vieja burguesía, protestante y puritana, de Nueva Inglaterra. En este sentido también es, por supuesto, reaccionario. Pone la nociones de orden y tradición por encima de las de libertad y progreso en todos los terrenos, ya se trate de la técnica de versificación o de los vestidos de las jovencitas. Lo cual no tiene nada de original o excéntrico. Simplemente, es muy de la vieja escuela. Le parece evidente que los protestantes anglosajones están, por naturaleza, destinados al primer puesto en el orden social; hacia las demás razas (que de todos modos conoce bien poco, y no tiene la más mínima intención de conocer), sólo siente un desprecio benévolo y ajeno. Que cada cual se quede en su sitio, que se evite cualquier innovación irreflexiva, y todo irá bien.

El desprecio no es un sentimiento muy productivo, literariamente hablando; más bien incitaría a un silencio de buen tono. Pero Lovecraft se verá obligado a vivir en Nueva York; allí conocerá el odio, el asco y el miedo, mucho más fértiles. Y será en Nueva York donde sus opiniones se transformarán en una auténtica neurosis racial. Siendo pobre, deberá vivir en los mismos barrios que esos inmigrantes ‹‹obscenos, repelentes, de pesadilla.›› Se codeará con ellos en la calle, en los parque públicos. En el metro lo empujarán ‹‹mulatos grasientos y burlones››, ‹‹negros horribles parecidos a enormes chimpancés››. Los volverá a encontrar en las colas para conseguir empleo, y comprobará, horrorizado, que su porte aristocrático y su refinada educación, teñida de ‹‹conservadurismo equilibrado››, no le reportan ventaja alguna. Valores como éstos no son moneda en curso en Babilonia; es el reino de la astucia y de la fuerza bruta, de los ‹‹judíos con cara de rata›› y los ‹‹monstruosos mestizos que andan dando saltitos y se contonean de modo ridículo››. (pp. 99-100)

* * *

Según el testimonio de sus allegados, cuando se cruza con representantes de otras razas Lovecraft aprieta los dientes, palidece un poco; pero conserva la calma. Sólo da libre curso a su exasperación en sus cartas... antes de hacerlo en los relatos. Una exasperación que poco a poco se transforma en fobia. Su visión, alimentada por el odio, llega al extremo d euna franca paranoia y más allá, hasta el completo desequilibrio de la mirada que anuncia los desórdenes verbales de los ‹‹grandes textos››. Por ejemplo leamos cómo cuenta a Belknap Long una visita al Lower East Side, y cómo describe a su población de inmigrantes:

      Las cosas orgánicas que rondaban por esa espantosa cloaca no podrían calificarse de humanas, ni siquiera torturándose la imaginación. Eran monstruosos, nebulosos bosquejos del pitecántropo y la ameba, toscamente modelados en alguna arcilla hedionda y viscosa producto de la corrupción de la tierra. Reptaban y supuraban por las calles sangrientas, entrando y saliendo por puertas y ventanas de una forma que recordaba a una invasión de gusanos, o a desagradables criaturas surgidas de las profundidades del mar. Esas cosas –o la sustancia degenerada en gelatinosa fermentación de la que estaban hechas– parecían rezumar, infiltrarse y fluir a través de las grietas abiertas de aquellas horribles casas, y pensé en una hilera de tinas ciclópeas y malsanas, llenas hasta el borde de ignominias gangrenosas, a punto de rebosar para inundar el mundo entero en un cataclismo leproso de podredumbre semilíquida.

   De esta pesadilla de infección malsana no conservo el recuerdo de ningún rostro vivo. El grotesco individuo se perdía en la devastación colectiva; sólo quedaban en la retina los vagos y fantasmagóricos contornos del alma mórbida de la desintegración y de la decadencia... una máscara amarillenta que ríe burlona mientras una ácida y pegajosa bilis supura de sus ojos, orejas, nariz y boca, con un burbujeo anormal de úlceras monstruosas e increíbles... (pp.100-101)

* * *

A medida que se prolonga la estancia forzada de Lovecraft en Nueva York, su repulsión y su terror aumentan hasta alcanzar proporciones alarmantes. Como escribe a Belknap Long, ‹‹no se puede hablar con calma del problema mongoloide de Nueva York››. Más adelante, en la misma carta, declara: ‹‹Espero que esto acabe en guerra; pero no antes de que nuestras mentes hayan sido completamente liberadas de las trabas humanitarias de la superstición siria que impuso Constantino. (...)››.

El regreso a Providence no arreglará nada. Antes de su estancia en Nueva York, ni siquiera sospechaba que las criaturas extranjeras pudieran infiltrarse en las calles de ese pueblecito encantador; en cierto modo, se cruzaba con ellas sin verlas. Pero ahora, su mirada ha ganado en dolorosa agudeza; y hasta en los barrios que tanto amaba encuentra los primeros estigmas de esa ‹‹lepra››: ‹‹Saliendo de diversas aberturas y arrastrándose por los angostos senderos se ven formas imprecisas que empero pertenecen a la vida orgánica...››. (pp. 102-103)

* * *

A menudo se ha subestimado la importancia del odio racial en la creación de Lovecraft. Sólo Francis Lacassin ha tenido el valor de considerar el asunto con honestidad en su prefacio a las Cartas. Allí escribe: ‹‹La fuerza fría de los mitos de Cthulhu surge de la delectación sádica con la que Lovecraft entrega a la persecución de criaturas llegadas de las estrellas a unos seres humanos castigados por su semejanza con la chusma neoyorkina que lo había humillado››. Esta observación me parece extraordinariamente profunda, aunque falsa. Lo indiscutible es que Lovecraft, como se dice de los boxeadores, ‹‹tiene el odio metido en el cuerpo››. Pero hay que precisar que, en sus relatos, el papel de víctima suele desempeñarlo un profesor universitario anglosajón, culto, reservado y bien educado. De hecho, más bien un hombre como él. En cuanto a los verdugos, a los servidores de cultos innombrables, casi siempre son mestizos, mulatos, hombres de sangre sucia ‹‹de la especie más baja››. En el universo de Lovecraft, la crueldad no es un refinamiento intelectual; es una pulsión bestial, que se asocia a la perfección con la más lóbrega estupidez. Y los individuos corteses, refinados, de maneras delicadas... son las víctimas ideales.

Ya vemos que la pasión central que anima su obra no es de tipo sádico sino, sobre todo, masoquista; lo que por otra parte sólo sirve para subrayar su peligrosa profundidad. Como señaló Antonin Artaud, la crueldad para con el prójimo sólo produce resultados artístcos mediocres; la crueldad hacia uno mismo es mucho más interesante.

Cierto es que HPL manifiesta una admiración ocasional por ‹‹las grandes bestias rubias y nórdicas››, los ‹‹vikingos locos, asesinos de celtas››, etc. Pero se trata, precisamente, de una admiración amarga; se siente muy lejos de esos personajes y nunca pensará, al contrario de Howard, en incluirlos en su obra. Al joven Belknap Long, que se burla amablemente de su admiración por ‹‹las grandes bestias rubias de presa››, le contesta con admirable franqueza: ‹‹Tiene toda la razón al decir que son los débiles quienes admiran a los fuertes. Es exactamente mi caso››. Sabe muy bien que en ningún Walhalla heroico de batallas y conquistas hay lugar para él, salvo, como de costumbre, el lugar del vencido. Está impregnado hasta los tuétanos de su fracaso, de su predisposición total, innata y fundamental al fracaso. Y en su universo literario tampoco habrá otro lugar para él que el de la víctima. (pp. 103-105)

* * *






Los héroes de Lovecraft se despojan de cualquier signo de vida, renuncian a cualquier alegría humana, se convierten en meros intelectos, espíritus puros que aspiran a una única meta: la búsqueda del conocimiento. Al final del camino les espera una espantosa revelación: desde las marismas de Louisiana a las mesetas heladas del desierto antártico, desde el corazón de Nueva York a los sombríos valles de Vermont, todo proclama la presencia universal del Mal.

Y no debemos creer que el hombre sea el más antiguo o el último amo de la Tierra, ni que la proliferación corriente de vida y de sustancia sea lo único que la holla. Los Antiguos han existido, existen y existirán siempre. No en los espacios que todos conocemos, sino entre esos espacios. Primordiales, sin dimensiones, poderosos y serenos.

El Mal, con sus múltiples rostros; instintivamente adorado por pueblos solapados y degenerados que han compuesto terribles himnos a su gloria. (p. 107)

* * *

(…) Después, hay que decir que esas estrofas a la omnipotencia del Mal tienen un eco desagradablemente familiar. En conjunto, la mitología de Lovecraft es muy original; pero a veces se presenta como una horrible inversión de la temática cristiana. Un problema que se nota especialmente en El horror de Dunwich, donde una campesina analfabeta, sin haber conocido hombre alguno, da a luz a una criatura monstruosa, dotada de poderes sobrehumanos. Esta encarnación al revés acaba con una parodia de la Pasión, en la que la criatura, sacrificada en la cima de una montaña que domina Dunwich, lanza una llamada desesperada: ‹‹Padre, padre... ¡YOGSOTHOTH››, fiel eco del ‹‹¡Eloi, Eloi, lamma sabachtani!››. Aquí, Lovecraft recurre a una fuente fantástica muy antigua: el Mal nacido de una unión carnal contra natura. Esta idea se integra a la perfección en su obsesivo racismo; para él, como para todos los racistas, el horror absoluto, más aún que las otras razas, es el mestizaje. Utilizando a la vez sus conocimientos de genética y su familiaridad con los textos sagrados, construye una síntesis explosiva, de un poder de abyección inaudito. A ese Cristo, nuevo Adán venido a regenerar a la humanidad por amor, Lovecraft opone el ‹‹negro›› venido a regenerar la humanidad mediante la bestialidad y el vicio. Pues la hora del gran Cthulhu se acerca. Y la época de su advenimiento será fácil de reconocer: ‹‹En ese momento, los hombres se habrán vuelto semejantes a los Antiguos: libres, salvajes, más allá del bien y del mal, rechazando cualquier ley moral, matándose entre sí con grandes alaridos en el transcurso de jubilosos desenfrenos. Los Antiguos, liberados, les enseñarán nuevas maneras de aullar, de matar, de descarriarse; y toda la tierra flameará en un holocausto de éxtasis desenfrenado. Mientras tanto, el culto, mediante los ritos apropiados, debe mantener vivo el recuerdo de las costumbres de antaño, y presagiar su retorno››. Este texto no es sino una aterradora paráfrasis de San Pablo.

Aquí nos acercamos a lo más recóndito del racismo de Lovecraft, que se designa a sí mismo como víctima y ha elegido a sus verdugos. No tiene la menor duda a este respecto; los ‹‹seres humanos sensibles›› serán vencidos por los ‹‹grasientos chimpancés››; serán triturados, torturados y devorados; sus cuerpos serán despedazados en ritos innobles, al son obsesivo de tamboriles extáticos. El barniz de la civilización empieza a agrietarse; las fuerzas del Mal esperan ‹‹con paciencia sobrecogedora, omnipotentes››, pues reinarán nuevamente aquí abajo.

Debajo de la meditación sobre la decadencia de las culturas, que sólo es una justificación intelectual superpuesta, está el miedo. El miedo viene de lejos; el asco procede de él; provoca la indignación y el odio.

Vestidos con ropas rígidas y un poco tristes, acostumbrados a refrenar la expresión de sus emociones y sus deseos, los protestantes puritanos de Nueva Inglaterra pueden hacer olvidar en ocasiones su origen animal. Por eso Lovecraft aceptará su compañía, aunque a dosis moderadas. Su misma insignificancia le tranquiliza. Pero, en presencia de los ‹‹negros››, se apodera de él una reacción nerviosa incontrolable. Su vitalidad, su aparente ausencia de complejos y de inhibiciones le aterrorizan y le repugnan. Bailan en las calles, escuchan músicas rítmicas... Hablan a gritos. Ríen en público. La vida parece divertirles; cosa bastante inquietante. Porque la vida es el mal. (pp.108-110)


* * *


Hoy, más que nunca, Lovecraft sería un inadaptado y un recluso. Nacido en 1890, a sus contemporáneos ya les parecía, en sus años de juventud, un reaccionario pasado de moda. No es difícil adivinar lo que pensaría de la sociedad de nuestra época. Tras su muerte, la sociedad no ha dejado de evolucionar en un sentido que le incitaría a aborrecerla todavía más. La mecanización y la modernización han destruido ineluctablemente ese modo de vida al que se aferraba con toda su alma (por otra parte, nunca se hizo la menor ilusión sobre las posibilidades humanas de controlar los acontecimientos; como escribe en una carta, ‹‹todo en el mundo moderno es la consecuencia absoluta y directa del descubrimiento de la aplicaciones a gran escala del vapor y de la energía eléctrica››). Los ideales de libertad y de democracia, que detestaba, se han infundido por todo el planeta. La idea de progreso se ha convertido en un credo indiscutible, casi inconsciente, que no tendría más remedio que indignar a un hombre que declaraba: ‹‹Lo que aborrecemos es simplemente el cambio en sí››. El capitalismo liberal ha extendido su influencia sobre las conciencias; a la par que él, han llegado al mercantilismo, la publicidad, el culto absurdo y socarrón a la eficacia económica, el apetito exclusivo e inmoderado por las riquezas materiales. Peor aún: el liberalismo se ha propagado del ámbito económico al ámbito sexual. Todas las ficciones sentimentales se han hecho añicos. La pureza, la castidad, la fidelidad, la decencia se han convertido en estigmas ridículos. Actualmente, el valor de un ser humano se mide por su eficacia económica y su potencial erótico; es decir, justamente las dos cosas que Lovecraft más detestaba.

Los escritores de literatura fantástica son, por regla general, reaccionarios, por la sencilla razón de que son especial, podríamos decir profesionalmente conscientes de la esencia del Mal. Resulta bastante curioso que, de entre los discípulos de Lovecraft, ninguno haya sentido el impacto de este simple hecho: que la evolución del mundo moderno ha conseguido que las fobias lovecraftianas estén todavía más presentes, todavía más vivas.

Señalemos como excepción el caso de Robert Bloch, uno de sus corresponsales más jóvenes (en sus primeras carta a Lovecraft, tenía quince años), que firma sus mejores relatos cuando se permite dar rienda suelta a su odio hacia el mundo moderno, la juventud, las mujeres liberadas, el rock, etc. El jazz ya es para él una obscenidad decadente; en cuanto al rock, Bloch lo interpreta como el retorno del salvajismo más simiesco, fomentado por la amoralidad hipócrita de los intelectuales progresistas. En Sweet Sixteen, un grupo de Hell's Angels, simplemente descritos al principio como gamberros ultraviolentos, acaba dedicándose a ritos sacrificiales con la hija de un antropólogo. Rock, cerveza y crueldad. Está perfectamente logrado y justificado, es perfectamente coherente. Pero tales tentativas de introducir lo demoníaco en un marco moderno siguen siendo excepcionales. Y Robert Bloch, con su escritura realista y la atención que presta a la situación social de sus personajes, se ha apartado muy claramente de la influencia de HPL: de los escritores más directamente ligados al movimiento lovecraftiano, ninguno ha recogido las fobias raciales y reaccionarias del maestro.

Cierto que se trata de un camino peligroso, y que la salida que ofrece es muy angosta. No es tan sólo cuestión de censura y procesos judiciales. Los escritores fantásticos intuyen, probablemente, que la hostilidad a cualquier forma de libertad termina engendrando la hostilidad a la vida. Lovecraft lo intuye tan bien como ellos, pero no se queda a medio camino; es un extremista. Que el mundo sea maligno, intrínseca, esencialmente maligno, es una conclusión que no le molesta en absoluto; y éste es el sentido de su admiración por los puritanos: lo que lo maravilla de ellos es que ‹‹odiaban la vida y consideraban una banalidad decir que merece la pena vivirse››. Atravesaremos este valle de lágrimas que separa la infancia de la muerte; pero tendremos que conservarnos puros. HPL no comparte en absoluto las esperanzas de los puritanos, pero comparte su rechazo. Detallará su punto de vista en una carta a Belknap Long (escrita, además, pocos días antes de su matrimonio):

      En cuanto a las inhibiciones puritanas, las admiro un poco más todos los días. Son intentos de hacer de la vida una obra de arte –para dar forma a un modelo de belleza en esta pocilga que es la existencia animal– y de ahí surge un odio por la vida que marca el alma más profunda y más sensible. Estoy tan cansado de oír a unos asnos superficiales despotricar contra el puritanismo que creo que me voy a hacer puritano. Un intelectual puritano es un idiota –casi tanto como un antipuritano–, pero un puritano es, en su forma de comportarse en la vida, la única clase de hombre que uno puede respetar honestamente. No siento ni respeto ni consideración alguna por los hombres que no viven en la abstinencia y la pureza.

Hacia el final de sus días llegará a expresar pesadumbre, a veces conmovedora, ante la soledad y el fracaso de su existencia. Pero esta pena seguirá siendo, por así decir, teórica. Recuerda con claridad las diferentes etapas de su vida (el fin de la adolescencia, el breve y decisivo interludio del matrimonio) en las que podría haber tomado el camino de lo que llaman felicidad. Pero sabe que probablemente no estaba en condiciones de conducirse de otra manera. Y finalmente considera, como Schopenhauer, que tampoco ‹‹se las ha arreglado tan mal››.

Acogerá la muerte con valentía. Enfermo de un cáncer de intestino que se ha extendido al conjunto del tronco, ingresa el 10 de marzo de 1937 en el Jane Brown Memorial Hospital. Se comportará como un enfermo ejemplar, educado, afable, de un estoicismo y una cortesía que impresionarán a sus enfermeras, a pesar de sus terribles dolores (afortunadamente, atenuados por la morfina). Cumplirá con las formalidades de la agonía con resignación, por no decir con una secreta satisfacción. La vida que escapa de su envoltura carnal es para él una vieja enemiga; él la ha denigrado, ha luchado contra ella; no tendrá una sola palabra de arrepentimiento. Y fallece, sin más incidentes, el 15 de marzo de 1937.

Como dicen los biógrafos, ‹‹una vez muerto Lovecraft, nació su obra››. Y así es; empezamos a otorgarle su verdadero lugar, igual o superior al de Edgar Poe; en cualquier caso, decididamente único. Lovecraft tuvo a veces la sensación, ante el repetido fracaso de su producción literaria, de que a fin de cuentas el sacrificio de su vida había sido inútil. Hoy podemos juzgarlo de otro modo; nosotros, para quienes él ha llegado a ser un iniciador esencial a un universo diferente, situado mucho más allá de los límites de la experiencia humana, y no obstante de un impacto emocional terriblemente preciso.

Este hombre que no consiguió vivir consiguió, finalmente, escribir. Le costó lo suyo. Le llevó años. Nueva York lo ayudó. Él, que era tan amable, tan cortés, descubrió allí el odio. De regreso en Providence escribió relatos magníficos, vibrantes como un conjuro, precisos como una disección. La estructura dramática de los ‹‹grandes textos›› es de una riqueza impresionante; los recursos narrativos son hábiles, nuevos, audaces; pero tal vez nada de todo eso bastaría si no intuyésemos, en mitad del conjunto, la presión de una fuerza interior devoradora.

Toda gran pasión, ya se trate de amor o de odio, termina produciendo una obra auténtica. Podemos lamentarlo, pero hay que reconocerlo: Lovecraft se sitúa más bien del lado del odio; del odio y del miedo. El universo, que intelectualmente él concibe como indiferente, se vuelve estéticamente hostil. Su propia existencia, que podría haber sido tan sólo una serie de triviales desengaños, se convierte en una operación quirúrgica y una celebración invertida, especular.

Su obra de madurez siguió siendo fiel a la postración física de su juventud, transfigurándola. Ahí radica el secreto profundo del genio de Lovecraft, ahí nace el límpido manantial de su poesía: logró transformar su asco por la vida en una hostilidad activa.

Ofrecer una alternativa a la vida, en todas sus facetas, constituir una oposición permanente, un recurso permanente a la vida: tal es la misión más elevada del poeta en esta tierra. Howard Phillips Lovecraft cumplió esta misión. (pp. 111-116)