sábado, 11 de febrero de 2012

El tragador de rocas



Beñat Baltza Álvarez

EL TRAGADOR DE ROCAS



  
TREMENTINA//POESÍA






Cubierta: Trementina desde Internet
Escrito hacia el año 2000

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Ah, todo esto antes que yo,
acción, pasión, alumbramiento,
funerales—
un cuarto oscuro
donde risa y temblor se confunden.
* * * * *

Avidez de la noche me engulle: aquí:
grado cero
no
hay tiempo

crepitan las ciudades los planetas
crepitan
yo ardo....

Ah, si pudiera oscilar un momento—:
os soñaría
y

os soñaría.
* * * * *

Cien perros sarnosos me olfatean
en los escombros brillan los neones
misericordias centros de rehabilitación
en las orillas de las carreteras.

Cuán lejos de los cánticos nacionales,
de los himnos a las acelgas,
de la naturaleza asistida—

todavía unas cuantas patadas

el poeta en el ciberespacio
* * * * *

decir
por la boca
algo

hacer
que se entiende
* * * *
ESTUDIO

Y soñar para nada y caer en el hielo
            del sueño       
                                   quebrarlo
negra grieta crujido de huesos horizonte opaco
al que a rastras llegaré allí presente
acariciar la textura de lo que se derrite
la textura de los dioses de los imperios vencidos no sentir
piedad por ello mantenerme
cerca
en frío ya sólido que disminuye
de los ecos de los nomoi ohahohah ya no ser
y hablarles y contarles
la alegría cruel de su no-estar-ya-aquí
hielo ello también así y todo aurora
frío y resquebrajadura. Urgencia
urgencia consumir inventariados olvida
con urgencia dicha
                                   ahora
palabras
gritar el frío soplarse las manos callar:
todo el silencio corriendo por la sangre cerebros que aún
no nacieron piedras
que aún no chocaron entre sí
pliegues
por hacerse en las raíces
de la seda del mar oh
sana ohsanna bienvenido Príncipe del Silencio
bendice con tu mudez a la nueva criatura:
Moriremos en esta celda.
* * * * *

Las sombras.
Las voces que se alejan.
Las voces que no son.
Las voces que son nada.
Estás. No
hay nadie.

¿Quién busca?

Una voz
pregunta

Quién busca

Busca pregunta
busca. Voz.
Zov. Zovdmch
Scmnmas
Ozzzzzqwjftyt

¿Por quién se toma la Tierra?

Busca pregunta busca quiénbusca

Los pliegues.
Los vestidos.
* * * 
HORROR VACUI
(Lectura de Santiago López Petit)

nada nos espera
ningún resplandor nos guiña el horizonte
solamente marchar como quien fuma
los pulmones se abren y se cierran
el humo viaja y no hace formas
la habitación por la mañana se ventila
* * * * *
rosa fatigada del sol
cráneo impotente desluce
el cielo extiende su mortaja
sobra la parcela de cielo
por mis cuencas conquistada
* * * *

somier de hierro fundido desmantelamiento
los ríos no son dragados pestazo de sedimentos
los ríos traen colores vivan los peces mecánicos
los ríos ríen la risa laborables y festivos
si llueve mucho desbordan los ríos de risotadas
desbordar qué hermoso verbo luego después viene el chorro
chorrear y desbordar oh qué boda tan hermosa
la tarta la tarta dónde está la tarta
que se besen que nos besen
besémosles...
música música música
como salgan con rancheras va a ver un cortocircuito
pestazo de sedimentos
si los hombres de granja fueran qué a gusto los comería
y el doctor Agirreolea lugosizó su semblante—
los ríos no nacen donde dicen que nacen
sabemos que existe el sol la absorción de las aguas
la formación de las nubes etcétera

mira qué ojos tienes échate a mi lado
somier de hierro fundido vivan los peces mecánicos
* * * *

sueños de grava y orilla
dulce hora del abandono
corazones en terciopelo negro
música del estercolero—

porque una flor blanca entonces
me hechizó con su mirada
dulce hora del abandono
* * * * *

tragador de rocas
vómito de las montañas
vómito de acantilados
vómito de lava
fuego interior
desorden

piedra
molida en la uretra
piedra
arenilla en el sueño orina
sobre el amor cobarde de los hombres

Oh arquitectura del mundo
yo te amo
yo te aborrezco
soldado por el escroto al pedregal cósmico
centrifugado
centrípeto

dolor del sueño en el dolor de la vigilia
te amo
arcada inmensa
palabras meteoritos
palabras estrellas frías

Frío
 * * * * *



TREMENTINA//POESÍA

viernes, 10 de febrero de 2012

Dos poemas de Lois Pereiro



(PREPARED PIANO)


Neutralizar las líneas
la proyección externa
de las formas intestinas
con una mirada distante
a lo que desgrano de ellas
en el líquido de la idea necesaria
Que despegue el pigmento
sin destino
ajeno a su presencia
y un murmullo de gusanos
de la impresión que se desvanece
que el cuerpo invente
Demostrar que hay distancias
principios filosóficos
en un cuerpo expuesto a todo
que no ceden y acogen
cierto reflejo falso en su esencia
Superficie que emerge en la estructura
piel ilusión orgánica del cuerpo
Por tanto la vida se desgaja en minutos
al adelantarse a sí misma
un paso es indiferencia
y después nada
La fina piel de un virus
cuando la sangre es visible
la carne se hace cierta
en perfiles que se pierden
en cuanto cierro los ojos
y dejo espacio virgen para otro intento

(pp. 165-167)
                                                     * * *




(Análisis hemático del amor)

Con el amor que se interpone
entre vosotros
y mi miedo
se alteran los parámetros orgánicos
de mis restos en frágil equilibrio
bien restaurados y supervisados.

Y podría hacer un Lied amargo
dedicado a mis seres más amados
modificando mis CD4
y bajando el nivel de protombina
de este cuerpo que flota en endorfinas
sin jeringas o fármacos
que las lleven.

La sed por soñar aumenta la fiebre
y causa hemorragias invisibles
exiliando de la sangre los hematíes.

Pero las lágrimas lubrican el deseo
provocan más nostalgia
y anestesian.

La amistad protege y el amor cura
el odio contagia y hiere
la indiferencia mata.

Apagado este incendio sobrevivid libres
de este estertor final de quien os ama

(pp. 241-243)


jueves, 19 de enero de 2012

Lydia Lunch, Paradoxia

                                                       

                                                           Relato 20, páginas 140-145




Vendí las pocas cosas que Marty y yo habíamos acumulado. Todo el mobiliario, el estéreo, mis libros, mis libros, los discos y la mayor parte de mi ropa. Tenía que largarme de L. A. inmediatamente. Antes de recaer en toda la mierda de Johnny. Me las arreglé para juntar lo suficiente para pagar un billete de ida a Europa. En lista de espera.

Ámsterdam. Una Disneylandia psicodélica abarrotada de sex-shops, tiendas de tatuajes y, calle tras calle, un escaparate tras otro con putas avejentadas exhibiéndose dentro. Me sentí como en casa. En cada esquina había un chiringuito donde vendían hierba. Cientos de cafés atestados de miles de turistas, de artistas, de gente que aspiraba a serlo, de directores de cine y de cualquier otra forma imaginable de pervertido. La afluencia de italianos borrachos, marroquíes colocados, americanos ignorantes e ingleses palurdos convertía el lugar en un paraíso para los carteristas.

Tenía el número de teléfono de un disc-jockey especializado en música underground. Cuando tal cosa existía aún. Lo había conocido unos años antes en una actuación que hice en el Teatro Internacional de la Poesía y el Dolor. Me ofreció su apartmento durante el mes de agosto a cambio de que le ayudase a acabar a tiempo un trabajo, la organización de un festival de verano, de carácter anual, programado para celebrarse en su ausencia. Se iba a Tailandia en treinta y seis horas. Otro golpe de suerte.

Me sugirió que llamara a Babbette, una directora de cine de vanguardia y una mujer deliciosamente curtida. Especialista en documentales sobre los movimientos radicales de los años setenta. Acababa de ser premiada con una beca para filmar una película independiente para la televisión francesa y estaba buscando a alguien que le ayudara en varios aspectos de producción. Me apunté sin pensarlo dos veces, para escamotear una quinta parte del presupuesto. Entregué un guión cuyos temas de celos, locura erótica, aislamiento y rechazo eran el vivo reflejo de las aventuras que yo había estado orquestando durante años. Tenía tres semanas para doblegar a aquella bestia, antes del inicio del rodaje. Tres emanas para merodear por mercadillos, librerías, galerías de arte, clubs nocturnos o emporios de la droga; para garabatear notas en ráfagas frenéticas, que luego iban a ser encajadas en el script. El rodaje empezó al día siguiente de presentar el guión. Un caótico revoltijo de emociones cruzadas.


Conocí a Styn durante la filmación. Era el encargado de los efectos especiales. Misteriosas puertas que se abrían y se cerraban. Agujeros taladrados en la frente. Narices sanguinolentas. Heridas de guerra. Yo ya estaba acostándome con dos de los actores y me había encamado con varias de las chicas del catering. Él me dio un respiro de la penosa tarea de escribir, codirigir y actuar en una película que de todas formas no iba a ver nadie.

Juntos nos tomábamos largos descansos fuera de las localizaciones, y vagábamos sin rumbo por los boscosos barrancales que flanqueaban la enorme y ruinosa finca en la que estuvimos confinados durante semanas. Yo estaba fascinada por su educación europea, su cultura y sus maneras refinadas y tranquilas. Una especie totalmente diferente. Declaraba, coincidiendo conmigo, sentir indiferencia por los remordimientos, los celos o el sentimiento de culpa. Decía que el pozo de sus emociones era una charca de poca profundidad más allá de la cual mandaba la inteligencia. La razón se imponía cuando la fibra sensible aflojaba, y eso le ahorraba las heridas autoinfligidas del amor perdido, el ego destrozado o las relaciones tormentosas. Encontrar su punto débil era un desafío.

Me seducía con pasajes robados a Blanchot, a Bataille o a Foucault. Yo me dejaba seducir por sus cortos monólogos cuya belleza me llenaba de hastío y melancolía. Cuando estaba a punto de llorar, él reía quedamente y me susurraba que era hora de volver al trabajo. La filmación estaba a punto de terminar.

Styn me sugirió que lo celebráramos y me invitó a cenar. Tenía un piso de soltero en una segunda planta, que daba a uno de los muchos canales que entrecruzaban la ciudad. Unas tenues luces blancas y una música anodina no hacían presagiar la pesadilla en ciernes. Un exquisito pescado blanco, una sopera llena de un suave consomé, fruta, vino. Sencillo. Elegante.


Hasta que empecé a sentir náuseas. Mareos. Ni siquiera habíamos acabado de comer cuando la habitación entera comenzó a dar vueltas. La vista me flojeaba. Estaba a punto de desplomarme. Ebria, pero no de vino. Me pregunté si habría echado algo en mi copa… quizás un tósigo ligero. Un poco de arsénico. Belladona. La obra de Bataille El azul del cielo, hecha realidad. Styn parecía preocupado y a la vez divertido por mi percance. Me llevó con delicadeza hasta su cama y me pasó un trapo húmedo por la cara. Dijo que tal vez la comida fuera demasiado rica en proteínas, excesivamente dulce, o que quizá estuviese en mal estado. Empezó a halagarme, susurrándome lo bien que me sentaban las náuseas. Cómo daban una palidez radiante, un lustre luminoso, a mi ya de por sí blanquísima piel. Afirmaba que estaba resplandeciente, fascinante, maravillosa, algo digno de ver. Y que se estaba empalmando. Estaba rígido. Que si me importaba si se quitaba los pantalones, para darle un respiro a su excitación. Que la ropa lo estrangulaba. Mientras tanto seguía murmurando cuánto me favorecían las náuseas.

Le pedí que me ayudara a ir al baño. Ya no podía controlar los espasmos que me hacían estremecer el cuerpo. Necesitaba vomitar, mear, cagar. Estaba a punto de ensuciarme toda. Con el mayor cuidado me despojó del vestido, de las bragas y del sujetador; los dobló meticulosamente y los colocó encima del toallero. Sus maneras sofisticadas me recordaron las de un sirviente bien pagado. Insistió en que me arrodillara ante el retrete, que me purgara, que no fuera tímida. Que él estaba allí para ayudarme. Se quedó a mi lado, comprobando mi pulso, mi temperatura. Las pupilas de mis ojos. Las inmaculadas baldosas blancas brillaban reflejándose unas en otras, aumentando mi vértigo. Mi estómago se retorcía. Comencé a expulsar gran parte de la comida, bilis. Orinando y defecando al mismo tiempo encima del retrete, de las baldosas, de mis muslos. Mis entrañas, agitadas por las convulsiones, chorreaban por cada orificio.

Me desmayé y recuperé la consciencia varias veces. Perdí la noción del tiempo. No tenía idea de cuánto rato pasé tirada junto al retrete. Estremeciéndome. Con las tripas gimiendo. El sonido del disparador de la cámara que me estaba ametrallando me sobresaltó. El hijo de puta había estado fotografiando todo mi calvario. Poco a poco, empecé a recuperarme. Reuní la fuerza suficiente para levantar la cabeza, pedir un vaso de agua. Styn sonrió con dulzura e hizo girar la manecilla de la ducha. Retiró de la pared el enorme grifo, comprobó la temperatura del agua y orientó el chorro hacia las baldosas que había encima de mi cabeza, bautizándome con gotitas de agua fría. Trazó mi silueta en el suelo, me hizo cosquillas en los pies con chorros intermitentes, y acabó el masaje líquido entre mis piernas. Aumentando la presión seductoramente. Aguantándola allí lo bastante para que mi pulso se desbocara.

Entonces me golpeó en la boca. Un manotazo de agua, duro y frío, me hizo separar los labios y me obligó a engullir. Sonriendo mientras yo me ahogaba. Me hacía estremecer. Comenzó a frotarse la polla, que había estado expuesta todo el rato, con unos cuantos meneos enérgico a la vez que seguía disparando la cámara. Mantenía mis piernas separadas con la punta de su zapato. Apretaba la gruesa manguera de la ducha contra mi delicada flor. Mis piernas empezaron a moverse espasmódicamente. Mi cabeza se agitaba de un lado hacia otro. Las arcadas fueron amainando. El orgasmo se iba acercando. De vez en cuando la luz del flash rebotaba en las blancas paredes. Yo me sentía demasiado débil para protestar. Toda vanidad sería inútil. Estallamos los dos. Aquella visión enfermiza quedó grabada como una película en nuestra memoria, para referencia futura.

Dejó caer la manguera y se arrodilló junto a mí. Me besó los pies, murmurando letanías acerca de mi belleza en francés, alemán y holandés. Me lavó con cuidado. Una sonrisa angelical besaba sus labios. Yo estaba completamente exhausta, paralizada por el cansancio. Me llevó a su cama. Me dijo que descansara, que durmiera, que tenía que recuperar fuerzas. Yo era incapaz de reprocharle las notas que seguía tomando mientras la película rebobinaba dentro de la cámara. 


miércoles, 18 de enero de 2012

SUMMA SUMMARUN, Gottfried Benn



                                                           SUMMA SUMMARUM

                                                                    «Bienvenido de Sils-María.»





Se vuelve a hacer tanto por el arte, ningún círculo donde se bebe cerveza sin su representante, señores literatos son llamados al Ministerio, existe, se cita las orillas del Arno. Quisiera aparecer con una colaboración numérica, un cálculo, una consideración intelectual sobre cuanto he ganado con mi poesía y mi profesión de literato, summa summarum, en toda mi vida. Cuando hice mi primera publicación tenía veinticinco años, este mes he cumplido cuarenta, se trata, pues, de quince años y sumo muy exactamente todo lo que he cobrado de honorarios por los libros, incluyendo las obras completas, los folletines, la reimpresión, la inclusión en antologías, en una palabra, por la industria del papel y de las editoriales: son novecientos setenta y cinco marcos.

En lo que se refiere especialmente a las poesías, gané en 1913 cuarenta marcos por una hoja lírica en casa de mi amigo Alfred Richard Meyer, durante la guerra veinte marcos por poesías en las Weissen Blättern (Hojas Blancas) de Schickele, después de la guerra treinta marcos por dos poesías en el Querschnitt, esto representa en total noventa marcos por la lírica. No quiero hacer limpieza de ninguna manera como lo hizo Else Lasker-Schüler, mi actividad de médico-especialista me ha sustentado hasta ahora. Y aunque las enfermedades venéreas parecen desaparecer de la superficie de la tierra, y que el congreso internacional de sifilólogos en París en 1925 estimó que la lúes disminuirá en un cincuenta por ciento en los próximos años en Europa, no quiero acusar a Ehrlich-Hata en interés de lo general. Como he dicho, sólo es un cálculo sobre la poesía y el pensamiento, una asociación de ideas sobre el arte y la vida y la Fuente Castalia.

Tengo que hacer una observación preliminar a las consideraciones siguientes. No tiene ninguna importancia para la cuestión si soy apreciado, sobreestimado o menospreciado, como personalidad literaria. Aquí solo se trata de estadística, es decir, de lo siguiente:

Con estos novecientos setenta y cinco marcos he sido traducido al francés, al inglés, al ruso, al polaco y he entrado en antologías líricas de América, Francia y Bélgica. Según estoy enterado han aparecido en París el año pasado artículos y comentarios sobre mí en las Nouvelles littéraires, en Volonté y L’opinion républicaine. En un tratado del francés Reber he leído una crítica sobre un libro francés que se trataba de literatura alemana y al que censuraba porque no había mencionado a figuras como yo. En una conferencia en la Sorbona el señor Soupault me contó entre los cinco mejores líricos, no sólo de Alemania sino de Europa. En una semana de este mes de marzo recibí de París un ensayo sobre mí, la visita de un periodista de Varsovia referente a una interviú y me solicitaron de Moscú que enviara una fotografía con biografía para una exposición de arte internacional. En Alemania soy uno de los líricos prominentes del expresionismo para las historias de la literatura, la radio me dedicó una Hora de los vivos y contrariamente a Stefan George, sit venia comparationi, un periódico observó sobre mí en esta ocasión: «uno de los más grandes de nuestro tiempo».

Ahora comparo estos novecientos setenta y cinco marcos con las ganancias de otros que cultivan las artes y las letras. Una buena primera bailarina percibe trescientos marcos por noche de su actuación en la Ópera del Estado, una prominencia mediana en el cine gana cuatrocientos marcos al día, el primer violinista de una orquesta de verano de algún nivel es retribuido con mil quinientos marcos al mes, el director de orquesta en la Marmorhaus con cuatro mil marcos. Sin querer compararme con algunas actrices de gran renombre de contrato fijo, pero de talento limitado, que perciben dos mil marcos mensuales, sin pensar en el dinero de los redactores en jefe, de los directores artísticos, en las dietas de los diputados, si sólo me refiero al tenor lírico Königsberg y al cantor de Wotan de Karlsruhe con sus dos o tres mil marcos de sueldo mensual, anda decididamente mal uno de los más grandes de este tiempo con cuatro marcos y medio mensuales.

Mas, como he dicho, no me quejo de esta condición. Si me quejase de ella, tendría que acusar al orden social, pero el orden social es bueno. Piénsese en esta raza que aspira de la oscuridad a la claridad sin ningún temor de revancha de la ley. Estos políticos y ministros que no corrompen teóricamente desde el milagro de Pentecostés hasta el Apocalipsis, y cuando han muerto qué firmas extrañas y económicamente débiles les insertaron un artículo necrológico. Estos héroes literarios, cada día una interviú, ¿cree alguien que preguntados por el Kukirol o las hemorragias hemorroidales se pronunciarían acaso menos presuntuosamente? Estos cuadernos artísticos «¿en qué trabajan?»; y luego contestan estos hombres de bien obre su ideales de creación de forma que frente a ello la contestación de un zapatero decente, preguntado por su horma, sería una creación humanamente profunda. Estas encuestas sutiles, «en qué capítulo le hace ofrecerle, en general, el tuteo?»; y ninguno de los consultados mandan al que hace la encuesta una caja de cerillas con secreciones bronquiales, no, quiero seguir irrigando miss blenorragias, veinte marcos en el bolsillo, sin dolor de muelas, sin callos, el resto es ya comunidad y me esquivo de ella.

¿O qué habla en favor de la comunidad? Quizá Kleist cuando se sirvió de la pistola de repetición en Machnow, o el viejo tío Fritz en su vejez, bienvenido de Sils-María, cuando se dejó crecer la barba en casa de su hermana, o Weininger o los Morituri en el Calvario, vinagre en las amígdalas y los pies llorados por dos viejas: ¡a las rondas de cerveza con los señores!

Machnow, Gólgota, Naumburg, todo por cuatro marcos cincuenta al mes, ¡pero yo a mis blenorragias y cada mes una poesía! La poesía es el trabajo impagado del espíritu, del fondo perdido, una especie de acción en el saco de arena; unilateral, estéril y sin compañero: ¡evoë!    


para acabar de una vez con el juicio (V)


                                                   Tú -quien de todas las canciones de Eón
                                                   nunca supo más que una rima y una luz:
                                                   "Ah, tú que caes -en trampas propias-"
                                                   "Ah, tú iluminado -por la propia nada"

                                                    De rango tan bajo, apenas bachiller,
                                                    cuando la humanidd se examina y profunda diserta:
                                                    ante este azul que duplican los centauros
                                                    ¿no te roza el pesado ser de los cielos?

lunes, 9 de enero de 2012

Para acabar de una vez con el juicio (IV)



                                                              Nein,
                                                             nichtviele. 
                                                             No,
                                                            no muchos
                            

                                 

domingo, 27 de noviembre de 2011

Elias Canetti descubre a Büchner y comenta el Wozzeck



Entonces, hallándome en un estado de ánimo tan desolado que no podía serlo más, encontré una noche mi salvación en un volumen desconocido que tenía en mi casa desde hacía bastante tiempo, pero que aún no había llegado a tocar. Era un volumen de obras de Büchner, un tomo voluminoso, impreso en letras grandes, encuadernado en tela amarilla, y que se hallaba colocado en un sitio tal que era imposible no verlo: junto a los cuatro volúmenes de las obras de Kleist, de la misma editorial, que yo me conocía a la letra. Si digo que jamás había leído a Büchner sonará increíble, pero es la verdad. Sabía con toda seguridad que era un autor muy importante, y creo que también sabía que para mí llegaría a serlo mucho más. Es posible que hubieran pasado ya dos años desde aquel día en que, en la librería Vienna de la Bognergasse, había visto aquel volumen de obras de Büchner, lo había comprado, me lo había llevado a casa y lo había colocado junto a las obras de Kleist.

Entre las cosas más importantes que se van preparando dentro de uno se encuentran los encuentros aplazados. Puede tratarse tanto de lugares como de personas, tanto de cuadros como de libros. Hay ciudades que ansío tanto ver, que es como si estuviera predestinado a pasar en ellas una vida entera, desde el comienzo. Con cien ardides evito ir a esas ciudades, y cada nueva ocasión de visitarlas que dejo pasar acrecienta tanto su importancia en mí, que cabría pensar que estoy en el mundo únicamente en razón de ellas, y que si dichas ciudades, que me siguen aguardando, no existiesen, hace ya mucho tiempo que habría yo perecido. Hay personas sobre las cuales oigo hablar con gusto, y es tanto lo que oigo, y tal la avidez con que lo oigo, que podría pensarse que sé yo más sobre ellas que ellas mismas, pero evito ver alguna foto o cualquier representación visual suya, como si hubiera una prohibición especial y justificada de conocer su rostro. También hay personas con las que durante años me he venido encontrando en un mismo camino, personas sobre las cuales reflexiono, parecidas a enigmas que me hubieran encargado resolver a mí, y no les dirijo, sin embargo, una sola palabra, paso mudo a su lado como mudas pasan ellas junto a mí, y nos miramos con una mirada que es una pregunta y mantenemos bien cerrados los labios; me imagino nuestra primera conversación, y me emociono al pensar cuántas cosas inesperadas llegaría a conocer. Y hay, finalmente, personas a las que desde hace años vengo amando sin que ellas puedan llegar a barruntarlo; yo me voy haciendo cada vez más viejo, y sin duda tiene que parecer una ilusión absurda el que alguna vez vaya a decirles que las amo, aunque siempre vivo pensando en ese instante magnífico. Sería incapaz de existir sin estos prolijos preparativos de lo futuro; y cuando me examino a mí mismo con detalle, veo que no son para mí menos importantes que las sorpresas súbitas que llegan como si no llegasen de ningún sitio y subyugan en el acto.

No me gustaría mencionar los libros para los que todavía me estoy preparando; entre ellos se encuentran algunas de las obras más famosas de la literatura universal, obras de cuya importancia no me permitiré dudar, pues sobre ella está de acuerdo todos los autores del pasado cuyas opiniones han sido determinantes para mí. Es evidente que, tras haber estado aguardando veinte años, una colisión con una de esas obras se convierte en algo de enorme importancia; tal vez sólo así resulte posible acceder a esos renacimientos espirituales que nos preserven de las consecuencias de la rutina y la decadencia. Lo cierto, en todo caso, es que, a mis veintiséis años, hacía ya mucho tiempo que conocía el nombre de Büchner, y hacía dos años que había llevado a mi casa un volumen, sumamente llamativo, con sus obras.

Una noche, en un instante de desesperación hondísima –estaba seguro de que jamás volvería a escribir nada, de que jamás volvería a leer nada–, eché mano de aquel volumen amarillo y lo abrí por un sitio cualquiera: era una escena de Wozzeck (así era como entonces se imprimía aquel nombre), la escena en que el médico le está hablando a Wozzeck. Fue como si me hubiera fulminado un rayo: leí aquella escena, leí todas las demás escenas del fragmento entero, lo leí muchas veces, no sé decir cuántas, me parece que debieron ser incontables, pues me pasé toda la noche leyendo, no leí ninguna otra cosa que aquel volumen amarillo, sólo el Wozzeck, lo leía una y otra vez, y era tal el estado de excitación en que me hallaba, que antes de las seis de la mañana salí de casa, bajé corriendo hasta el ferrocarril suburbano, subí al primer tren que iba a la ciudad, corrí precipitadamente a la Ferdinandstrasse y desperté a Veza, que dormía (pp. 28-30).

* * *

Cuando aquella «mañana büchneriana» la arranqué del sueño, Veza se llevó un gran susto. «¿Te extrañas de que haya venido tan temprano? ¡Esto no había pasado nunca!» «No me extraño», dio ella, «te estaba esperando.» E inmediatamente se puso a pensar, con desesperación, en el modo de quitarme de la cabeza la idea de continuar con la novela.

Yo, sin embargo, comencé enseguida a hablar de Büchner. Le pregunté si conocía Wozzeck. Naturalmente que lo conocía, me respondió. ¿Quién no lo conoce? Dijo estas palabras con impaciencia, aguardando lo peor, lo que ella creía que me interesaba realmente. En su respuesta hubo un tono de desdén, yo me sentí ofendido en nombre de Büchner.

-¿Y no lo tienes en gran estima?

Pronuncié estas palabras en un tono de amenaza y de perfidia; súbitamente ella advirtió de qué se trataba.

-¿Quién? ¿Yo? ¿Que yo no lo tengo en gran estima? Lo considero el drama más importante de la literatura alemana.

Yo no daba crédito a lo que estaba oyendo y dije lo primero que se me ocurrió:

-¡Pero si es un fragmento!

-¡Fragmento! ¡Fragmento! ¿A eso llamas tú un fragmento? Lo que falta en este fragmento es mejor que lo que hay en otros dramas, incluso en los mejores. A una le gustaría tener más fragmentos como ese.

-Nunca me has dicho una palabra sobre esto. ¿Hace mucho tiempo que conoces a Büchner?

-Máas tiempo que a ti. Lo leí muy pronto. Por la mima época en que descubría los Diarios de Hebbel y a Lichtenberg.

-¡Pero te lo has callado! Muchísimas veces me has mostrado pasajes de Hebbel y de Lichtenberg. Pero acerca del Wozzeck has callado. ¿Por qué? ¿Por qué?

-Incluso lo he escondido. EL volumen de Büchner no habrías podido encontrarlo en mi cuarto.

-He estado leyendo a Büchner toda la noche. He leído y releído Wozzeck una y otra vez. Me parecía increíble, y me sigue pareciendo increíble, la existencia de una obra como esa. He venido aquí para sacarte los colores a la cara. Al principio pensé que tal vez tú no conocías esa obra. Pero luego me pareció imposible. Todo tu amor a la literatura ¿qué valor tendría si no la conocieras? Claaro que la conoces. Pero me la has escondido. Hace seis años que venimos hablando sobre las cosas m´s maravillosas, pero ni una sola vez has pronunciado en mi presencia el nombre de Büchner. Y ahora me dices que me has escondido ese volumen. No es posible. Conozco cada uno de los rincones de tu cuarto. ¡Dame la prueba! ¡Muéstrame ese volumen! ¿Dónde lo has escondido? Es un volumen amarillo y grande. ¿Cómo es posible esconderlo?

-Ni es grande ni es amarillo. Es una edición en papel biblia. Vas a verlo ahora mismo.
Abrió el armario que albergaba sus libros más queridos. Me vino a la memoria el momento en que por vez primera me enseñó aquel armario, que ahora yo conocía mejor que la palma de mi mano. ¿Allí iba a estar escondido el Büchner? Veza sacó algunos volúmenes de Victor Hugo. Detrás de ellos, aplastada contra la pared posterior del armario, se encontraba la edición de Büchner de la editorial Insel. Veza me entregó el volumen, no me gustó aquel formato reducido, seguía teniendo ante mi vista las grandes letras de aquella noche, y en aquellas grandes letras quería seguir teniéndolo siempre ante mí.

-¿Me has escondido otros libros?

-No, únicamente éste. Sabía que no cogerías ningún volumen de Victor Hugo, autor al que no lees, detrás de él estaba bien seguro el Büchner. Y, por cierto, Büchner tradujo al alemán dos dramas de Victor Hugo.

Me los enseñó, yo me enfadé y le devolví el volumen.

-Pero ¿por qué? ¿Por qué me lo has escondido?

-Puedes estar contento de no haberlo conocido antes. ¿Crees que si lo hubieras conocido habrías podido tú escribir algo? Büchner es también el más moderno de todos los escritores. Podría ser de hoy, sólo que nadie es como él. No se puede tomar como modelo a Büchner. Lo único que cabe hacer es sentir vergüenza y decir: «¿Para qué escribo yo?». Lo único que cabe hacer, cuando se conoce a Büchner, es mantener cerrada la boca. Y yo no quería que tú hicieras eso. Yo tengo fe en ti.

-¿A pesar de Büchner?

-No quiero hablar de eso ahora. Es preciso que haya cosas inalcanzables. Pero tampoco deben aplastarnos. Ahora tú has acabado la novela. Ahora sí debes leer otras cosas. Hay todavía otro fragmento de Büchner, una narración: Lenz. ¡Léela enseguida!

Me senté y, sin agregar palabra, leí el fragmento en prosa más prodigioso que existe. La noche de Wozzeck fue seguida por la mañana de Lenz sin que yo hubiera dormido un minuto. Mi novela, de la que tan orgulloso había estado, se me deshizo entonces, se me redujo a polvo y ceniza. (pp. 32-34)

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Sentía (Veza, su compañera, subr. Mío) realmente miedo por mí, y la declaración de amor a todos aquellos que son tenidos por locos (…) la convenció de que yo había sobrepasado un límite peligroso. Mi tendencia a aislarme, mi admiración por todos los que eran enteramente distintos de los demás, mis deseos de cortar con todos los puentes de unión con una humanidad abyecta, todo esto la preocupaba mucho. Yo le había hablado de los delirios de muchas personas que yo conocía y le había dicho que eran perfectas obras de arte, me había esforzado por seguir paso a paso la génesis de uno de esos delirios, uno inventado por mí. A menudo ella había manifestado su disgusto, basado también en razones estéticas, por la prolijidad con la que había descrito una manía persecutoria, y entonces yo solía explicarle que no era posible proceder de otro modo, que lo que importa es precisamente cada uno de los detalles, cada uno de los pasos, aún los más pequeños. Arremetía contra las anteriores descripciones de la demencia que aparecían en la literatura e intentaba demostrarle que carecían de consistencia. Ella opinaba que también tenía que ser posible exponer tales estados de ánimo de una manera comprimida y, así, en una especie de intensificación. Pero yo me oponía rotundamente: cuando es ocurría, no se prestaba atención al objeto mismo, sino sólo a la autocomplacencia de los autores, a su vanidad de pavos reales. Era preciso comprender por fin que la demencia no era algo despreciable, sino un fenómeno lleno de relaciones y significados propios, distintos en cada caso. Veza cuestionaba esto y defendía a continuación las clasificaciones dominantes de la psiquiatría, lo cual iba contra su manera de ser, y lo hacía únicamente porque se sentía muy preocupada por mí; en este tema mostraba particular debilidad por la idea de la «locura maniaco-depresiva», mientras que se mostraba algo más reservada respecto a la «esquizofrenia», que entonces estaba a punto de convertirse en un concepto de moda. (pp. 35-36)

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Parecerá sin duda una gran jactancia lo que voy a decir, a saber: que debo La boda (mío: pieza de teatro editada en 1932 en Berlín por la editorial Fischer) a la impresión que aquella noche Wozzeck produjo en mí. Sin embargo, no puedo evitar decir la verdad sólo por no producir esa impresión de jactancia, No debo evitar decir la verdad. Las visiones de catástrofes que hasta aquel momento yo había escribiendo una tras otra se encontraban aún bajo el influjo de Karl Kraus. Todas las cosas que ocurrían –y ocurrían siempre las peores ocurrían sin motivación ninguna, y ocurrían una junto a otra. El que escribía esas cosas las sometía a un interrogatorio y las denigraba. Las cosa eran denigradas desde fuera, eran denigradas precisamente por el que las escribía; él era el que mantenía alzado su látigo sobre todas las escenas de la catástrofe. El látigo no daba reposo al escritor, lo empujaba a pasar deprisa junto a todas las cosas, y el escritor se detenía únicamente cuando había cosas que fustigar; apenas se había ejecutado el castigo, el látigo lo empujaba a seguir adelante. En el fondo, las cosas que ocurrían eran siempre las mismas y se repetían: unos seres humanos que estaban entregados a sus ocupaciones cotidianas y pronunciaban frases muy banales y se encontraban, sin sospecharlo, mientras hacían todo eso, al borde del abismo. Entonces llegaba el látigo y los arrojaba a él, y el abismo al que se precipitaban era siempre el mismo. Nada hubiera podido salvarlos de aquella caída. Pues las frases que aquellos hombres pronunciaban no cambiaban jamás, eran más adecuadas para ellos, y quien había decidido cómo tenían que ser dichas frases era siempre el mismo: el escritor con el látigo.

En Wozzeck hice la experiencia viva de algo para lo cual no encontré nombre hasta más tarde, cuando lo llamé autodenigración. Los personajes que mayor impresión producen (aparte del protagonista) hacen ellos mismos su propia presentación. El médico o el tambor mayor propinan golpes a algo que está fuera de ellos: atacan. Pero la manera que cada uno tiene de atacar es tan distinta que titubeamos un poco sobre si aplicar a ambos la misma palabra, la palabra ataque. Es un ataque, sin embargo, pues el efecto que en Wozzeck produce es ese, el del ataque. El médico y el tambor mayor dirigen sus palabras, que son inconfundibles, contra Wozzeck, y esas palabras tienen unas consecuencias gravísimas. Pero las tienen sólo en la medida en que las palabras see presentan a sí mismas, es decir, presentan al que habla, el cual asesta un golpe maligno a otro, usándose a sí mismo para darlo, un golpe que el otro no olvida jamás y por el cual se lo reconocerá siempre y en todas partes.

Los personajes se presentan a sí mismos, como queda dicho. Nadie ha empleado un látigo para llevarlos hasta allí. Como si fuera lo más natural del mundo, esos personajes se denigran a sí mismos; más que castigo, lo que hay es denigración. Los personajes están ahí tal como siempre han sido, antes de que caiga sobre ellos ninguna condena moral. Es cierto que los vemos con aborrecimiento, pero también con cierta complacencia, pues los personajes se exhiben a sí mismos sin darse cuenta del gran aborrecimiento que inspiran. En la autodenigración hay una especie de inocencia, aún no les ha sido tendida ninguna red jurídica para cazarlos; en el caso de que esto ocurra, ocurrirá más tarde. Pero ninguna acusación, ni siquiera la lanzada por el satírico más poderoso, podría ser tan significativa como la autodenigración, ya que ésta comprende también el espacio en el que un hombre existe, su ritmo, su angustia, su respiración.

Para esto es necesario, sin duda, otorgar a los personajes, en serio e íntegramente, la palabra yo, una palabra una palabra que el satírico puro no concede en realidad a nadie, excepto a sí mismo. Es enorme la vitalidad que posee ese «yo» directo, ese «yo» no encasillado. Ese «yo» dice sobre sí mismo más de lo que podría decir ningún juez. Quien dicta sentencia emplea casi siempre en su lenguaje la tercera persona, y cuando se dirige directamente a alguien y le anuncia lo peor, es un usurpador de ese modo de hablar. Sólo cuando el juez recae en el uso de su propio «yo», y sólo entonces, aparece con todo el horror de lo que ejecuta. Pero entonces él mismo se ha convertido en un personaje de la pieza, y él, el que dicta sentencia, se exhibe a sí mismo, sin darse cuenta, en su autodenigración.

El capitán, el médico, el vociferante tambor mayor, todos ellos se ponen de manifiesto a sí mismos en virtud de sus propias palabras. Nadie les ha prestado su voz, ellos se dicen a sí mismos y se lanzan todos a golpear a otro, que es siempre el mismo, Wozzeck, y afirman su existencia propinándole golpes. Wozzeck está al servicio de todos ellos, es su centro. Sin Wozzeck no existirían, pero éste no lo sabe, como tampoco lo saben ellos. Se podría decir que Wozzek contagia su propia inocencia a sus torturadores. Ellos no pueden ser distintos de como son, la esencia de la autodenigración consiste en transmitir esa impresión. La fuerza de esos personajes, de todos los personajes, es su inocencia. ¿Odiaremos al capitán, odiaremos al médico porque podrían ser distintos sólo con quererlo? ¿Abrigaremos la esperanza de que se conviertan? ¿Deberá ser el drama una escuela misional a la que deben asistir tales personajes hasta que sea posible escribirlos de manera distinta? Que sean distintos es lo que el autor satírico espera de los seres humanos; los azota como si fueran escolares y los prepara hasta convertirlos en instancias morales, ante las que alguna vez ellos mismos habrán de comparecer. El autor satírico sabe incluso la manera de mejorarlos. ¿De dónde saca él esa seguridad inamovible? Si no la tuviera, ni siquiera podría comenzar a escribir. Lo primero que vemos es que el autor satírico, como Dios, no se arredra ante nada. Aunque no lo dice claramente, es el representante de Dios y se siente a gusto en ese papel. No se para a pensar ni un minuto que quizá no sea Dios. Pues dado que esa instancia, la instancia suprema, existe, de ella se deriva un poder de representación, y lo único que hay que hacer es apoderarse de ese poder.

Hay, sin embargo, una postura enteramente distinta, la que está fascinada por las criaturas y no por Dios, la que asume la defensa de aquellas contra éste, la que llega acaso tan lejos que prescinde enteramente de Dios y trata sólo de las criaturas. Esta actitud ve que las criaturas son inmodificables, aunque a ella le gustaría que fueran distintas. Ni con odio ni con castigos es posible ayudar a los seres humanos. Estos se acusan a sí mismos al presentarse tal y como son, pero esa acusación es la suya propia, no la del otro. La justicia del escritor no puede consentir en condenar a los hombres. Puede inventar a alguien que sea víctima de éstos y mostrar las marcas que, cual huellas dactilares, han dejado en él. El mundo está repleto de tales víctimas; sin embargo, parece dificilísimo forjar con una de ellas un personaje y hacerle hablar de tal modo que las marcas sean reconocibles y no se borren al convertirse en acusaciones. Wozzeck es ese personaje, lo que a él le hacen lo vivimos mientras está ocurriendo, y no es preciso añadir ninguna palabra de acusación. Las marcas de las autodenigraciones son reconocibles en él. Allí están quienes lo han golpeado, y cuando Wozzeck llega a su final, ellos siguen con vida. El fragmento no muestra cómo Wozzeck llega a su final, muestra lo que él hace, su autodenigración después de la de los demás.(pp. 37-40)