miércoles, 26 de octubre de 2011

Michel Houellebecq, "H. P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida"





Quizás haya que haber sufrido mucho para apreciar a Lovecraft...
                                                                             Jacques Bergier
 

La vida es dolorosa y decepcionante. Por lo tanto, es inútil escribir más novelas realistas. Ya sabemos a qué atenernos sobre la realidad en general; y pocas ganas nos quedan de saber algo más. La humanidad, tal cual es, ya sólo nos inspira una apagada curiosidad. Todas esas ‹‹observaciones›› de una agudeza tan prodigiosa, esas “situaciones”, esa anécdotas... Una vez cerrado el libro, no hacen más que confirmar una leve sensación de asco que ya alimenta cualquier día de ‹‹vida real››.

Ahora escuchemos a Howard Phillips Lovecraft: ‹‹Estoy tan harto de la humanidad y del mundo que nada logra interesarme a no ser que incluya, por lo menos, dos crímenes por página, o que trate de horrores innominados procedentes de espacios exteriores››. (p.17)

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Cuando uno ama la vida, no lee. Ni tampoco va mucho al cine. Digan lo que digan, el acceso al universo artístico queda más o menos reservado a los que están un poco hasta el gorro. (p. 18)

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La edad adulta es el infierno. Frente a una postura tan tajante, los ‹‹moralistas›› de nuestra época lanzarán gruñidos vagamente desaprobatorios, esperando el momento de insinuar sus obscenos sobreentendidos. Tal vez sea cierto que Lovecraft no podía convertirse en adulto; peor lo que está claro es que no lo deseaba. Y teniendo en cuenta los valores que rigen el mundo adulto, difícilmente podemos reprochárselo. Principio de realidad, principio de placer, competitividad, desafío permanente, sexo y empleo... nada para entonar aleluyas. (p. 19)

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Pocos se han sentido tan impregnados como él, tan calados hasta los tuétanos por la nada absoluta de cualquier aspiración humana. El universo no es más que una furtiva disposición de partículas elementales. Una figura de transición hacia el caos. Que terminará arrastrándolo consigo. La raza humana desaparecerá. Aparecerán otras razas, que desaparecerán a su vez. Los cielos serán glaciares, y estarán vacíos; los atravesará la débil luz de estrellas medio muertas. Que también desparecerán. Todo desaparecerá. Y los actos humanos son tan libres y están tan desprovistos de sentido como los libres movimientos de las partículas elementales. ¿El bien, el mal, la moral, los sentimientos? Meras ‹‹ficciones victorianas››. Sólo existe el egoísmo. Frío, intacto y resplandeciente.

Lovecraft es consciente del carácter obviamente deprimente de sus conclusiones. Como escribe en 1918, ‹‹cualquier racionalismo tiende a minimizar el valor y la importancia de la vida, y a reducir la cantidad total de dicha humana. En muchos casos la verdad puede provocar el suicidio, o al menos determinar una depresión casi suicida››.

Sus convicciones materialistas y ateas no cambiarán. Vuelve sobre ellas carta tras carta, con una delectación claramente masoquista.

Es obvio que la vida no tiene sentido. Pero tampoco la muerte. Y es una de las cosas que hielan la sangre cuando uno descubre el universo de Lovecraft. La muerte de sus héroes no tiene el menor sentido. No trae consigo el más mínimo sosiego. No permite en modo alguno concluir la historia. De forma implacable, HLP destruye a sus personajes sin sugerir nada más que el desmembramiento de una marioneta. Indiferente a esas miserables peripecias, el horror cósmico sigue creciendo. Se extiende y se articula. El gran Cthulhu despierta de su sueño.

¿Qué es el gran Cthulhu? Una disposición de electrones, como nosotros. (pp. 20-21)

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Sí, es posible que mas allá del limitado campo de nuestra percepción existan tras entidades. Otras criaturas, otras razas, otros conceptos y otras inteligencias. De entre estas entidades, algunas son probablemente muy superiores a nosotros en inteligencia y saber. Pero esto no es por fuerza una buena noticia. ¿Qué nos hace pensar que esas criaturas, por diferentes que sean, manifiesten de algún modo una naturaleza espiritual? Nada permite suponer una transgresión de la leyes universales del egoísmo y la maldad. Es ridículo imaginar que en los confines del cosmos esperan unos seres, llenos de sabiduría y benevolencia, para guiarnos hacia quién sabe qué armonía. Para imaginar la forma en que nos tratarían si entrásemos en contacto con ellos, basta recordar la forma en que nosotros tratamos a esas ‹‹inteligencias inferiores›› que son los conejos o las ranas. En el mejor de los casos, nos sirven de alimento; a menudo las matamos por el mero placer de matar. Ésa es, nos advierte Lovecraft, la verdadera imagen de nuestras futuras relaciones con las ‹‹inteligencias ajenas››. Puede que algunos hermosos especímenes humanos tengan el honor de acabar en una mesa de disección; y ahí termina todo.

Y de nuevo, nada de todo eso tendrá el menor sentido. (pp. 21-22)

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Es fácil darse cuenta de la razón por la que la lectura de Lovecraft constituye un paradójico consuelo para las almas cansadas de la vida. De hecho, podemos aconsejársela a todos aquellos que, por un motivo u otro, llegan a sentir una auténtica aversión por la vida en todas sus formas. En algunos casos, el colapso nervioso que provoca una primera lectura es considerable. Uno sonríe solo, empieza a tararear melodías de opereta. En resumen, la mirada que dirige a la vida se modifica. (p. 23)

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Como la mayoría de los contaminados, yo descubrí a HPL a los dieciséis años gracias a un ‹‹amigo››. Como impacto, fue de los fuertes. No sabía que la literatura podía hacer eso. Y, además, todavía no estoy seguro de que pueda. Hay algo en Lovecraft que no es del todo literario.

Para convencerse, hay que considerar primero que al menos quince escritores (entre los que podemos citar a Frank Belknap Long, Robert Bloch, Lin Carter, Fred Chappell, August Derleth, Donald Wandrei...) han consagrado toda su obra, o parte de ella, a desarrollar y enriquecer los mitos creados por HPL. (p. 23)

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En una época que aprecia la originalidad como valor supremo en las artes, el fenómeno no deja de sorprender. De hecho, como subraya oportunamente Francis Lacassin, no había noticias de algo semejante desde Homero y los cantares de gesta medievales. Debemos reconocer con humildad que, en este caso, estamos tratando con lo que se ha dado en llamar ‹‹mito fundador›› (p. 24)

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Un odio absoluto hacia el mundo en general, agravado por una particular repugnancia hacia el mundo moderno. Eso resume bastante bien la actitud de Lovecraft.

Muchos escritores han consagrado su obra a precisar los motivos de esta legítima repugnancia. Pero no Lovecraft. En él, el odio a la vida precede a la literatura. Y no cambiará nunca. El rechazo hacia cualquier forma de realismo constituye una condición previa para entrar en su universo. (p. 47)

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En una carta al joven Belknap Long, Lovecraft se expresa con la mayor claridad sobre estos temas a propósito del Tom Jones de Fielding, que considera (por desgracia, con razón) una cumbre del realismo, es decir, de la mediocridad:

        En una palabra, hijo mío, considero esta clase de escritos una búsqueda indiscreta de lo que la vida tiene de más bajo, la transcripción servil de acontecimientos vulgares con los groseros sentimientos de un portero o un marinero. Dios sabe que podemos ver a bastantes animales en cualquier corral y observar todos los misterios del sexo en la cópula de las vacas o las potrancas. Cuando miro al hombre, quiero ver las características que lo elevan a la condición de ser humano, y los adornos que otorgan a sus acciones la simetría y la belleza creadora. No es que desee ver que le prestan, a la manera victoriana, pensamientos y móviles falsos y pomposos; lo que quiero es que su comportamiento se aprecie con exactitud, enfatizando las cualidades que le son propias, y sin poner estúpidamente en evidencia esas particularidades bestiales que tienen en común con cualquier verraco o macho cabrío. (p. 48)


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La atmósfera de abandono y de muerte era extremadamente opresiva, y el olor a pescado casi intolerable.

El mundo apesta. Olor a cadáveres y a pescado, entremezclados. Sensación de fracaso, asquerosa degeneración. El mundo apesta. No hay fantasmas bajo la luna tumefacta; sólo cadáveres hinchados y ennegrecidos, a punto de estallar en un vómito pestilente.

No hablemos del tacto. Tocar a los seres, a las entidades vivas, es una experiencia impía y repugnante. Su horrible piel, abotargada y granujienta, supura humores putrefactos. Sus tentáculos succionadores, sus órganos de prensión y masticación son una constante amenaza. Los seres, y su espantoso vigor corporal. Una efervescencia amorfa y nauseabunda, una hedionda Némesis de quimeras medio abortadas; una blasfemia. (p. 62)

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Lo que enfrenta a Lovecraft con los representantes del buen gusto es más que una cuestión de detalle. Lo más probable es que HPL hubiera considerado fallido un relato en el que no se pasara de la raya al menos una vez. Lo cual puede considerarse a contrario en el juicio que emite sobre un colega: ‹‹Tal vez Henry James sea un poco demasiado difuso y delicado, acaso esté un poco demasiado acostumbrado a las sutilezas del lenguaje como para crear un horror realmente salvaje, capaz de devastarlo todo.›› (p. 83).

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Howard Phillips Lovecraft es un ejemplo para todos los que quieren aprender a malograr su vida y, llegado el caso, a triunfar con su obra. Aunque esto último no está garantizado. A fuerza de practicar una política de total no compromiso con las realidades vitales, uno se arriesga a caer en una apatía completa e incluso a dejar de escribir; y eso es justamente lo que estuvo a punto de pasarle a Lovecraft en varias ocasiones. Otro peligro es el suicidio, que hay que aprender a sortear; Lovecraft tuvo siempre a mano, durante varios años, una botellita de cianuro. Puede ser un truco enormemente útil, siempre que uno aguante el tipo. Lovecraft lo aguantó, no sin dificultades.

La primera, el dinero. HPL encarna el desconcertante caso del individuo pobre y desinteresado a la vez. Aunque nunca se hundió en la miseria, tuvo apuros económicos durante toda su vida. Su correspondencia revela dolorosamente que todos los días tenía que andar mirando el precio de las cosas, incluso de los artículos más básicos. Nunca tuvo medios para hacer un gasto importante, como comprar un vehículo o pagarse ese viaje a Europa que tanta ilusión le hacía.

El grueso de sus ingresos provenía de sus trabajos de revisión y de corrección. Consentía en trabajar por tarifas extremadamente bajas, incluso gratis si se trataba de amigos; y cuando no le pagaban una factura, no solía atosigar al acreedor: no era digno de un gentleman comprometerse por culpa de sórdidas historias monetarias, ni mostrar una preocupación demasiado viva por sus propios intereses.

Por lo demás, disponía de un pequeño capital procedente de una herencia, al que fue dando pellizcos a lo largo de toda su vida, pero que era demasiado reducido para proporcionarle otra cosa que dinero de bolsillo. Es conmovedor comprobar que, en el momento de su muerte, su capital está casi a cero; como si hubiera vivido el número exacto de años que le habían concedido su fortuna familiar (bastante pobre) y su propia capacidad para el ahorro (bastante grande).

En cuanto a sus obras, no le reportaron prácticamente nada. De todos modos, no le parecía conveniente hacer de la literatura una profesión. Según sus propias palabras: ‹‹Un caballero no intenta darse a conocer, lo deja para los egoístas arribistas y mezquinos.›› (pp. 85-86)

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En realidad, Lovecraft siempre fue racista. Pero en su juventud ese racismo no supera el que está de recibo en la clase social a la que pertenece: la vieja burguesía, protestante y puritana, de Nueva Inglaterra. En este sentido también es, por supuesto, reaccionario. Pone la nociones de orden y tradición por encima de las de libertad y progreso en todos los terrenos, ya se trate de la técnica de versificación o de los vestidos de las jovencitas. Lo cual no tiene nada de original o excéntrico. Simplemente, es muy de la vieja escuela. Le parece evidente que los protestantes anglosajones están, por naturaleza, destinados al primer puesto en el orden social; hacia las demás razas (que de todos modos conoce bien poco, y no tiene la más mínima intención de conocer), sólo siente un desprecio benévolo y ajeno. Que cada cual se quede en su sitio, que se evite cualquier innovación irreflexiva, y todo irá bien.

El desprecio no es un sentimiento muy productivo, literariamente hablando; más bien incitaría a un silencio de buen tono. Pero Lovecraft se verá obligado a vivir en Nueva York; allí conocerá el odio, el asco y el miedo, mucho más fértiles. Y será en Nueva York donde sus opiniones se transformarán en una auténtica neurosis racial. Siendo pobre, deberá vivir en los mismos barrios que esos inmigrantes ‹‹obscenos, repelentes, de pesadilla.›› Se codeará con ellos en la calle, en los parque públicos. En el metro lo empujarán ‹‹mulatos grasientos y burlones››, ‹‹negros horribles parecidos a enormes chimpancés››. Los volverá a encontrar en las colas para conseguir empleo, y comprobará, horrorizado, que su porte aristocrático y su refinada educación, teñida de ‹‹conservadurismo equilibrado››, no le reportan ventaja alguna. Valores como éstos no son moneda en curso en Babilonia; es el reino de la astucia y de la fuerza bruta, de los ‹‹judíos con cara de rata›› y los ‹‹monstruosos mestizos que andan dando saltitos y se contonean de modo ridículo››. (pp. 99-100)

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Según el testimonio de sus allegados, cuando se cruza con representantes de otras razas Lovecraft aprieta los dientes, palidece un poco; pero conserva la calma. Sólo da libre curso a su exasperación en sus cartas... antes de hacerlo en los relatos. Una exasperación que poco a poco se transforma en fobia. Su visión, alimentada por el odio, llega al extremo d euna franca paranoia y más allá, hasta el completo desequilibrio de la mirada que anuncia los desórdenes verbales de los ‹‹grandes textos››. Por ejemplo leamos cómo cuenta a Belknap Long una visita al Lower East Side, y cómo describe a su población de inmigrantes:

      Las cosas orgánicas que rondaban por esa espantosa cloaca no podrían calificarse de humanas, ni siquiera torturándose la imaginación. Eran monstruosos, nebulosos bosquejos del pitecántropo y la ameba, toscamente modelados en alguna arcilla hedionda y viscosa producto de la corrupción de la tierra. Reptaban y supuraban por las calles sangrientas, entrando y saliendo por puertas y ventanas de una forma que recordaba a una invasión de gusanos, o a desagradables criaturas surgidas de las profundidades del mar. Esas cosas –o la sustancia degenerada en gelatinosa fermentación de la que estaban hechas– parecían rezumar, infiltrarse y fluir a través de las grietas abiertas de aquellas horribles casas, y pensé en una hilera de tinas ciclópeas y malsanas, llenas hasta el borde de ignominias gangrenosas, a punto de rebosar para inundar el mundo entero en un cataclismo leproso de podredumbre semilíquida.

   De esta pesadilla de infección malsana no conservo el recuerdo de ningún rostro vivo. El grotesco individuo se perdía en la devastación colectiva; sólo quedaban en la retina los vagos y fantasmagóricos contornos del alma mórbida de la desintegración y de la decadencia... una máscara amarillenta que ríe burlona mientras una ácida y pegajosa bilis supura de sus ojos, orejas, nariz y boca, con un burbujeo anormal de úlceras monstruosas e increíbles... (pp.100-101)

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A medida que se prolonga la estancia forzada de Lovecraft en Nueva York, su repulsión y su terror aumentan hasta alcanzar proporciones alarmantes. Como escribe a Belknap Long, ‹‹no se puede hablar con calma del problema mongoloide de Nueva York››. Más adelante, en la misma carta, declara: ‹‹Espero que esto acabe en guerra; pero no antes de que nuestras mentes hayan sido completamente liberadas de las trabas humanitarias de la superstición siria que impuso Constantino. (...)››.

El regreso a Providence no arreglará nada. Antes de su estancia en Nueva York, ni siquiera sospechaba que las criaturas extranjeras pudieran infiltrarse en las calles de ese pueblecito encantador; en cierto modo, se cruzaba con ellas sin verlas. Pero ahora, su mirada ha ganado en dolorosa agudeza; y hasta en los barrios que tanto amaba encuentra los primeros estigmas de esa ‹‹lepra››: ‹‹Saliendo de diversas aberturas y arrastrándose por los angostos senderos se ven formas imprecisas que empero pertenecen a la vida orgánica...››. (pp. 102-103)

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A menudo se ha subestimado la importancia del odio racial en la creación de Lovecraft. Sólo Francis Lacassin ha tenido el valor de considerar el asunto con honestidad en su prefacio a las Cartas. Allí escribe: ‹‹La fuerza fría de los mitos de Cthulhu surge de la delectación sádica con la que Lovecraft entrega a la persecución de criaturas llegadas de las estrellas a unos seres humanos castigados por su semejanza con la chusma neoyorkina que lo había humillado››. Esta observación me parece extraordinariamente profunda, aunque falsa. Lo indiscutible es que Lovecraft, como se dice de los boxeadores, ‹‹tiene el odio metido en el cuerpo››. Pero hay que precisar que, en sus relatos, el papel de víctima suele desempeñarlo un profesor universitario anglosajón, culto, reservado y bien educado. De hecho, más bien un hombre como él. En cuanto a los verdugos, a los servidores de cultos innombrables, casi siempre son mestizos, mulatos, hombres de sangre sucia ‹‹de la especie más baja››. En el universo de Lovecraft, la crueldad no es un refinamiento intelectual; es una pulsión bestial, que se asocia a la perfección con la más lóbrega estupidez. Y los individuos corteses, refinados, de maneras delicadas... son las víctimas ideales.

Ya vemos que la pasión central que anima su obra no es de tipo sádico sino, sobre todo, masoquista; lo que por otra parte sólo sirve para subrayar su peligrosa profundidad. Como señaló Antonin Artaud, la crueldad para con el prójimo sólo produce resultados artístcos mediocres; la crueldad hacia uno mismo es mucho más interesante.

Cierto es que HPL manifiesta una admiración ocasional por ‹‹las grandes bestias rubias y nórdicas››, los ‹‹vikingos locos, asesinos de celtas››, etc. Pero se trata, precisamente, de una admiración amarga; se siente muy lejos de esos personajes y nunca pensará, al contrario de Howard, en incluirlos en su obra. Al joven Belknap Long, que se burla amablemente de su admiración por ‹‹las grandes bestias rubias de presa››, le contesta con admirable franqueza: ‹‹Tiene toda la razón al decir que son los débiles quienes admiran a los fuertes. Es exactamente mi caso››. Sabe muy bien que en ningún Walhalla heroico de batallas y conquistas hay lugar para él, salvo, como de costumbre, el lugar del vencido. Está impregnado hasta los tuétanos de su fracaso, de su predisposición total, innata y fundamental al fracaso. Y en su universo literario tampoco habrá otro lugar para él que el de la víctima. (pp. 103-105)

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Los héroes de Lovecraft se despojan de cualquier signo de vida, renuncian a cualquier alegría humana, se convierten en meros intelectos, espíritus puros que aspiran a una única meta: la búsqueda del conocimiento. Al final del camino les espera una espantosa revelación: desde las marismas de Louisiana a las mesetas heladas del desierto antártico, desde el corazón de Nueva York a los sombríos valles de Vermont, todo proclama la presencia universal del Mal.

Y no debemos creer que el hombre sea el más antiguo o el último amo de la Tierra, ni que la proliferación corriente de vida y de sustancia sea lo único que la holla. Los Antiguos han existido, existen y existirán siempre. No en los espacios que todos conocemos, sino entre esos espacios. Primordiales, sin dimensiones, poderosos y serenos.

El Mal, con sus múltiples rostros; instintivamente adorado por pueblos solapados y degenerados que han compuesto terribles himnos a su gloria. (p. 107)

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(…) Después, hay que decir que esas estrofas a la omnipotencia del Mal tienen un eco desagradablemente familiar. En conjunto, la mitología de Lovecraft es muy original; pero a veces se presenta como una horrible inversión de la temática cristiana. Un problema que se nota especialmente en El horror de Dunwich, donde una campesina analfabeta, sin haber conocido hombre alguno, da a luz a una criatura monstruosa, dotada de poderes sobrehumanos. Esta encarnación al revés acaba con una parodia de la Pasión, en la que la criatura, sacrificada en la cima de una montaña que domina Dunwich, lanza una llamada desesperada: ‹‹Padre, padre... ¡YOGSOTHOTH››, fiel eco del ‹‹¡Eloi, Eloi, lamma sabachtani!››. Aquí, Lovecraft recurre a una fuente fantástica muy antigua: el Mal nacido de una unión carnal contra natura. Esta idea se integra a la perfección en su obsesivo racismo; para él, como para todos los racistas, el horror absoluto, más aún que las otras razas, es el mestizaje. Utilizando a la vez sus conocimientos de genética y su familiaridad con los textos sagrados, construye una síntesis explosiva, de un poder de abyección inaudito. A ese Cristo, nuevo Adán venido a regenerar a la humanidad por amor, Lovecraft opone el ‹‹negro›› venido a regenerar la humanidad mediante la bestialidad y el vicio. Pues la hora del gran Cthulhu se acerca. Y la época de su advenimiento será fácil de reconocer: ‹‹En ese momento, los hombres se habrán vuelto semejantes a los Antiguos: libres, salvajes, más allá del bien y del mal, rechazando cualquier ley moral, matándose entre sí con grandes alaridos en el transcurso de jubilosos desenfrenos. Los Antiguos, liberados, les enseñarán nuevas maneras de aullar, de matar, de descarriarse; y toda la tierra flameará en un holocausto de éxtasis desenfrenado. Mientras tanto, el culto, mediante los ritos apropiados, debe mantener vivo el recuerdo de las costumbres de antaño, y presagiar su retorno››. Este texto no es sino una aterradora paráfrasis de San Pablo.

Aquí nos acercamos a lo más recóndito del racismo de Lovecraft, que se designa a sí mismo como víctima y ha elegido a sus verdugos. No tiene la menor duda a este respecto; los ‹‹seres humanos sensibles›› serán vencidos por los ‹‹grasientos chimpancés››; serán triturados, torturados y devorados; sus cuerpos serán despedazados en ritos innobles, al son obsesivo de tamboriles extáticos. El barniz de la civilización empieza a agrietarse; las fuerzas del Mal esperan ‹‹con paciencia sobrecogedora, omnipotentes››, pues reinarán nuevamente aquí abajo.

Debajo de la meditación sobre la decadencia de las culturas, que sólo es una justificación intelectual superpuesta, está el miedo. El miedo viene de lejos; el asco procede de él; provoca la indignación y el odio.

Vestidos con ropas rígidas y un poco tristes, acostumbrados a refrenar la expresión de sus emociones y sus deseos, los protestantes puritanos de Nueva Inglaterra pueden hacer olvidar en ocasiones su origen animal. Por eso Lovecraft aceptará su compañía, aunque a dosis moderadas. Su misma insignificancia le tranquiliza. Pero, en presencia de los ‹‹negros››, se apodera de él una reacción nerviosa incontrolable. Su vitalidad, su aparente ausencia de complejos y de inhibiciones le aterrorizan y le repugnan. Bailan en las calles, escuchan músicas rítmicas... Hablan a gritos. Ríen en público. La vida parece divertirles; cosa bastante inquietante. Porque la vida es el mal. (pp.108-110)


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Hoy, más que nunca, Lovecraft sería un inadaptado y un recluso. Nacido en 1890, a sus contemporáneos ya les parecía, en sus años de juventud, un reaccionario pasado de moda. No es difícil adivinar lo que pensaría de la sociedad de nuestra época. Tras su muerte, la sociedad no ha dejado de evolucionar en un sentido que le incitaría a aborrecerla todavía más. La mecanización y la modernización han destruido ineluctablemente ese modo de vida al que se aferraba con toda su alma (por otra parte, nunca se hizo la menor ilusión sobre las posibilidades humanas de controlar los acontecimientos; como escribe en una carta, ‹‹todo en el mundo moderno es la consecuencia absoluta y directa del descubrimiento de la aplicaciones a gran escala del vapor y de la energía eléctrica››). Los ideales de libertad y de democracia, que detestaba, se han infundido por todo el planeta. La idea de progreso se ha convertido en un credo indiscutible, casi inconsciente, que no tendría más remedio que indignar a un hombre que declaraba: ‹‹Lo que aborrecemos es simplemente el cambio en sí››. El capitalismo liberal ha extendido su influencia sobre las conciencias; a la par que él, han llegado al mercantilismo, la publicidad, el culto absurdo y socarrón a la eficacia económica, el apetito exclusivo e inmoderado por las riquezas materiales. Peor aún: el liberalismo se ha propagado del ámbito económico al ámbito sexual. Todas las ficciones sentimentales se han hecho añicos. La pureza, la castidad, la fidelidad, la decencia se han convertido en estigmas ridículos. Actualmente, el valor de un ser humano se mide por su eficacia económica y su potencial erótico; es decir, justamente las dos cosas que Lovecraft más detestaba.

Los escritores de literatura fantástica son, por regla general, reaccionarios, por la sencilla razón de que son especial, podríamos decir profesionalmente conscientes de la esencia del Mal. Resulta bastante curioso que, de entre los discípulos de Lovecraft, ninguno haya sentido el impacto de este simple hecho: que la evolución del mundo moderno ha conseguido que las fobias lovecraftianas estén todavía más presentes, todavía más vivas.

Señalemos como excepción el caso de Robert Bloch, uno de sus corresponsales más jóvenes (en sus primeras carta a Lovecraft, tenía quince años), que firma sus mejores relatos cuando se permite dar rienda suelta a su odio hacia el mundo moderno, la juventud, las mujeres liberadas, el rock, etc. El jazz ya es para él una obscenidad decadente; en cuanto al rock, Bloch lo interpreta como el retorno del salvajismo más simiesco, fomentado por la amoralidad hipócrita de los intelectuales progresistas. En Sweet Sixteen, un grupo de Hell's Angels, simplemente descritos al principio como gamberros ultraviolentos, acaba dedicándose a ritos sacrificiales con la hija de un antropólogo. Rock, cerveza y crueldad. Está perfectamente logrado y justificado, es perfectamente coherente. Pero tales tentativas de introducir lo demoníaco en un marco moderno siguen siendo excepcionales. Y Robert Bloch, con su escritura realista y la atención que presta a la situación social de sus personajes, se ha apartado muy claramente de la influencia de HPL: de los escritores más directamente ligados al movimiento lovecraftiano, ninguno ha recogido las fobias raciales y reaccionarias del maestro.

Cierto que se trata de un camino peligroso, y que la salida que ofrece es muy angosta. No es tan sólo cuestión de censura y procesos judiciales. Los escritores fantásticos intuyen, probablemente, que la hostilidad a cualquier forma de libertad termina engendrando la hostilidad a la vida. Lovecraft lo intuye tan bien como ellos, pero no se queda a medio camino; es un extremista. Que el mundo sea maligno, intrínseca, esencialmente maligno, es una conclusión que no le molesta en absoluto; y éste es el sentido de su admiración por los puritanos: lo que lo maravilla de ellos es que ‹‹odiaban la vida y consideraban una banalidad decir que merece la pena vivirse››. Atravesaremos este valle de lágrimas que separa la infancia de la muerte; pero tendremos que conservarnos puros. HPL no comparte en absoluto las esperanzas de los puritanos, pero comparte su rechazo. Detallará su punto de vista en una carta a Belknap Long (escrita, además, pocos días antes de su matrimonio):

      En cuanto a las inhibiciones puritanas, las admiro un poco más todos los días. Son intentos de hacer de la vida una obra de arte –para dar forma a un modelo de belleza en esta pocilga que es la existencia animal– y de ahí surge un odio por la vida que marca el alma más profunda y más sensible. Estoy tan cansado de oír a unos asnos superficiales despotricar contra el puritanismo que creo que me voy a hacer puritano. Un intelectual puritano es un idiota –casi tanto como un antipuritano–, pero un puritano es, en su forma de comportarse en la vida, la única clase de hombre que uno puede respetar honestamente. No siento ni respeto ni consideración alguna por los hombres que no viven en la abstinencia y la pureza.

Hacia el final de sus días llegará a expresar pesadumbre, a veces conmovedora, ante la soledad y el fracaso de su existencia. Pero esta pena seguirá siendo, por así decir, teórica. Recuerda con claridad las diferentes etapas de su vida (el fin de la adolescencia, el breve y decisivo interludio del matrimonio) en las que podría haber tomado el camino de lo que llaman felicidad. Pero sabe que probablemente no estaba en condiciones de conducirse de otra manera. Y finalmente considera, como Schopenhauer, que tampoco ‹‹se las ha arreglado tan mal››.

Acogerá la muerte con valentía. Enfermo de un cáncer de intestino que se ha extendido al conjunto del tronco, ingresa el 10 de marzo de 1937 en el Jane Brown Memorial Hospital. Se comportará como un enfermo ejemplar, educado, afable, de un estoicismo y una cortesía que impresionarán a sus enfermeras, a pesar de sus terribles dolores (afortunadamente, atenuados por la morfina). Cumplirá con las formalidades de la agonía con resignación, por no decir con una secreta satisfacción. La vida que escapa de su envoltura carnal es para él una vieja enemiga; él la ha denigrado, ha luchado contra ella; no tendrá una sola palabra de arrepentimiento. Y fallece, sin más incidentes, el 15 de marzo de 1937.

Como dicen los biógrafos, ‹‹una vez muerto Lovecraft, nació su obra››. Y así es; empezamos a otorgarle su verdadero lugar, igual o superior al de Edgar Poe; en cualquier caso, decididamente único. Lovecraft tuvo a veces la sensación, ante el repetido fracaso de su producción literaria, de que a fin de cuentas el sacrificio de su vida había sido inútil. Hoy podemos juzgarlo de otro modo; nosotros, para quienes él ha llegado a ser un iniciador esencial a un universo diferente, situado mucho más allá de los límites de la experiencia humana, y no obstante de un impacto emocional terriblemente preciso.

Este hombre que no consiguió vivir consiguió, finalmente, escribir. Le costó lo suyo. Le llevó años. Nueva York lo ayudó. Él, que era tan amable, tan cortés, descubrió allí el odio. De regreso en Providence escribió relatos magníficos, vibrantes como un conjuro, precisos como una disección. La estructura dramática de los ‹‹grandes textos›› es de una riqueza impresionante; los recursos narrativos son hábiles, nuevos, audaces; pero tal vez nada de todo eso bastaría si no intuyésemos, en mitad del conjunto, la presión de una fuerza interior devoradora.

Toda gran pasión, ya se trate de amor o de odio, termina produciendo una obra auténtica. Podemos lamentarlo, pero hay que reconocerlo: Lovecraft se sitúa más bien del lado del odio; del odio y del miedo. El universo, que intelectualmente él concibe como indiferente, se vuelve estéticamente hostil. Su propia existencia, que podría haber sido tan sólo una serie de triviales desengaños, se convierte en una operación quirúrgica y una celebración invertida, especular.

Su obra de madurez siguió siendo fiel a la postración física de su juventud, transfigurándola. Ahí radica el secreto profundo del genio de Lovecraft, ahí nace el límpido manantial de su poesía: logró transformar su asco por la vida en una hostilidad activa.

Ofrecer una alternativa a la vida, en todas sus facetas, constituir una oposición permanente, un recurso permanente a la vida: tal es la misión más elevada del poeta en esta tierra. Howard Phillips Lovecraft cumplió esta misión. (pp. 111-116)







miércoles, 12 de octubre de 2011

Stefan Zweig sobre Marcel Proust.

En el libro titulado TIEMPO Y MUNDO, de Stefan Zweig, reproducimos aquí íntegramente la estampa que el escritor austriaco hace de Marcel Proust y que en la edición que usamos corresponde a las páginas 16-24
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LA VIDA TRÁGICA DE MARCEL PROUST

(1925)


Nace al final de la guerra, el 10 de julio de 1871, en París, hijo de un médico renombrado y en el seno de una familia burguesa, rica, inmensamente rica. Pero ni el arte del padre ni los millones de la madre fueron capaces de salvar su infancia: a los nueve años, el pequeño Marcel deja definitivamente de tener salud.

Al volver de un paseo por el bosque de Boulogne se ve acometido por una crisis de asma y esos terribles ataques han de desgarrar su pecho a lo largo de toda su vida hasta el último instante. Desde que cuenta nueve años, casi todo le está prohibido: viajes, juegos alegres, movilidad y travesuras; todo cuanto se identifica con la palabra “niñez”. Así, ya desde muy pronto se torna observador, sensible, frágil de nervios y fácil de irritar, un ser dotado de una excitabilidad inaudita de los nervios y de los sentidos.

Ama apasionadamente el paisaje, mas sólo muy rara vez le es dado gozar de él y jamás en primavera, pues entonces el polvillo sutil del polen, la sensusalidad y preñez de la naturaleza, afectan dolorosamente sus inflamables órganos. Ama con pasión las flores, mas no puede aproximarse a ellas. Cuando un amigo entra en la habitación con un clavel en el ojal, ha de rogarle que se lo quite, y una visita a un salón que tenga una mesa adornada con ramos de flores le obliga a guardar cama días y días. Por esto a veces s etraslada al campo en un coche cerrado herméticamente, para poder ver tras las ventanas con vidrios los colores que tanto ama, los cálices de las flores, que parecen respirar. Y toma libros y más libros pare leer relatos de viajes y descripciones de paisajes que jamás se hallarán a su alcance. Una vez se aventura hasta Venecia, un par de veces hasta el mar, pero cada uno de esos viajes supone paara él un consumo excesivo de fuerzas. Y acaba por encerrarse casi absolutamente en París.

Sus dotes de captación de todo lo humano se agudizan cada vez más. El tono de una conversación, el prendedor del cabello de una dama, la amneraa como alguien se sienta o se levanta de la mesa, todos los matices más imperceptibles de la vida social se graban en su memoria con persistencia inigualable. El detalle más insignificante cautiva su mirada, siempre atenta entre dos pestañeos sucesivos; no hay relación, giro de la frase, circunloquio ni suspensión en un diálogo que pase inadvertido a su observación con sus más leves matices. Por esto, en un momento dado, será capaz de conservar más tarde, en ciento cincuenta página de su novela, la conversación del conde Norpois, sin omitir una pausa para tomar aliento, ni un movimiento indeliberado, ni un titubeo, ni una transicion: tiene la mirada despierta y ágil por todos sus demás órganos extenuados.

Originariamente, sus padres le habían destinado para el estudio y la diplomacia, mas todos esos proyectos se estrellan contra lo precario de su salud. En definitiva, como no lleva prisa, ya que sus padres son ricos y su madre le adora, disipa su juventud entre tertulias y salones, y hasta la edad de treinta y cinco años lleva en realidad la vida más ridícula, sosa y absurda vida de vago que jamás haya llevado un gran artista; recorre como un snob todas las reuniones de los ricos desocupados a que se suele dar el nombre de sociedad; está presente en todas partes, y en todas partes es bien recibido. Por espacio de quince años se puede encontrar sin falta, noche tras noche, en todos los salones, aun en los más inaccesibles, a aquel joven delicado, tímido y tenido siempre en gran estima por todos los mundanos, conversando de continuo, divertido o aburrido, pero siempre cortés. En todas partes se recoge en un ángulo, se amolda a la conversación y, contra lo habitual, hasta la aristocracia del Faubourg Saint-Germain soporta al intruso sin nombre; éste es, en realidad, el mayor de sus triunfos, puesto que en lo exterior no adornan al joven Marcel Proust cualidades de ninguna clase. No es particularmente atractivo ni elegante, ni pertenece a la nobleza, y además, por añadidura, es hijo de una judía. Tampoco su m´rito literario le hace acreedor de ello, pues ese librito que ha publicado, Les plaisirs et les jours, a pesar del prólogo de favor escrito por Anatole France, no tiene importancia ni éxito.
 




Lo que le hace grato es únicamente su generosidad: obsequia a todas las damas con flores costosísimas, colma a todo el mundo con regalos inesperados, a todos convida, se desvive por ser complaciente y simpático hasta con los zánganos más insignificantes de la alta sociedad. En el Hotel Ritz es famoso por sus invitaciones y fantásticas propinas. Da diez veces más que los multimillonarios norteamericanos, y sólo con que aparezca en el vestíbulo todas las gorras se abaten respetuosamente como si volaran. Sus convites se rodean de un derroche fantástico y un extremado refinamiento culinario: hace reunir todas las especialidades de las diversas tiendas de la ciudad, se hace traer las uvas de un establecimiento de la rive gauche; los capones, del Carlton, y las frutas y legumbres, de Niza. Y de ese modo liga y obliga sin cesar al tout Paris con sus atenciones y obsequiosidades sin reclamar nunca la correspondencia.

Pero lo que legitima su presencia en el seno de este gran mundo, más que su dinero pródigamente derrochado, es su respeto rayano en lo morboso para con sus ritos, su servil adoración de la etiqueta, la importancia inaudita que atribuye a todo lo mundano, a todos los caprichos de la moda. Venera como un libro sagrado el Cortegiano aún por escribir de los usos aristocráticos; le ocupa varios días el problema de la forma como se han dispuesto los comensales en una mesa, por qué la princesa X ha colocado al conde L en el extremo inferior de la mesa y al barón R en la cabecera. Cualquier chisme trivial, cualquier escándalo pasajero, le conmueven como una catástrofe definitiva. Pregunta a quince personas para informarse de cuál sea el misterioso orden en el turno de la princesa M, o de la razón por la cual aquella otra aristócrata ha recibido en su palco al señor F; y gracias a esta pasión, a este tomarse en serio las futilidades, que después dominará también en sus libros, conquista para sí un rango de maestro de ceremonias dentro de aquel mundo ridículo y vano.

Por espacio, pues, de quince años, un espíritu tan elevado como el suyo, una de la figuras máas eminentes de nuestro tiempo, lleva esta vida absurda entre holgazanes y advenedizos; de día, acostado en cama, exhausto y febril, y por la noche, vestido de frac, recorriendo un salón tras otro, disipando el tiempo entre invitaciones, cartas y fiestas, convertido en el más inútil de los hombres en este baile cotidiano de las vanidades; mirado conagrado en todas partes, en ninguna verdaderamente advertido, poco más, en realidad, que un frac y una corbata blanca entre otros mil fracs y corbaas blancas.

Un pequeño rasgo le distingue, sin embargo de los demás. Cada noche, de regreso a su casa y al meterse en la cama, incapaz de conciliar el sueño, rellena cuartillas y más cuartillas con apuntes sobre lo que ha observado, visto y oído. Paulatinamente se forman auténticas pilas de papel, se conserva en grandes carpetas. Y del mismo modo que Saint-Simon, en apariencia sólo un cortesano más de la corte real, pero en realidad el retratista y juez de toda una época, da igual modo va registrando Marcel Proust cada noche todo lo fútil y efímero del tout Paris en apuntes, observaciones e intencionados esbozos, con miras a configurar tal vez algún día lo efímero en algo perdurable.



Ahora una pregunta para los psicólogos: ¿qué es lo primero? ¿Lleva Marcel Proust, inepto para la vida y enfermo, esta frívola y absurda existencia de snob a lo largo de quince años por puro placer, y son esos apuntes algo accesorio, como una prolongación de su gusto por el juego de sociedad, que se desvanece con excesiva rapidez? ¿O es que acude únicamente a los salones como va un químico a su laboratorio, o un botánico al campo, para acumular, sin que se advierta, el material para una obra única y grandiosa? ¿Simula o es sincero? ¿Es un compañero de armas del ejército de los ociosos o simplemente un espía de otro reino más alto? ¿Corretea por gusto o por cálculo? ¿Esta pasión casi delirante por la psicología y la etiqueta es para él vida y necesidad o sólo el disimulo genial de un analizador apasionado? Probablemente era él una y otra cosa, pero asociadas tan genial y mágicamente que nunca se habría llegado a manifestar en él la pura naturaleza del artista si la rugosa mano del destino no le hubiera arrebatado de repente el desprevenido jugueteo de las conversaciones, para trasladarle a la esfera encubierta, oscura, iluminada sólo a veces por una luz interior, de su propio mundo.

Pero súbitamente asistimos a un cambio de escena. En 1903 muere su madre, y poco después los médicos diagnostican el carácter incurable de su dolencia, que empeora cada vez más. De golpe, Marcel Proust varía por completo el ritmo de su vida. Se encierra herméticamente en su retiro del Boulevard Haussmann, y de la noche a la mañana se convierte, de callejero y haragán que era, en uno de los trabajadores más fanáticos e infatigables que en lo literario habrá de admirar nuestro siglo; de la noche a la mañana trueca la sociabilidad más disipadora por la más retraída de las soledades. Imagen trágica la de este gran poeta; se pasa el día entero echado en cama, con su delgado cuerpo agotado de toser y sacudido por convulsiones, incapaz de reaccionar contra el frío. En la cama lleva tres camisas, una sobre la otra, pechera enguatada sobre el pecho, gruesos guantes en las manos, y pese a ello sigue teniendo continuamente frío. Arde el fuego en la chimenea, la ventana no se abre nunca, pues hasta aquel par de miserables castaños aprisionados entre el asfalto le perjudica con su débil perfume (que en París no afecta a ningún otro pecho que el suyo). Yace invariablemente como un cadáver, en cama siempre, respirando con pena aquel aire espeso, saturado e inficionado con el olor de medicinas.

Sólo entrada ya la noche se reanima para ver un poco de luz, un poco del resplandor de su querida atmósfera de elegancia y a un par de rostros aristocráticos. El criado le enfunda con fuerza el fraac, lo arropa bien y recubre su cuerpo triplemente vestido con un abrigo de pieles. Entonces se dirige al Ritz para hablar con un par de personas y asomarse a su adorado ambiente de lujo. El coche de alquiler le aguarda toda la noche y le devuelve al fin, mortalmente cansado, a su cama. Marcel Proust no se reintegra ya a la vida social; o, por mejor decir, sí, lo hace una sola vez: necesita para su novela el detalle de la actitud de un auténtico aristócrata. Entonces, un día se arrastra, ante el pasmo de todos, hasta un salón de la alta sociedad, par observar de qué manera lleva el monóculo el duque de Sagan. Y en otra ocasión se dirige a casa de una cortesana famosa para preguntarle si conserva aún el sombrero que veinte años atrás había llevado en el bosque de Boulogne; lo necesita para describir a Odette. Y escucha entonces con una decepción inmensa que aquélla le contesta, burlándose, que lo regaló hace ya mucho tiempo a su criada.



El coche devuelve al desfallecido desde el Ritz a su casa. Sobre la estufa, siempre encendida, cuelgan sus ropas de noche y sus pecheras: hace mucho ya que no puede soportar la ropa fría sobre el cuerpo. El criado lo arropa y conduce a la cama. Y allí, con la bandeja colocada ante sí, escribe su novela de vasta trama: À la recherche du temps perdu. Veinte carpetas están ya llenas de apuntes; el sillón y la mesa frente a la cama, y la misma cama, llenos también de hojas de papel y cuartillas. Y escribe, escribe día y noche, en las horas de vela —con la fiebre en las venas y las manos temblándole de frío a pesar de los guantes—, escribe más y más. A veces le visita algún amigo y él se informa con avidez de los detalles de la sociedad. Mientras se extingue, palpa con todos los tentáculos de su curiosidad aquel mundo remoto y frívolo. Como sabuesos azuza a sus amigos en todas direcciones, para que le informen sobre tal o cual escándalo, porque quiere conocer hasta los más nimios detalles sobre esta o aquella personalidad, y todo cuanto se le reporta es anotado por él con nervioso afán. Y la fiebre, cada vez más alta, se ceba en él. Cuanto más se hunde y desmorona aquel pobre y febril desecho humano, Marcel Proust, tanto más se amplía y crece el volumen de la obra concebida, la novela, o mejor la serie de novelas, À la recherche du temps perdu.


La obra se comenzó en 1905 y él la da por acabada en 1912. Por su volumen parecen tres gruesos tomos (después se convirtieron, sin embargo, gracias a la ampliación sufrida mientras se imprimía, nada menos que en diez). Ahora le preocupa el problema de su publicación. Marcel Proust, a sus cuarenta años, es enteramente desconocido; no, peor aún que desconocido: Marcel Proust es, por cierto, aquel snob de los salones, el escritorzuelo mundano que publica en el Figaro, de vez en cuando, anécdotas de los salones (en las que el público, que siempre lee mal, ve invariablemente la firma de Marcel Prévost en lugar de Marcel Proust). ¿Y qué cosa buena va a salir de él? Del camino recto nada cabe esperar. Por ello sus amigos intentan hacerle posible la publicación a través de las relaciones sociales. Un linajudo aristócrata convida a su casa a André Gide, director de la Nouvelle Revue Française y le confía el manuscrito. Mas la Nouvelle Revue Française, que después ganará cientos de miles de francos con esta obra, la rechaza, como también el Mercure de France y Ollendorf. Por fin se descubre a un editor joven y arrojado que se atreverá a lanzarla, pero todavía han de transcurrir dos años, hasta 1913, para la aparición del primer volumen de la magna obra. Y precisamente cuando el éxito va a desplegar las alas sobreviene la guerra y abate su vuelo.

Después de la guerra, cuando han aparecido ya cinco volúmenes, Francia, y también Europa, comienzan a fijarse en esta obra épica, la más característica de nuestro tiempo. Mas lo que la fama vocinglera designa entonces con el nombre de Marcel Proust, hace tiempo que no es ya otra cosa que el inquieto desecho de un hombre acabado, un pobre enfermo cuya fuerza toda se concentra para sólo poder sobrevivir a la aparición de su obra y que sigue arrastrándose aún, por la noche, hasta el Rizt.

Allí, junto a la mesa con manteles o en el mostrador del portero, da una última mano a la corrección definitiva de las pruebas de imprenta, porque en casa, en su habitación, en la cama, presiente ya la tumba. Sólo aquí, donde brilla aún ante sus ojos aquel querido ambiente mundano, siente reanimarse en él un último residuo de fuerzas, mientras que en su cama se hundiría, alicaído, ora embotándose con dosis de narcóticos, ora estimulándose con cafeína para sostener breves conversaciones con un amigo o proseguir el trabajo.

Cuanto más se agravan sus dolores, con mayor ardor y pasión se entrega al trabajo al que fuera indolente por demasiado tiempo, para ver de ganarle la carrera a la muerte. No quiere ver ya en su cabecera a los médicos que le han torturado tanto tiempo sin curarle.

Así se defiende, solo, y así muere el 18 de noviembre de 1922.

En los últimos días, cuando la muerte le tiene ya en su poder, se arroja aún contra lo inevitable con la única de las armas de la que dispone el artista: la observación. Con lucidez heroica analiza su propio estado hasta el último momento. Y aquellos apuntes tienen que servirle para hacer más plástica y realista la muerte de su héroe Bertotte cuando corrija las galeradas; han de intentar añadir algunos de los rasgos más íntimos, los decisivos, que el poeta no podía conocer porque sólo los sabe el moribundo. El postrero de sus movimientos es todavía de observación. Y en la mesilla de noche del difunto, manchada con medicinas vertidas, habrán de encontrarse en un papel, apenas legibles, las últimas palabras escritas por una mano casi inerte. Apuntes para un nuevo volumen, que habría requerido años enteros, cuando sólo le quedaban ya unos escasos minutos.

Así es como abofetea a la Muerte en pleno rostro: último y supremo gesto del artista que vence con la lucidez de la observación al terror de morir.