En prisión
Espero con impaciencia el día de mi encarcelamiento. Será entonces cuando mi vida, mi verdadera vida, dé comienzo. Tal como dice Nathaniel Hawthorne en La oficina de información: «Quiero mi sitio, mi propio sitio, mi verdadero sitio en el mundo, mi verdadero ámbito, aquello con lo que la Naturaleza pretende que cumpla... y que he estado buscando en vano durante toda mi vida.» Pero yo no siento tanta nostalgia, ni he buscado en vano «durante toda mi vida». Sé desde hace muchos años hacia dónde se orientan mis capacidades y cuál es mi «verdadero ámbito», y siempre he deseado fervorosamente penetrar en él. En cuanto haya llegado ese día y se hayan cumplido todas las formalidades, sabré exactamente cómo enfrentarme a esos deberes que «la Naturaleza pretende que cumpla».
El lector, o mis amigos, especialmente aquellos que conocen mi modo de vida, podrían objetar que un encarcelamiento real es innecesario, debido a que ya vivo, en relación con la sociedad, en gran medida como si estuviese confinado en una prisión. Eso no puedo negarlo, pero simplemente debo recalcar la diferencia filosófica existente entre Libertad y Necesidad. Es posible que ahora viva como si estuviese en prisión, o podría incluso buscarme un alojamiento cerca, o dentro, de una prisión y seguir fielmente la rutina de la prisión en cada uno de sus detalles; pero seguiría siendo un «ministro sin cartera». Creo que la vida de hotel que llevo actualmente podría compararse en muchos aspectos con la vida en prisión: hay corredores, celdas, una gran cantidad de personas sin ninguna relación entre sí y cada una de las cuales está allí por motivos diferentes, pero sigue habiendo grandes diferencias. Y, por supuesto, en cualquier hotel, incluso en el más austero, es imposible pasar por alto la existencia de «decoración», las alfombras turcas, los extintores metálicos, los dinteles, etc. ¡Es ridículo intentar imaginarse en prisión en tal entorno! Por ejemplo, la habitación en la que ahora me alojo está empapelada con un papel nada feo, cuyo estampado consiste en unas rayas plateadas verticales de unos tres centímetros aproximadamente, equidistantes entre sí. Están dispuestas sobre, aunque más bien dan la impresión de estar dentro, un motivo de enredaderas florecidas que recorre toda la pared sobre un fondo de un tono marrón desvaído. Ahora, por la noche, con la lámpara encendida, esas rayas plateadas reflejan la luz, brillan y parecen sobresalir un poco, o más bien hundirse un poco en las enredaderas florecidas, aparentemente aislándolas de mí. ¡Casi podría imaginarme a mi mismo, si eso sirviera de algo, en una enorme pajarera! Pero eso es una parodia, una ensoñación de mis verdaderas esperanzas y ambiciones.
Hay que estar dentro; ésta es la condición primordial. ¡Y, sin embargo, sé de pueblos aislados, o ciudades insulares, en nuestros estados sureños, donde los prisioneros no están en absoluto encarcelados! Visten un uniforme fácilmente reconocible, normalmente el pintoresco y familiar traje con rayas horizontales blancas y negras, y un gorro sin visera del mismo material, y en ocasiones, aunque no siempre, van encadenados por los tobillos. Y cada mañana los dejan en libertad, para que trabajen en la ciudad en las tareas que les han asignado, o bien para que se busquen ellos mismos cualquier trabajo que puedan encontrar, por raro que sea. Yo los he visto con mis propios ojos bombeando agua, barriendo las calles, incluso ayudando a las amas de casa a limpiar las ventanas o sacudir las alfombras. Una de las escenas más remarcables que he contemplado jamás, por su colorido contraste, las protagonizaba un grupo de esos convictos temporalmente emancipados, con sus rayas blancas y negras, regando, o más bien intentando hacerlo, un enorme macizo de plantas tropicales en el césped de un edificio público. La composición floral incluía una amplia variedad de plantas y arbustos, cada uno de los cuales lucía hojas de brillantes colores o llamativamente moteadas. Recuerdo que uno de los arbustos tenía unas largas hojas con forma de cuchillo, que se retorcían al crecer formando amplios espirales; la cara superior de la hoja era de color magenta y la inferior de un amarillo ocre. Otro poseía hijas grandes, planas y lustrosas, de color verde oscuro, en las que aparecían garabateados magníficos arabescos de un amarillo pálido. Estos dibujos, que contrastaban con las llamativas rayas del uniforme de la prisión, producían, una imagen extraordinaria, aunque algo recargada.
Pero los prisioneros, si así puede llamárseles, debían cargar con la perpetua irritación que producen todas las medidas de medias tintas, el «no saber en qué situación está uno». Se encontraban sometidos a una regla: estar de vuelta en la prisión, en el «cuartel general», a las nueve en punto, para que los encerrasen durante la noche; ¡y me pareció entender que no era infrecuente que a uno o dos, que llegaban unos minutos tarde, se les dejase fuera toda la noche! Entonces regresaban a sus casas si eran originarios de esa región, o bien se echaban en los escalones de la cárcel en la que allí se suponía que debían estar encerrados y dormían allí. Pero esta concepción tan miope y vaga del sentido de la prisión jamás podría satisfacerme. Jamás consentiría someterme a un encarcelamiento en estas condiciones, ¡no, jamás!
Acaso mis ideas sobre este tema pueden parecer demasiado rigurosas. Pueden parecerles a ustedes ridículo que yo fije las condiciones de mi propio encarcelamiento de esta manera. Pero déjenme decirles que he dedicado a este asunto la mayor parte de mis pensamientos y mi atención durante varios años, y creo que no estoy hablando de esto únicamente por razones egoístas. De toda la literatura quizá lo que más me gusta son los libros sobre la experiencia de estar encarcelado, y he leído un montón; aunque es evidente que a menudo resultan decepcionantes a pesar del tema. Tomen Una habitación enorme. ¡Cómo he envidiado a Cummings, autor de este libro! Pero había en él algo artificial, algo que me desconcertaba considerablemente; hasta que me di cuenta de que era debido a que el autor, durante todo su periodo de encarcelamiento, había mantenido la íntima convicción de que finalmente le pondrían en libertad; un defecto, o más bien una burbuja de aire, que no podía, por su propia naturaleza, sino alcanzar la superficie y estallar. El mismo motivo puede explicar que la presencia constante de sentido del humor me enervara tanto. Estoy convencido de que me gusta el humor como al que más, como suele decirse, pero siempre me ha parecido una gran lástima que tanta gente inteligente crea hoy en día que todo lo que puede sucederles es divertido. Esta creencia mina la conversación y la comunicación epistolar, condenándolas a la monotonía, y después penetra más profundamente para corromper nuestra capacidad de observación y comprensión, o al menos eso opino yo.
Antaño disfruté mucho con El conde de Montecristo, pero ahora dudo de que fuese capaz de leerlo de cabo a rabo, con su exposición de «una injusticia», el romanticismo de su túnel, la búsqueda del tesoro, etc. Sin embargo, como considero que estoy muy en deuda con ese libro, y no quiero omitir o minimizar ninguna influencia, incluso de la infancia, lo menciono aquí. La balada de la cárcel de Reading es otra de las obras sobre este tema que jamás he podido soportar; me daba la sensación de que se servía de un materia que, pese a que podía ser de gran interés humano, no tenía nada que ver con el tema en cuestión. «Esa pequeña carpa azul/ que los presos llaman cielo» me parece un puro disparate. Estoy convencido de que hasta el cielo visto a través del ojo de una cerradura sería suficiente, en su infinidad azul y ciega, para proporcionarle a alguien, incluso alguien que nunca antes lo ha visto, una idea adecuada de cómo es el cielo; y en cuanto a llamarlo «cielo», todos lo llamamos cielo, ¿o no?; no veo nada patético en ello, como sin duda se supone que debería sucederme. Mejor dadme Recuerdos de la casa de los muertos o Vida de un prisionero en Siberia de Dostoievski. Incluso si parece haber cierta ambigüedad sobre la condición de los prisioneros, al menos uno está en manos de una autoridad que se percata de las limitaciones y posibilidades de su tema. Y en cuanto a los habituales bestsellers escritos por guardianes, verdugos, carceleros y demás, nunca he leído ninguno, ya que tengo el firme propósito de mantener mi propio punto de vista, y no quiero introducir ninguna afectación evitable en mi futuro comportamiento.
Me gustaría una celda de unos cuatro o cinco metros de largo por dos de ancho. La puerta estaría en un extremo; la ventan, situada a bastante altura, en el otro, y el camastro de hierro junto a la pared; me lo imagino a la izquierda, pero por supuesto podría perfectamente estar situado a la derecha. Podría disponer o no de una mesa pequeña, o de un estante sujeto con cuerdas a la pared, justo debajo de la ventana, y junto a él una silla. Me gustaría que el techo fuera bastante alto. Los muros que tengo en mente ostentan interesantes manchas y desconchados o presentan otro tipo de deterioro; son grises o blanqueados, azulados, amarillentos, incluso verdes; pero espero que no sean de otro color. La posibilidad de tablones sin pintar con su gama de diferentes veteados puede satisfacerme, o losas cuadradas o con formas irregulares. Corro el horrible riesgo de ser confinado en una celda de ladrillo rojo; sin embargo, el ladrillo encalado o pintado puede resultar muy agradable, especialmente si hace tiempo que no se ha repintado y la pintura se ha descascarillado aquí y allá, revelando, en un marco irregular pero biselado (formado por las sucesivas capas de pintura), la regularidad de los ladrillos que hay debajo.
Por lo que concierne a la vista desde la ventana: una vez fui a ver una habitación en el Manicomio del Mausoleo en la que el pintor V... había sido confinado durante un año, y lo que más me impresionó de esa habitación, y dio pie a mis propias ideas sobre el tema, fue la vista. Mi compañero de viaje y yo llegamos al manicomio a última hora de la tarde y nos recibió una monja, aunque al parecer una familia, que vivía en una casita independiente, estaba a cargo de todo. Al oír nuestras llamadas, salieron rápidamente cuatro miembros de la familia, que estaban cenando y nos hablaban con la boca llena. Se situaron en fila, al final de la cual su pequeño gatito blanco y negro e entretenía arañando el suelo. Era «una escena llena de vida». La hija, de ocho años, y un hermano más pequeño, cada uno con una larga rebanada de pan que se iban comiendo, fueron los encargados de guiarnos por el lugar. Primero atravesamos varios corredores largos y oscuros como sótanos, pintados de amarillo, con las puertas bajas de color azul de las celdas a lo largo de una de las paredes. Los suelos eran de piedra; la pintura estaba descascarillada por todas partes, pero el efecto del conjunto era solemnemente encantador. La habitación que habíamos venido a ver estaba en la planta baja. Habría resultado muy triste de no haber los dos niños que correteaban arriba y abajo, mientras masticaban sus rebanadas de pan blanco e intentaban superarse el uno al otro explicándonos que era cada cosa. Pero me estoy alejando de mi tema, que era la vista desde la ventana de esa habitación: daba directamente sobre el huerto de la institución, detrás del cual se extendían los campos. Había una hilera de cipreses a la derecha. Estaba anocheciendo con rapidez (y mientras estábamos allí se hizo tal oscuridad que hubiéramos sido incapaces de encontrar el camino de salida de no ser por los niños), pero todavía puedo ver tan claramente como en una fotografía la espléndida plenitud de la vista desde la ventana: los campos segados, los oscuros cipreses y la bandada de golondrinas descendiendo en el cielo grisáceo; sólo los campos conservaban su desvaído color.
Como vista podía ser ideal, pero hay que tomar en consideración muchas cosas y, por muy lenitiva e inspiradora que pudiese resultar esa escena, no creo que lo más adecuado para un manicomio sea necesariamente lo más adecuado para una prisión. Y ello es así porque espero ir a la prisión en posesión de todas mis «facultades»; de hecho, no espero que se desarrollen plenamente hasta que esté instalado allí de una manera definitiva. Supongo que algo un poco menos rústico, un poco más severo, me sería personalmente de más utilidad. Pero es un problema difícil de resolver, y probablemente sea mejor que se resuelva, domo debe ser, por puro azar.
Debo confesar que lo que más me gustaría sería una vista de patio enlosado. Adoro los patios de piedra casi hasta la pasión. Si no me encarcelasen, intentaría al menos hacer realidad esta parte de mi sueño; me encantaría vivir en una granja como las que he visto en el extranjero, una granja con una era de piedra absolutamente desnuda, las piedras dispuestas formando sencillos dibujos en forma de cuadrados o diamantes. Otro dibujo que admiro consiste en colocar adoquines formando abanicos, con piedras más grandes contorneando el borde. Pero desde la ventana de mi celda preferiría ver, digamos, un diseño en forma de rombo, perfilado con piedras largas y con el interior de adoquines; el dibujo se iría estrechando a medida que se alejara de la ventana en dirección al apartado muro del patio de la prisión. En resto de mi paisaje sería responsabilidad exclusiva del tiempo, aunque preferiría que mi celda mirase hacia el este en lugar de hacia el oeste, ya que prefiero los amaneceres a los ocasos. Además, en mi opinión, mirando hacia el este se obtienen los efectos más teatrales del ocaso. Me refiero a esos quince minutos o media hora de un dorado intenso en que a cualquier objeto puede conferírsele un sentido mágico. Si el lector puede describirme algo más hermoso que un patio de piedra iluminado con una luz oblicua que hace que cada una de las losas apenas ligeramente abombadas proyecte una pequeña sombra, mientras que el conjunto de la superficie aparece cubierto de una gruesa capa dorada, y un poste proyecta una larguísima sombra, y un alambre destensado, una sombra sobrenatural; le ruego a ese lector que me lo comunique.
Tengo entendido que la mayoría de prisiones están en la actualidad dotadas de bibliotecas y que se espera que los presos lean los volúmenes de la Everyman's Library y otros libros de intención educativa. Espero no parecer demasiado reaccionario si digo que mi único deseo es que me proporcionen un libro muy aburrido, cuanto más aburrido mejor. Un libro que, por otra parte, trate de un tema que me sea por completo ajeno; tal vez el segundo volumen de la obra en cuestión, en caso de que el primero me permitiese familiarizarme demasiado con el asunto y los planteamientos de la misma. Entonces podré experimentar, con la conciencia libre, el placer, supongo que perverso, de interpretarlo sin tener para nada en cuenta sus propósitos. Porque comparto la opinión de M. Teste de Valéry de que «entendemos mucho mejor nuestras propias ideas a través de la expresión de las de los demás»; y me he resignado, aunque tal vez hablo con excesiva franqueza, a obtener de este —lamentable pero irremediable— estado de cosas la escasa información y dicha que me sea posible. De mi aislado libro semejante a una piedra podré extraer amplias generalizaciones, abstracciones del tipo más elevado e iluminador, como alegorías y poemas, ¡y yuxtaponiendo fragmentos al entorno y las conversaciones de mi prisión podré construir mis propios fragmentos de arte surrealista!; algo que sería incapaz de hacer en el exterior, donde las fuentes son tan apabullantes. Quizá sea un libro sobre la cura de una enfermedad, o acerca de una técnica industrial..., pero no, incluso tratar de imaginar el tema sería estropear la sensación de frescura que espero recibir, como una oleada, cuando llegue por primera vez a mis manos.
La escritura en las paredes: he formulado ideas muy precisas sobre este importante aspecto de la vida en prisión, y ya he redactado frases y párrafos (que no puedo reproducir aquí) que espero poder escribir en las paredes de mi celda. Sin embargo, primero, incluso antes de echar un vistazo al libro mencionado más arriba, leeré atentamente (o intentaré leer, ya que probablemente estén parcialmente borradas o escritas en una lengua extranjera) las inscripciones en las paredes. Y adaptaré mis propias creaciones, para que no entren en conflicto con las escritas por el preso que me precedió. Se notará la voz de un nuevo interno, pero no contradeciré o criticare las pintadas ya existentes, sino que se tratará más bien de un «comentario» a ellas. He pensado in tentar escribir un poema breve pero inmortal, mas temo que esté por encima de mis posibilidades; aunque es posible que una vez me haya confrontado con esa pared manchada, sucia y garabateada, y sienta entre mis dedos la punta de un lápiz o un clavo oxidado, me supere a mí mismo. Tal vez ordenaré mis «obras» en series de pulcras inscripciones escritas en bien legibles caracteres de letra redonda; tal vez las escriba en diagonal, en un rincón, o entre la base de la pared y el suelo, en garabateos casi ilegibles. Serán breves, sugestivas, angustiadas, pero rebosantes de las luces de la revelación. Y una parte nada despreciable de la dicha que estos escritos me proporcionarán será pensar en la persona que vendrá después de mí; ¡un legado de pensamientos que le dejaré, como un viejo fardo tirado sin ningún miramiento en un rincón!
Una vez soñé que estaba en el Infierno. Era un país llano, como Holanda, con toda la hierba de las marismas de un burdo verde artificial, iluminado por una luz solar brillante pero casi horizontal. Yo vestía un traje de algodón gris que no me sentaba bien; pantalones demasiado largos y una camisa con los faldones por fuera, y llevaba el pelo muy corto. Sufría continuos mareos, porque el horizonte (y por eso sabía que me encontraba en el Infierno) estaba en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Pese a que este sueño inútil parezca no tener ninguna relación con mi tema, lo incluyo simplemente para demostrar la manera en que espero que mi visión del mundo exterior cambie milagrosamente cuando escuche por primera vez cerrarse detrás de mí la puerta de mi celda, y me dirija hacia la ventana para mirar por primera vez hacia el exterior.
Me las arreglaré para tener un aspecto un poco diferente, con mi uniforme, al del resto de los reclusos. Me dejaré el botón del cuello de la camisa sin abrochar, o me enrollaré las manga entre la muñeca y el codo; tan sólo un ligero toque informal, un poco byroniano. Por el contrario, si ése fuese el estilo generalizado en la prisión, adoptaría una severa y mecánica pulcritud. Mi porte y mi expresión facial estarán también influenciados por el mismo motivo. No hay, sin embargo, una falta de sinceridad en todo esto; es la concepción que tengo de mi papel en la vida de la prisión. Es algo completamente diferente a ser un «rebelde» fuera de la prisión: es ser poco convencional, quizá díscolo, pero entre sombras y oscuridad.
Mediante estos principios, estas ligeras diferencias, y el encanto (no piensen que estoy alardeando, o sobrestimando la importancia de los detalles, porque he comprobado el efecto en múltiples ocasiones) de mi actitud cuidadosamente apagada y reservada, atraeré hacia mí a un amigo íntimo, sobre el que ejerceré una influencia considerable. Este amigo, un miembro importante de la sociedad carcelaria, me será de gran ayuda para implantar mi autoridad, reconocida pero no oficial, sobre el desarrollo de la vida en la prisión. Harán falta años para que me convierta en influyente, y quizá —y eso es lo que me atrevo a esperar— encontraré la prisión en un periodo de su evolución en que resulte inevitable que se me considere una mala influencia... Tal vez se mofen de mí, como se mofaron del Vicario de Wakefield; pero evidentemente, al menos al principio nada me gustaría más.
Hace muchos años me di cuenta de que podía «triunfar» en un lugar, pero no en todos los lugares, y que nunca jamás podría triunfar «exhaustivamente». En el mundo, por ejemplo, estoy demasiado influenciado por la ropa, por absurdo que pueda parecer. Pero en un lugar en el que toda la ropa es igual, se me brinda la posibilidad de ser capaz de desarrollar un «propio», que puede ser incluso admirado e imitado por otros. Cuanto más larga sea mi condena —aunque no puedo pensar en otra cosa que en una condena a cadena perpetua—, más lentamente deberé establecer mi posición, y más seguras serán mis posibilidades de éxito. Por ridículo que suene, y resulte, ¡me gustaría formar parte del equipo de béisbol!
Pero de la misma manera que he protestado contra la ambigua situación de esos prisioneros que estaban al mismo tiempo dentro y fuera de la prisión (¡incluso he visto cómo sus esposas les lavaban los pantalones a rayas y los tendían a secar!), debería oponerme radicalmente a cualquier cambio o ruptura en mi modo de vida. Si, por ejemplo, cayese enfermo y tuviera que acudir a la enfermería de la prisión, o si poco después de llegar tuviera que trasladarme a otra celda, cualquiera de estos incidentes me perturbaría seriamente, y debería empezar de nuevo desde cero.
Es natural que en estas circunstancias haya pensado a menudo en alistarme en nuestro ejército o en nuestra marina. En alguna ocasión he permanecido una hora en la acera estudiando los carteles de las oficinas de reclutamiento: el retrato oval de un soldado o marinero rodeado de escenas que representan su «vida». Pero me parece que al marinero lo pueden trasladar de un barco a otro sin ni siquiera pedirle su opinión; y además también creo que a una persona de mi temperamento tiene que resultarle profundamente ingrata la contemplación del mar. En las risueñas fotografías que rodean la gallarda cabeza del soldado lo he visto «cumpliendo con su trabajo»: construyendo carreteras, pelando patatas, etc. Aparte de las remotas posibilidades de servicio activo, estas fotografías serían suficientes por sí mismas para disuadirme de incorporarme a filas.
Pueden ustedes decir —algunas personas me lo han dicho— que hubieran sido más felices en la época más floreciente del orden religioso, e imagino que eso se aproxima mucho a la verdad. Pero incluso en este caso tengo mis dudas, y la diferencia entre Libertad y Necesidad vuelve a emerger para confundirme. «La libertad es el conocimiento de la necesidad»; no hay otra cosa en la que crea más ardientemente. Y les aseguro que actuar de este modo es el único paso lógico que puedo dar. Quiero decir, claro está, que el verme obligado a actuar de este modo es el único paso lógico que puedo dar.